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Jorge Rendòn Vàsquez |
Por Jorge Rendón Vásquez
Si se le observa desde fuera, con los anteojos de la legalidad, al Perú se le ve como una democracia representativa, sustentada en una Constitución Política y en las leyes e instituciones dimanadas de ella.
Se podría decir que su gobierno es del pueblo, por el pueblo y para el pueblo; y que la sociedad, como supremo poder mandante, dispone de un poder Ejecutivo, un poder Legislativo y un poder Judicial, y de instituciones de apoyo: los órganos electorales, el Banco Central de Reserva, la Contraloría General de la República, el Tribunal Constitucional, el Ministerio Público, la novísima Junta Nacional de Justicia, la Defensoría del Pueblo, amén de los gobiernos regionales y las municipalidades. Todo, casi perfecto.
Si nos quitamos esos anteojos caleidoscópicos y volvemos a posar la mirada en cada una de esas entidades a la luz del Sol (el gran astro que nos confiere la vida y no nuestro signo monetario) las veremos cómo realmente son: conjuntos de personajes llegados allí por el voto de electores alienados por una pésima educación y la manipulación por los medios de prensa, o nombrados por sus vinculaciones políticas, familiares, amicales o de mafia; personajes sin méritos, anodinos, locuaces, oportunistas y desvergonzados, que fungen el cumplimiento de sus obligaciones, aplicando las leyes a su manera y en provecho de sus allegados, pero en contra de quienes tienen realmente derecho.
Hay, sin duda, políticos y funcionarios que se ajustan a la ley en el ejercicio de sus funciones, pero no llegan a prevalecer sobre los otros.
En ese caldo séptico, la norma es, obviamente, la corrupción. Sería redundante reproducir en esta nota los multitudinarios casos de corrupción que todos conocen, porque atiborran las páginas policiales de los periódicos y los canales de televisión.
La burocracia electiva o designada, segmento de la clase profesional insurgente, se rige además por ciertas normas no escritas, de raíz consuetudinaria, sólidamente establecidas: la tendencia al burocratismo y la arbitrariedad, asegurada por la ausencia de normas sancionadoras, o, de haberlas, trabadas por procedimientos interminables y la complicidad de los llamados a aplicarlas; y la facultad de pagarse los sueldos y sumas adicionales que quieran con los ingresos del Estado que manejan como cosa propia. Para no pocos, entre ellos, es normal también tomar como cohechos una parte de las cantidades materia de los procedimientos administrativos y los procesos judiciales, y de las sumas destinadas al pago de las obras públicas y las adquisiciones del Estado, etc.
Y, ahora, una pregunta, como al desgaire: el pueblo, el de abajo, ¿cómo reacciona frente a todo esto?
De entrada, se podría decir, con indiferencia y resignación, como en los siglos XIX y XX, aunque son los eternos damnificados, sobre todo los hombres y mujeres de las clases trabajadoras, los sujetos del Perú real cuya piel arrancan todos los días los titulares del Perú oficial. Un político de comienzos del siglo XX se dirigía a ellos, llamándolo: “Pueblo sufrido y aguantador”.
Para estas mayorías, en su mayor parte mestizas e indias, los conflictos políticos y jurídicos de los que son parte el Estado o las clases dominantes, siguen siendo, como en el pasado, “pleitos de blancos”. Sólo se alarman cuando les tocan ostensiblemente algún bien o beneficio del que disponen personalmente.
La reacción viene, por lo general, de otros grupos con mayor poder económico y cultura y con capacidad de indignación, los que se alzan como el telón de fondo del país, y comienzan a criticar y a sensibilizarse con los escándalos de la arbitrariedad y la corrupción. Y, en estos casos, no falta en los grupos de poder político, otros más reducidos o algunos de sus epígonos que, movidos por la rivalidad o la ocasión, se convierten en actores de la condena que, puede propagarse a grupos más vastos, por lo general de jóvenes, que se suman entonces a la desaprobación, estimulados por la actitud de alguien con poder o liderazgo.
Lo hemos visto en el Perú.
Todos los presidentes y sus adláteres de confianza desde 1985 han terminado enjuiciados por corrupción, sin atenuantes, todo un récord mundial. No causaron un problema de hacinamiento en las cárceles, porque estas son para los otros, los del pueblo. Les habilitaron hospedajes dorados.
En el siglo XX y las dos décadas que lo continúan, sólo dos personajes se lanzaron contra la corrupción por motivaciones diferentes: Juan Velasco Alvarado y Martín Vizcarra Cornejo.
Velasco fue al fondo del problema: por su origen, formación y lo que había visto. Destrozó los cerrajes del Perú legal y enfrentó resueltamente las graves contradicciones del Perú real, conjugando las ideas de progreso material y redistribución de la riqueza nacional. Y lo hicieron limpiamente, él y los militares y civiles que lo acompañaron. No faltan, sin embargo, quienes articulan por ahí, tirando la piedra y escondiendo la mano, que hubo casos de corrupción, sin decir cuáles fueron ni probar que los hubo. Ya se sabe que para la oligarquía es artículo de fe atacar a Velasco y sus realizaciones y acoger en las páginas de sus medios a cuantos quieran hacerlo, de la derecha, el centro y la pretendida izquierda.
Hace algunos meses, recibí una llamada telefónica de alguien que deseaba adquirir mi reciente libro El capitalismo, una historia en marcha … hacia otra etapa. Le señalé una fecha y vino a verme con un amigo: eran dos sociólogos de la PUCP que, calculo, estaban sobre los treinta años. Todo anduvo bien en la conversación hasta que llegué al tema de Velasco. Los vi palidecer, se levantaron de las sillas sin despedirse y salieron despavoridos. Los libros se quedaron sobre el escritorio.
Martín Vizcarra Cornejo, un ingeniero de Moquegua, burgués de provincia, ha de haberse sentido en la gloria cuando Pedro Pablo Kuczynski le propuso acompañarlo como candidato a la primera vicepresidencia en las elecciones de 2016, y su júbilo ha debido llegar más arriba cuando esta fórmula se impuso a la favorita, Keiko Fujimori, por 0.24%, casi nada en porcentaje, pero mucho como indicación de que el Perú real y digno repudiaba a una dinastía peligrosa. Es ya historia pasada que el gobierno de esa mujer desde la sombra y su mayoría legislativa, reforzada por los cinco representantes del Apra y otros, decidió expulsar a Kuczynski sin éxito. Y cuando este tuvo que irse de todos modos y fue reemplazado en la presidencia por Vizcarra continuó su campaña contra este para destituirlo.
El inesperado y demoledor contrataque de Vizcarra fue justificado como el repudio a la corrupción y alcanzó largamente la aprobación del Perú real en el referéndum de diciembre de 2018. Vizcarra se mantuvo con la guardia en alto, y a fines de setiembre de 2019 disolvió el Congreso de la República, que se había convertido en un antro de inutilidad. El Perú real continuó aprobándolo.
Es evidente que la corrupción no ha sido eliminada con esas medidas.
El poder empresarial que la ha promovido no se corregirá de la noche a la mañana y, tal vez, nunca.
¿Están las mayorías del Perú real motivadas para cambiar tal estado de cosas?
Al parecer, no todavía.
En las próximas elecciones habrá ciudadanos que voten por los partidos tradicionales, por los conglomerados de aventureros e, incluso, por aquellos protagonistas de la corrupción, por sumisión partidaria, complicidad, ignorancia o alienación. ¿Cuántos votarán por los grupos de la llamada izquierda inscrita?
Es esta la otra faz del Perú real.
Erradicar la túnica que disfraza al Perú legal para alcanzar la compatibilidad del Perú real con una nueva expresión legal tendrá que ser la tarea principal de la ideología. No hay otro camino.