Fuente: Chungo y Batán
Por Ernesto More
(Conferencia pronunciada en las Universidades del Cuzco y Arequipa, el 15 y 29 de octubre de 1954, respectivamente).
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Es una poesía en piedra viva. ¡Quién sabe si este poeta peruano ha encontrado en su poesía la cabal expresión de los mensajes que viven en su piedra en nuestros colosales muros prehistóricos!... Hay en ella algo más que acento español, un recóndito, estrujado sufrimiento, un resorte largamente presionado, algo que desborda la experiencia de un solo individuo, y que parece reflejo de un pueblo, en varios siglos de existencia. Tal es, señores, el poder mágico de la poesía: resumir hombres, sociedades y tiempos en un solo cristal. Y yo volvería a agregar, el poder de la humildad. Conviene señalar atentamente esta virtud tan profundamente arraigada en Vallejo, porque en nuestro país se la conoce muy poco y se la confunde generalmente con la resignación y el servilismo. La llave del encanto y de la fuerza de la poesía vallejiana, reside en la humildad del hombre que la creó. Juan Larrea, al recordar su primer encuentro con Vallejo decir: “Aquella gustosa efusión de inocencia que irradiaba su persona, aquél no se qué, tan eternamente indefenso que de él se desprendía en cuanto le agitaba la emoción, me inclinaron al afecto”. ¿Y qué dice de él el escritor ecuatoriano Raúl Andrade?: “Este triste Vallejo de huesos rotos y corazón pulverizado… Molido por los estacazos de las desdichas, vino a París para esperar a “su muerte”. No ambicionaba gloria, honores, ni bienestar. Su poesía, desaliñada, remendada de palabras de otros colores, como un traje de vagabundo, no era otra cosa que un nocturno diálogo con la miseria y las amargas comprobaciones”. Y más allá, este mismo escritor dice: “Su queja es ronca y desarticulada, verdadero gruñido de sufrimiento… una tartamudez de la poesía”… Lo extraño, lo sensacional y lo inexplicable, es que Vallejo no era triste, ni melancólico, ni introvertido, como suelen serlos los hombres del Ande. Era un hombre alegre, directamente expansivo, personalmente aliñado, sumamente vigilante de su parca indumentaria, aseado, casi podría decir elegante. Jamás salia sin asegurarse el brillo de sus zapatos, y siempre ostentaba el cuello impecablemente blanco. Cuidaba a su ropa más que a su cuerpo. Es cierto que su traje tenia que trabajar poco con ese cuerpo descarnado, huesudo, airoso, ingrávido. Sus “momentáneos pantalones” estaban invariablemente bien planchados. No se advertía tampoco en los tacones de sus zapatos ese desgaste al sesgo tan característicamente de todos los zapatos de los vagabundos. ¡Vallejo no gastaba sus zapatos!... Tenia por sus prendas de uso ese cariño que se reserva al único bien que tenemos en este mundo. Decimos que Vallejo era alegre, pero bien se advertía, a través de su fiesta de serrano que él estaba en lo cierto cuando cantaba: “Todo está alegre, menos mi alegría”…
De su aliñada persona se desprendía, aún en los momentos en que parecía estar ebrio de alegría, un no se qué perfume triste, quizás más triste mientras él se mostraba más alegre. Seguramente que había entre él y Chaplin un parentesco muy estrecho. Nunca el inglés se pone triste sino para hacer reír. Y el peruano nunca estaba tan alegre como cuando estaba ocultando su tristeza, que le salia, sublimada, por los ojales del chaleco. Más que en su rostro y en sus palabras, advertíamos su estado de ánimo en los toques de su bastón contra el suelo y en el ritmo de sus pasos, o en esa manera tan coqueta como gustaba estar haciendo contra alguna superficie plana, una misteriosa telegrafía mediante los golpes de un hermoso anillo con una piedra preciosamente engastada, que no se dónde lo consiguió.
Qué extraño parece que la humildad fuera la necesaria e irreemplazable base desde la cual parte todo impulso revolucionario. Qué diferente del orgullo, de la prepotencia, de la vanidad, sobre los que no es posible crear nada duradero ni penetrante. Vallejo era congènitamente humilde. Hasta su organismo enteco de penitente, parecía hecho para albergar esa suprema virtud de las almas fuertes y de los grandes revolucionario. Su humildad no significaba escasez de virilidad en él; por el contrario, Vallejo tenia a veces arrestos de impulsivo, sobre todo cuando sentía flotar ante sí la injusticia. Vallejo era todo un hombrecito –lo diré utilizando su propia palabra-. No sólo hombrecito en el más elevado sentido del vocablo, esto es para resistir sin doblegar su línea, los embates que apareja la existencia, sino hombrecito en la acepción criolla. Recuerdo haberlo visto una noche en el conocido café Can-Can de Lima, hacer frente, junto con varios amigos, a un grupo de gentes del pueblo que acometieron a los que lo acompañaban en una mesa. Vallejo cayó al suelo por efecto de un fuerte golpe, pero desde el suelo siguió profiriendo palabras iracundas, que aunque son sumamente graciosas en el recuerdo, no podría repetirlas ante este auditorio. Gracias a esa fuerza que para él emanaba de su humildad, Vallejo pudo resistir tantos años de miseria en Europa, sin empequeñecer, y sin pervertir su alma.
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