«Un momento de recuerdos para el amigo inolvidable, el compañero escritor Hugo Chacón Bichón, Ex Presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (SECH), Filial Región de Gabriela Mistral, Región de Coquimbo.
Al cumplirse diez y seis años (4 de julio 2000-4 de julio 2016), de su fallecimiento en la ciudad de La Serena.
mi cuerpo esté convertido en solo cenizas,
vendré a visitar a los que me querían
En boliches donde el único consumo
Es la soledad y el espectáculo ha sido cancelado
(“Prestidigitador de nada”)
Desde el segundo piso de mi oficina, se abre una gran ventana, como un gran útero en el que se cobija la orfandad.
Aquí nos reunimos incontables veces, en un lazo entrañable, fraterno, todos tus amigos aún. Quizás con la íntima ilusión, en cada uno de nosotros, de verte aparecer en el dintel de esta oficina. En la pared amarilla, un cuadro con vidrio antirreflectante todavía resguarda al viejo daguerrotipo que fija las imágenes estáticas de Francisco, Hugo y yo. Se puede deducir que con los años ha ido envejeciendo, perdiendo sus colores un poco más, derramándose indefiniblemente sobre el espacio vacío de la habitación.
Percibo a la distancia el “Cerro Grande”, formidable e irregular; con sus múltiples antenas que difunden mil colores de insólitas mutaciones en la oscuridad de la negra noche. Te imagino dilecto amigo Hugo Alfredo Chacón, compañero escritor, que me sonríes y observas desde la distancia.
Anunciaste en uno de los cafés que naciste en heredades sombrías y nebulosas, luego transfundido a tierras serenenses. ¿Es extraño?, me decías. Verse aquí, caminando por diferentes calles y laberintos de La serena -¡a pesar de que aquí no están mis raíces!-, pero sí, toda mi poética inicial, bajo múltiples matices.
Me pregunto: “¿Retornarás algún día a estos lugares, caminando aristocráticamente por diferentes recovecos de esta añosa ciudad?” Trato de imaginarlo, y así intentar reiniciar un nuevo viaje, “Esperando el tren, en una conversación bajo las estrellas”.
Y trasladándome una vez más, por el enredo que se me presenta con artera apariencia, suficientes contingencias de escapes y me sumerjo en subterráneos océanos; navego sobre el cielo de La Habana, desde donde me llegan tus inconfundibles palabras, son voces que retumban en mis oídos, una y otra vez:
“Me sirvo una copa imaginaria/ De vino imaginario./ Me siento a la orilla de la cama/ Y comienzo a llorar de verdad.../ Lloro porque en la clínica siquiátrica/ Uno de los deportes favoritos es llorar.../ Ya a la altura de la botella entera servida./ Me tiro al suelo y siento lástima de mí./ Echo un par de garabatos./ Me voy imaginariamente a Cuba/ Y me quedo dormido.”
Como una exhalación azul me aprehenden los poemas de tu libro Ficha Clínica, que sigo leyendo esta mustia tarde, y me doy cuenta una vez más que es el canto grave, atrapado e incomunicado entre cuatro paredes blancas:
“Mi madre llegó nuevamente a la clínica / Con su aire cansado y su carita seductora. / Cuando la abrazo siento que debe estar sufriendo por mí, / que esto me deja totalmente desmoronado... / Trae su bolso con sorpresas de guindas / y panes de pascua... / Probablemente, pensé muchas veces, / Nosotros no somos de este mundo/ tan brusco y luchador. / Posiblemente, nos equivocamos de dimensión...”
Eres un poeta enclaustrado en la soledad más absoluta… y contra tu voluntad; te bifurcas en dos ríos dominantes: uno ardiente, bañado por las lluvias nostálgicas; el otro cegador, con aroma a aguas cristalinas. “Mi padre vino a verme / Y eso me ha hecho llorar de emoción / Como un niño, toda la noche...”
Una puerta se abre desde hace mucho tiempo en el edificio añoso del Terminal de trenes, es como un amplio y prolongado abrazo de bienvenida. Es allí donde nos reuníamos con los invitados; los que amamos la conversación y la literatura. Aquel miércoles nos quedamos haciendo antesala antes de la llegada del segundo conductor del tren, en la antigua estación de La Serena, frente al espejo de agua. Lo llamamos reiteradas veces por los altavoces de la vida: Claudio, Carlos, Juan, Ricardo, Eric, Alberto; pero Hugo Chacón no respondió, quizás lo único que conseguimos fue presentir a la distancia…
“Estoy encontrando tan aburrida la vida / Que un día de éstos, sin avisarle a nadie, / Voy a tomar mis maletas y me voy a largar. / Una de las cosas que no haré previamente / será analizar las circunstancias. / Tampoco mirar hacia atrás. / Simplemente me iré... / Eso sí, / Cuando me vaya, / me iré con los estupores / y las incertidumbres. / Con las preguntas y las dudas / De los que me rodean...”
Esa tarde no llegaste para situarte en la mesa de conducción, o para ser más explícito, tendríamos que agregar que Hugo Chacón, caprichosamente, no quiso venir: “Hoy, a eso de las cinco de la tarde/ noté que se me acabaron las lágrimas...” Sin embargo, eras excesivamente necesario para intentar reiniciar un nuevo viaje por los diferentes andenes de la existencia, con nuevos camaradas. ¡No lo conseguimos o tú, antojadizamente, no lo consentiste!:
“Mi vida la he convertido / en una ruleta rusa. / Y en este juego, cualquiera puede morir”. Es cierto, habías decidido anticipadamente tomar otros ramales de la inexistencia, en una nueva estación denominada “La Casa de las Gaviotas”, ese domingo neblinoso, 2 de julio del año 2000.
Sólo cuatros viajes quedaron grabados en el celuloide, junto a cada uno de nuestros concurrentes: Francisco, Sergio, Tristán y Arturo. Desde ese día a la fecha, van dos mil trescientos cincuenta días de ausencias “Del Nunca Más”. ¡Cómo extraño aún tu apariencia, de un magnífico caballero inglés! ¡Cómo no recordar tus largas conversaciones que nos traían noticias frescas de otros mundos andados por ti!
La Fuente de Neptuno, el Museo del Louvre, Piazza della Signoria, Florencia (donde lanzaste la moneda y pediste tres deseos por mí), el Palacio de Versalles, el río Sena; recogiendo mini libros de Pablo Neruda, Vladimir Maiakovski, traducidos al sensual idioma Italiano; Antonio Machado, Federico García Lorca, Jorge Luis Borges, César Vallejo, en español, que aún los leo y releo.
La Torre Eiffel, el Teatro Colón de Buenos Aires, Río de Janeiro, que se llenó de color, música, baile para experimentar la euforia y la atmósfera desinhibida que se apodera de toda esa ciudad gozosa, mientras tú caminabas por la arteria libre de todo prejuicio, entremedio de las bandas de músicos, los alegres carruajes y las bailarinas que desfilaban por sus travesías. El Cristo Redentor del Corcovado, de Río de Janeiro, con sus extraordinarias playas. Todas, todas las palabras y ademanes -como vuelos de golondrinas- juntos para transmutarnos a aquellos lugares visitados por ti.
En el café “Copa Cabana” de la calle Prat los recuerdos llenaban la mesa, donde las muchachas juveniles de ojos alegres y adormilados nos congratulaban al llegar con sus amplias sonrisas, guiños insinuantes y palabritas mansas: “Pasaré a eso de la una al Café / a saborear el famoso goteado / que me sirve la Negra con tanta coquetería. / Pondré la silla que siempre me ha correspondido. / Y me reiré con las mentiras de los Poetas...”
De todo ello eras parte; de la inventiva permanente, la recreación constante de la vida. ¡Coexistes de verdad entre nosotros, inolvidable amigo! Por ello, cada noche de encuentros y desencuentros, el primer ¡Brindis!, lo hago por ti.
“Después de muerto podré recorrer / Todas las botillerías del mundo y / elegir el mejor vino / Para brindar en las mil ocasiones / que se me venga en ganas. / En fin, después de muerto / Voy a tener mucho trabajo por hacer, / Pero como los muertos no se cansan, / Hago un brindis por la eternidad / Y el placer...” Como tú lo pediste en tus viejas cartas de esquelas verdes y sobres amarillos que aún conservo.
“En esta noche, me encuentro abandonado, solitario y triste; pretendo invitarte a un viaje de recuerdos.” Te digo, cordial amigo: “¡Encaramémonos a ese punto del cosmos donde la locura y el letargo total se tientan las manos...!” (Creo que Hugo me mira atónito, sorprendido por lo que le digo -me observa desde ese cuadro en la pared-; pienso que eres él más desarraigado de todos los escritores, el que traspasó los límites aparentemente y determinados, encauzándose confusamente a la sublimación de su alma inmortal de la trascendencia; porque aún te recordamos y no te podemos olvidar...)
Esta invitación a la embriaguez, me hace comprender: ¿Qué fuimos?, ¿qué somos? y ¿hacia dónde vamos?; como lo comentaran certeramente nuestros comunes amigos: Jaime Alaniz y Salvattori Coppola en varias conversaciones, que hoy tampoco están con nosotros, pero que deben encontrarse contigo en prolongadas y amenas charlas, acerca de la cosmogonía o la cosmovisión..
A veces pongo en mi radio grabador, aquel cassette que aprisionó nuestras voces; se escuchan íntegras, yuxtapuestas, al sonido material, girando, girando, metálicamente. Se distinguen las primeras palabras de Hugo. Lo recuerdo con sus manos juntas, quietas. Estamos, él y yo, solos en el gran salón de conferencias, bullendo a esa hora. Nos invaden las sombras, el silencio de las cosas apacibles, serenas. Hugo me mira desde su silla. Los reclinatorios nos observan desnudos, solemnes e interrogantes.
Una tormenta lejana subraya un pedazo de cielo sobre el edificio de la “Casa de las Américas”. Escucho estos retazos de vida en sonidos inquebrantables e indefinidos, como parte de nuestra existencia. Sé, querido amigo, que una invitación a la enajenación es un acto arriesgado, pero invariablemente transportador al estado de gracia que nos ofrece el sortilegio y los cerezos en flor, es caminar por un hilo suspendido en la cornisa de la casa de Sandra, sobre la cordura y no caer.
Una noche de invierno, en el subterráneo de “La Casa de Las Gaviotas”, te pregunté: “¿Cómo convives con tus temores, odios, complejos, tristezas, alegrías y la poesía?” “¡Tenemos que colegir, mi dilecto amigo!, me dijiste, ceremoniosamente. Del supuesto que me das, debo sostener, que todo eso lo llevo conmigo y creo que muy bien. La sociedad posee todas esas imperfecciones, salvo la honestidad de la poesía; y yo, perteneciendo a la humanidad adjudicada por ella misma (por el hombre que la forma), no veo modo de salvarme: estoy en medio de la propia mierda… Trato de llegar a la otra orilla, con denodados esfuerzos, donde están desde hace tiempo esperándome mis delirios, mis afectos, la musa desnuda, reluciente, transparente, para limpiarme los males mundanos y así la muy hija de la inocencia, devorarme posteriormente muy lentamente.”
La noche se traslada perezosamente a su fin. “La Casa de Las Gaviotas” se inunda de matices cobrizos transmitidos desde los faroles de la avenida y los autos que pasan veloces frente a una ventana por entremedio de las fumarolas expelidas por ti.
“¿Qué es para ti la muerte? –te pregunto–. ¿Crees en una muerte transitoria, o en el más allá? ¿Qué es para mí la muerte?”. Exclamas, repitiendo muy lánguidamente mi interrogatorio, y caminas de un lado para otro por la estrecha habitación, hasta que por fin me respondes atolondradamente: “La muerte, es un torbellino asolapado que te abofetea el semblante..., eso es, nada más”.
Sus manos antes tranquilas y serenas, tiemblan y evidencio que sus uñas están fragmentadas. Seguramente, pienso, debe ser por su dilatado aislamiento imperioso a través del tiempo. Antes del fin…
“¡Un absurdo! ¡Por qué, para qué nacemos, si no es para vivir, para lanzarnos a la inmortalidad! ¿Me consultas sí creo en una expiración transitoria? ¡No! ¡No creo y me asusta morir, porque amo la vida! ¡No! ¡No creo en el más allá!... Inconveniente, o posiblemente, ¡uno sí elige el cuándo y el cómo!...”
(Hace frío a esta hora). Un viento glacial nos cala hasta lo infinito de los huesos. Nos encaminamos rápidamente por la Avenida del Mar en dirección a un café cercano, mientras hablamos de arte, de la vida, y nos reímos de nosotros mismos, rememorando pretéritas anécdotas vividas con tantos amigos: Dinko Pavlov, Hugito Chico, Javielillo, Leonel, El hijo de las Monjas, Monseñor Rivera, Jorge Osvaldo, Jaime Gustavo, Juvenal Ayala, Víctor Hugo, Pablo Maximiliano Mariachi, cantando, quebrando la noche, a altas horas de la madrugada, pateando las escarchas espejadas...
Nos asimos en un fraterno abrazo de amistad, limpio, honesto, y seguimos marchando un largo trecho abrazados, entumecidos, hambrientos, acosados por las tentaciones de la noche..., soñando la oscuridad, demorando el regreso a cada uno de nuestros originales hogares; hablando del hoy, del mañana, dejando que nuestros corazones llenasen el ayer, para seguir viviendo el mañana..., y prontamente derivar en la sombra pegajosa de mil noches de olvidos.
― ¿Te sientes un hombre único, impenetrable? ¿O crees que la vida te ha fragmentado?
―Desde el punto de vista filosófico, querido amigo, soy único.
Después de tanto transitar, nos detenemos. La voz de Hugo ha adquirido un compás conmovedor y me responde: “Me siento de aquí y de allá; me llaman voces indescifrables, deseo estar en muchas partes a la vez, pero compruebo que no es posible, esto atormenta y agudiza mis inquietudes existenciales. Me examino, una y otra vez: ‘¿En dónde dejé mi vida botada?/ No me dí cuenta cuando ya no la tenía/ conmigo...’”
“Las vivencias de mi infancia permanecen en mí e indiscutiblemente también los lugares mágicos: Las dudas me arrebatan, no me dejan un segundo de mi vida y no puedo distinguir/ Claramente el camino que siguió mi vida/ Al extraviarse...”
“El Barco Varado” altera mi comportamiento, porque me hace recordar: “¿Cuándo mi hermano Pato movía su mano derecha / desesperado en el río / pidiendo auxilio? / Pensando seriamente en este asunto. / Las posibilidades son miles, pues / por doquier que mire puede estar mí / perdida vida: / ¿La perdí cuando me fui del lado de mis padres? / O la perdí cuando empecé a pensar por mí mismo. / La perdí / Cuando se extinguieron las tardecitas de invierno... / O la perdí cuando yo mismo / me la quité...”
“¿Qué pesadillas y sueños persisten en ti?” “Las visiones se mantienen, aunque sean malas o me atormenten. Me agrada divagar, es como una ilusión que se hace realidad...”
¡Y nosotros, ilusos románticos, aún ignorábamos la siniestra tratada en la cual los duendes transparentes nos estaban enredando la vida!
―¿Has deseado averiguar alguna vez las incógnitas del destino?
―Siempre he deseado conocerlas, aunque eso sería absurdo; pero la curiosidad, la revelación de un misterio, eternamente me resulta atractivo y peligroso. Creo que nacemos determinados a morir, unos primeros, otros después, sin otra vida que nos espere más allá. En esto, concordamos los dos: ¡Quizás, sí, soy fatalista! ¿Qué tenemos, además de las alegrías y el sufrimiento? ¿Qué nos aguarda en ese recodo del camino? Nadie lo sabe, ni tú ni yo!
El recogimiento creativo en “La Casa de Las Gaviota”, no lo rompe ni la mágica proyección de otros mundos posibles, porque el hecho mismo de crear es siempre un acto solitario. El escritor no puede fundar sino en su propio retraimiento, aun cuando está en medio del bullicio de la Avenida del Mar, del entorno familiar, del trabajo. Establezco, que ese encierro no deterioró la comunicación con Hugo, pero que pudo dañarse desde el punto de vista de otros agentes que lo rodeaban y que hoy no es el caso vivificarlos.
Las arterias húmedas de La Serena, las luces multicolores mirándose en el suelo vidriado. Sigo conversando conmigo mismo de cosas pequeñas y gratas. Los trenes se entrecruzan en la estación llevando y trayendo seres parecidos a nosotros. Me pierdo entre ellos por túneles oscuros e indescifrables. Los duendes de Federico García Lorca, el Dante y su infierno, Mahfud Massis en la maldición bíblica, Nerval, Baudelaire, Teófilo Cid y Jorge Teiller. Borrachos y viciosos. Otros demonios, más astutos, se han involucrado en una nueva vida, otra posible salida de las marañas existenciales o nuestros quehaceres y han mandado al traste todos los empeños.
Y para tratar de comprender en parte, desde la distancia, estimado amigo: “¿En qué forma se te ha presentado la vida o la muerte en esas galaxias? ¿Cumples con lo prometido aquella noche?: ‘Asistiré a las reuniones del Partido/ Y llevaré nota y acta de cada uno/ De los acuerdos para, precisamente/ recordárselos cuando la sombra/ de la obstinación les tape los ojos...’”
Hoy me traslado solo por estas callejuelas. Cristales de llovizna humedecen la acera, las gaviotas me miran desde lejos, el rumor del mar calmo me acompaña. Aspiro el aire frío, y mi alma se inunda en un río de melancolías e invocaciones.
Me uno a mis fantasmas y a los tuyos, juntos caminamos este domingo, 2 de julio del 2006, por las arterias, cobijándonos del frío y la niebla de la noche. Las luces de los faroles renovados de la plaza, que no alcanzaste a conocer, me llaman desde lejos y me guiñan un ojo. Me detengo en el viejo bar de Eduardo de La Barra a beber un vino caliente de aroma a frutas maduras, de color rojo rubí, con tonos violetas, fragante a naranjas, mientras la poesía titila como una estrella en el firmamento de La Serena; me subo sobre una mesa y hago en esta noche el primer ¡Brindis! por ti. ¡Salud!, por mi amigo muerto. Ante las miradas atónitas de todos los parroquianos que finalmente a coro responden: “¡Salud!... ¡Salud!”