Por Jorge Aliaga Cacho
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Jorge Aliaga Cacho Foto: Rodolfo Moreno. |
(A la memoria de Don Rogger Mercado Ulloa)
Llegó silencioso. Ya todos los alumnos estaban sentados. El profesor Ríos se alistaba a marcar la pizarra con la tiza. El silencio se hizo misterioso. Después el crujido de la pieza de cal sobre la superficie de la pizarra hizo destemplar los dientes del alumnado. En la puerta del salón apareció un cuerpo escuálido que saludo con la mirada. El profesor Ríos observó su reloj y lo mandó a sentarse a la última fila, junto al chino Tang que tembló de emoción.
-¿Y tú quién eres? –le preguntó el profesor al mismo tiempo que se sonaba los mocos.
-Dávila, Isidro Dávila, señor -le respondió.
-Bien Dávila –espero que no seas un águila replicó el profesor sonriente.
La clase rompió en carcajada.
Dávila había estado ausente en la formación del patio donde, hacía unos minutos, el director Alponte Rabanal había dado su perorata matinal. El tabladillo de madera, que sostenía al director, crujía con el peso de su gordura. Vestía terno, era de impecable azul marino, cuello de camisa almidonado y una corbata que parecía degollarlo. Todos sabían que el peso del director era mayor que el del tabladillo y que por alguna gracia divina, el gordo y el tabladillo no se venían abajo.
-‘Somos libres
Seámos, lo siempre, seámoslo siempre’ -cantaba el alumnado.
Las estrofas del himno eran cantadas pensando que, en cualquier momento el gordo director, se traería abajo el tablado y que su autoridad se vería humillada. Pediría ayuda para levantarse, magullado, de aquel piso de cemento sucio, con escupitajos, del patio de La Rectora.
Cada crujido de la madera hacía que el himno nacional sea entonando de manera más fervorosa y temeraria. Alponte Rabanal podría vencer la resistencia del madero, en cualquier momento, y podría caer de poto o de rodillas sobre el cemento sucio y empolvado, del patio del colegio.
-‘y antes niegue sus luces
sus luces , sus luces el Sol’
La Rectora, estaba situada a media cuadra de un mercado que, con el correr del tiempo, fue incendiado por uno de los modernistas alcaldes de Lima. El burgomaestre solía incendiar los lugares que se interponían en sus proyectos de modernidad. Varios lugares de Lima estaban llenos de vendedores ambulantes. Estos eran la causa de los desvelos del alcalde. Sus mercados callejeros eran roseados con kerosene, ron de quemar y gasolina, para que una inocente colilla de cigarrillo iniciara un fuego tal que achicharrará a vendedores, mercaderías y a toda construcción precaria que se encontraba aledaña.
Al día siguiente Dávila estaba en la formación del patio, temprano. Atrás, el último en la fila, parado, como un palo estaba. Sus patillas crecidas no coordinaban con el uniforme de color caqui, militar, que lucía gastado. Solo los galones del quinto año relucían nuevos. Eran cinco rayas azules que significaban cinco años de lo mismo en el colegio La Rectora. Un quinquenio consumado con la matinal esperanza de ver algún día caer al gordo Rabanal, puesto de rodillas, implorando perdón al Altísimo, por sus pecados que eran totalmente desconocidos, o imaginados, por el imberbe alumnado.
Cuando lo vio el Zamudio, pensó que Dávila podría ser el arquero del equipo. Al Zamudio siempre lo mandaban al arco, y no era por su habilidad como guardavalla sino por su lentitud y gordura. En el entendimiento de los demás un gordo no podría ser nunca un buen delantero. A veces lo ponían en la defensa pero esto sucedía solamente cuando los equipos se ponían de acuerdo para jugar sin arqueros.
Dávila era el único negro en el colegio. La mayoría de estudiantes eran de raza mestiza, una minoría blancos, chinos y japoneses. A pesar de que La Rectora estaba ubicada en un barrio popular no atraía al compuesto mulato. Estos preferían los colegios de La Victoria y hasta de Barranco.
Dávila era el más alto. Esto le valió el apodo de “Don Juan Alonso”, ‘cuando más grande más sonso’. Pero, debido a ese desarrollo corporal, hacía arriba, le valió también las bofetadas más feroces por parte del profesor Ríos, quien veía en sus cachetadas una fórmula eficaz para que el mulato cumpla las tareas escolares con esmero.
Una mañana Dávila llegó tarde a clase.
-¿Qué pasó? – le pregunto el profesor
-Se malogró el tranvía – contestó Dávila con algunas lágrimas en los ojos.
El profesor Ríos, tomó su tabla, y le propinó, a Dávila, para empezar, cinco varazos en la palma de la mano izquierda. La vara se rompió en pedazos en el tercer golpe propinado a su diestra. La clase entera vio volar en pedazos el madero al hacer impacto con la mano del escolar. Los alumnos empezaban a aterrorizarse cuando, en eso, se percataron que una cuña estaba por impactar en la cabeza del chino Tang. Esto hizo que lo que estaba por aterrorizarlos se convirtiera en un carnaval de júbilo donde el gordo profesor y hasta el mismo Dávila participaran con gran algarabía.
Pimbolo, sin embargo, reflexionó. Su padre había sufrido tortura de las manos de unos policías. Lo sacaron en pijamas. El vio a los uniformes verdes golpear a su padre, en la cabeza, con la culata de las pistolas brillosas. Lo jalonearon por las escaleras ante la súplica de la madre. '¡Piedad!', gritaba la señora quien, al no conseguir respuesta alguna, intentó, por lo menos, una pregunta: ¿Adónde lo llevan?
-Lo llevamos pa´ que cante, doña
Recordando esos sucesos Pimbolo se preguntó. '¿Será esto un circo romano?' Caviló, y muy triste, se contestó: '¡No! Esto solo es un día, un colegio, mi colegio, mi clase’. Se dijo pensando. La preparación que daba la escuela, lo entendió, para los golpes mayores que ya había encontrado en la lectura, de “Los Heraldos Negros”, que su padre le hacía recitar en casa.
Recordó las salpicaduras de la sangre paterna que habían quedado en las escaleras de su hogar, en Balconcillo, cuando su padre era masacrado por los uniformados.
-¡No, no estoy de acuerdo! – irrumpió la voz de Pimbolo en el aula.
-¿qué has dicho? – amenazó el profesor.
-Que no es justo -dijo-, y añadió; 'no debemos reír ni sonreír ante el abuso,
usted no tiene derecho, profesor, todos somos peruanos…..'
-¿Cómo, cómo? – con sus ojos amenazantes inquirió el profesor al tiempo
que Pimbolo, tomó un impulso y, abandonó la clase.
Como castigo a su insolencia fue suspendido del colegio por tres meses. Dora, su madre, fue llamada a la dirección. El gordo Alponte, la invitó a sentarse en una silla de tres patas y le manifestó que: 'Pimbolo, debido a su insubordinación y falta de respeto a la autoridad, se había constituido en mal ejemplo para los demás educandos. Alponte, masticaba su sándwich de jamón cuando se lo dijo. Sus lentes gruesos estaban empañados en vapor y en el ambiente aumentaba un olor a cebolla y vinagre. Se cayó un pedazo de jamón al suelo. La madre de Pimbolo hizo un esfuerzo para ponerse dignamente de pie y, sin decir una palabra, salió del despacho, cruzó el patio, y salió a la calle llena de vendedores ambulantes que ofrecían: pan con relleno, zanguito, camote frito, melcochas, manjar blanco, raspadilla, pan con tallarín, pan con huevo y otras delicias que comprarían los alumnos al termino de clases impartidas en La Rectora.
La madre de Pimbolo, apresuró su paso en medio del tumulto de vendedores, madres llevando sus bolsas de mercado, meretrices que laboraban en los hoteles de esa calle. Había decidido dirigirse al pabellón de presos políticos de la cárcel de Lima. Allí se encontraba Don Rogger, bajo sombra, por haber escrito un artículo denunciando a la corrupción del gobierno. “El Sexto” estaba abarrotado de presos políticos. Don Rogger la vio entrar apresurada, y apresurada, la señora se aprestó a contarle lo sucedido con Pimbolo. Acentuó su voz, en queja, al decirle que 'Pimbolo se había insubordinado a la autoridad del maestro, que Pimbolo había salido en defensa de un niño mulato'.
A Don Rogger le amaneció una sonrisa que se vio reflejada en sus ojos.
-Dora –estamos ganando, estamos ganando, Dora – repitió dos veces.