Sociólogo - Escritor

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"La Casa de la Magdalena" (1977), "Essays of Resistance" (1991), "El destino de Norte América", de José Carlos Mariátegui. En narrativa ha escrito la novela "Secreto de desamor", Rentería Editores, Lima 2007, "Mufida, La angolesa", Altazor Editores, Lima, 2011; "Mujeres malas Mujeres buenas", (2013) vicio perfecto vicio perpetuo, poesía. Algunos ensayos, notas periodísticas y cuentos del autor aparecen en diversos medios virtuales.
Jorge Aliaga es peruano-escocés y vive entre el Perú y Escocia.
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4 de febrero de 2023

Mademoiselle Fifí


Guy de Mauppasant
Por Guy de Mauppasant

El mayor, comandante prusiano, conde de Farlsberg, acababa de leer su correo. La espalda acomodada al fondo de un gran sillón de tapicería y las botas sobre el refinado mármol de la chimenea, donde las espuelas, tras tres meses invadiendo el castillo de Uville, habían trazado dos surcos profundos, un poco más cada día.

Una taza de café humeaba sobre una mesita de marquetería manchada por los licores, quemada por los cigarros, rayada por el cortaplumas del oficial conquistador que, algunas veces, después de afilar un lápiz, trazaba sobre el mueble delicado unos signos o unos dibujos, según la fantasía de sus sueños irreflexivos.

Cuando terminó sus cartas y revisó los periódicos alemanes que su cartero le había traído, se levantó, y, tras tirar al fuego tres o cuatro leños enormes y verdes, ya que estos señores arrasaban poco a poco el parque para calentarse, se acercó a la ventana.

La lluvia caía en oleadas, una lluvia normanda que se diría lanzada por una mano furiosa, una lluvia al sesgo, espesa como cortina, formando una especie de muro de rayas oblicuas, una lluvia punzante, mojadora, ahogándolo todo, una verdadera lluvia de los alrededores de Ruan, esa bacinica de Francia.

El oficial miró largo tiempo el pasto inundado, y al fondo el Andelle crecido que se desbordaba, y tamborileaba contra el vidrio un vals del Rhin, cuando un ruido le hizo volverse; era su segundo, el barón de Kelweingstein, que tenía el grado equivalente de capitán.

El comandante era un gigante de anchas espaldas, con una larga barba en abanico formando un mantel sobre su pecho. Todo su solemne continente evocaba la idea de un pavo militar, un pavo que tuviera la cola desplegada en su mentón. Tenía ojos azules, fríos y gentiles, una mejilla cortada por un golpe de sable en la guerra de Austria… se decía que era un buen hombre y un valiente oficial.

El capitán, un pequeño rojizo de vientre abultado fajado con fuerza, llevaba casi afeitada su barba ardiente, cuyos hilos de fuego harían creer, cuando se encontraba bajo ciertos reflejos, que su cara estaba frotada con fósforo. Dos dientes perdidos en una noche de farra, sin que se recordara cómo, hacían que escupiera unas palabras que no siempre se entendían; era calvo sólo en la coronilla del cráneo, tonsurado como un monje, con un vellón de pelitos, dorados y brillantes, alrededor de ese círculo de carne desnuda.

El comandante le dio la mano, tomó de un trago su taza de café (la sexta en la mañana), escuchando el informe de su subordinado sobre las novedades del servicio; luego ambos se acercaron a la ventana comentando que eso no era agradable. El comandante, un hombre tranquilo, casado en su tierra, se acomodaba a todo; pero el barón capitán, vividor tenaz, mujeriego, frenético perseguidor de mujeres, rabiaba de estar confinado tres meses en la castidad obligatoria de esa guarnición perdida.

Llamaron a la puerta. El comandante gritó que entraran. Era un hombre, uno de los soldados bajo su mando. Se asomó en el vano, anunciando con su sola presencia que el almuerzo estaba servido.

En la sala se encontraban tres oficiales de menor grado: el teniente Otto de Grossing y dos subtenientes, Fritz Scheunabourg y el marqués Wilhem d’Eyrik. Este último era un rubiecito fiero y brutal con los hombres, duro con los vencidos y violento como un arma de fuego.

Tras su entrada a Francia, sus camaradas le llamaban Mademoiselle Fifí. Este sobrenombre era por su coquetería, su talle delgado que se diría hecho por un corsé, su cara pálida donde el naciente bigote apenas aparecía y la costumbre adquirida de expresar su soberano desprecio por los seres y las cosas, de emplear siempre la expresión francesa “fi, fi donc”, que pronunciaba con un ligero silbido.

El comedor del castillo d’Uville era una estancia larga y regia cuyos espejos de cristal antiguo (acribillado de balas) y las grandes tapicerías de Flandes (cortadas por golpes de sables y colgando en tiras) hablaban de las ocupaciones de Mademoiselle Fifí durante sus horas de ocio.

En las paredes, tres retratos de familia, un militar en armadura, un cardenal y un presidente, fumando en largas pipas de porcelana, mientras que en su marco desdorado por el paso del tiempo, una noble dama de pechos ceñidos mostraba con aire arrogante un enorme par de bigotes dibujados al carbón.

El almuerzo de los oficiales se desarrolló casi en silencio en ese comedor mutilado, ensombrecido por el aguacero, triste por su aspecto derrotado y cuyo antiguo parqué de roble se volvió sólido como el piso de una taberna.

A la hora del tabaco, cuando empezaron a beber después de comer, se pusieron, igual que todos los días, a hablar de su aburrimiento. Las botellas de coñac y de licores pasaban de mano en mano; y todos, arrellanados en sus sillas, tomaban pequeños sorbos repetidos, manteniendo en la comisura de la boca la larga pipa curvada que terminaba en un huevo de fayenza, siempre pintarrajeado como para seducir Hotentotes.

Cuando sus vasos estaban vacíos, los reemplazaban con un gesto de cansancio resignado. Pero Mademoiselle Fifí siempre rompía el suyo y un soldado de inmediato le servía otro.

Una niebla de humo acre los ahogaba y parecían contagiados de una borrachera, soñolienta y triste, en esa lúgubre embriaguez de gente que no tiene nada que hacer.

De repente, el barón se enderezó. Una rebelión lo sacudía y blasfemó:

—¡Por Dios! Esto no puede continuar, debemos inventar algo para terminarlo.

Juntos, el teniente Otto y el subteniente Fritz, dos hombres dotados de fisonomías alemanas pesadas y graves, replicaron:

—¿Qué, mi capitán?

Reflexionó algunos segundos y respondió:

—¿Qué? Muy bien, organizaremos una fiesta si el comandante lo permite.

El comandante, sacándose la pipa:

—¿Cuál fiesta, capitán?

El barón se acercó:

—Yo me encargo de todo, mi comandante. Enviaré Le Devoir a Ruan para que nos traiga a las damas; sé dónde las puede encontrar. Prepararemos aquí una cena. Por lo demás, nada nos falta y pasaremos una buena velada.

El conde de Farlsberg alzó los párpados sonriendo:

—Está loco, mi amigo.

Pero todos los oficiales estaban de pie, rodeando al jefe, suplicándole:

—Deje que el capitán lo haga, comandante, todo esta muy triste aquí.

Al fin, el comandante cedió:

—Bueno —dijo, y de inmediato el barón fue a llamar a Le Devoir. Era un viejo suboficial que nunca se le veía sonreír, pero que cumplía todas las ordenes de sus jefes, las que fueran.

De pie, con su cara imperturbable, recibió las instrucciones del barón; luego salió. Cinco minutos más tarde, un gran vehículo de convoy militar, cubierto de un toldo de molino tendido como una cúpula, arrancó bajo la lluvia feroz, al galope de cuatro caballos.

De inmediato, un estremecimiento de renovación pareció correr por los espíritus: las actitudes lánguidas se enmendaron, los rostros se animaron y se pusieron a charlar.

Aunque el aguacero seguía con mucha furia, el mayor afirmó que estaba menos oscuro y el teniente Otto comentó con convicción que el cielo estaba aclarando. El mismo Mademoiselle Fifí no podía mantenerse en su lugar. Se levantaba, se volvía a sentar. Sus ojos claros y duros buscaban alguna cosa para romper. De repente, fijándose en la dama de los bigotes, el rubio jovencito sacó su revólver.

—Tú no lo verás —dijo y, sin moverse de su lugar, disparó. Dos balas perforaron los dos ojos del retrato. Luego gritó:

—¡Hagamos la mina! —y bruscamente la conversación se interrumpió, como si un interés irresistible y novedoso se apoderara de todos.

La mina era su invención, su manera de destruir, su entretenimiento favorito.

Cuando el conde Fernando d’Amoys d’Uville, el legítimo propietario, abandonó su castillo, no tuvo tiempo de llevarse ni esconder nada, salvo la platería en la cavidad de un muro. Ahora, como era muy rico y espléndido, su gran salón, cuya puerta abría hacia el comedor, presentaba el aspecto de una galería de museo.

De las murallas colgaban telas, dibujos y acuarelas de valor. En los muebles, libreros y en las finas vitrinas, miles de adornos, potiches, estatuillas, figuras de Sajonia, figuritas chinas, marfiles antiguos cristales de Venecia, poblaban el vasto departamento de su colección valiosa y peculiar.

Pero no quedaba casi nada. No era que lo hubieran saqueado; el Comandante Conde de Farlsberg no lo habría permitido. Más bien, de vez en cuando, Mademoiselle Fifí hacía la mina y todos los oficiales se divertían mucho durante cinco minutos ese día.

El marquesito fue a buscar lo que necesitaba al salón. Trajo una linda tetera rosada china, de la familia. La llenó de pólvora de cañón, por el pitorro introdujo con cuidado un largo pedazo de mecha, la encendió y corrió a dejar esta máquina infernal en el apartamento vecino.

Luego volvió muy rápido y cerró la puerta. Todos los alemanes esperaban, de pie, con el rostro sonriente de una curiosidad infantil. Y cuando la explosión sacudió el castillo, se precipitaron todos al mismo tiempo.

Mademoiselle fue el primero, aplaudiendo con delirio delante de una venus de terracota cuya cabeza había saltado por fin. Cada uno recogió pedazos de porcelana, impresionados por los bordes extraños de los escombros, examinando los nuevos destrozos, comentando los daños como producto de la reciente explosión. El comandante contemplaba con aire paternal el vasto salón arruinado por esta metralla a lo Nerón y sembrado de cascotes de obras de arte. El primero en salir, declaró cándidamente:

—Fue muy exitoso esta vez.

Pero entró tanto humo al comedor que, mezclado con el del tabaco, no se podía respirar. El comandante abrió la ventana y todos los oficiales, volviendo para beber otra copa de coñac, se acercaron.

El aire húmedo saturaba la habitación, dando una suerte de polvo de agua que empolvaba las barbas y un olor de inundación. Miraron los grandes árboles abatidos por el chubasco, el gran valle oscurecido por esta capa de nubes sombrías y bajas, y muy a lo lejos, el campanario de la iglesia erecto como una punta gris en la lluvia golpeadora.

Después de su llegada no volvió a sonar. El campanario fue la única resistencia que los invasores encontraron en los alrededores. De ninguna manera el cura se negó a recibir y alimentar a los soldados prusianos; incluso muchas veces él mismo aceptó beber una botella de cerveza o de burdeos con el comandante enemigo (que le utilizaba como intermediario benévolo), pero no debía pedirle ni un solo tañido de su campana; antes se habría dejado fusilar. Era su manera de protestar contra la invasión, protesta pacífica, protesta de silencio, la única, decía, adecuada al sacerdote, hombre de dulzura y no de sangre. Todo el mundo, a diez leguas a la redonda, alababa la firmeza y el heroísmo del abad Chantavoine, que osaba manifestar el duelo público, proclamarlo, por el mutismo obstinado de su iglesia.

El pueblo entero, entusiasmado por esta resistencia, estaba presto a apoyar hasta el fin a su pastor con toda valentía, considerando esta protesta tácita como la salvaguardia del honor nacional. A los campesinos les parecía que así hacían mejor mérito por la patria que Belfort y que Estrasburgo, que habían dado un ejemplo equivalente; que el nombre de la aldea se inmortalizaría; y, fuera de eso, no negaban nada a los prusianos vencedores.

El comandante y sus oficiales se reían juntos de este coraje inofensivo y, como en toda la región se mostraban complacientes y flexibles a su autoridad, toleraban gustosos su mudo patriotismo.

Solo el marquesito Wilhem quería que la campana sonara. Se enojaba por la condescendencia política de su superior con el sacerdote. Todos los días le suplicaba al comandante que lo dejara hacer “din don dan” una vez, una pequeñísima vez, solo para reírse un poco. Lo pedía con zalamerías de gata, engatusamientos de mujer, suaves voces de matrona enloquecida por un antojo, pero el comandante no cedía, y Mademoiselle Fifí, para consolarse, hacía la mina en el castillo d’Uville.

Los cinco hombres permanecieron allí, amontonados, inhalando la humedad. De pronto, el teniente Fritz en medio de una risa pastosa, dijo:

—Las señoritas no tendrán buen tiempo para su paseo.

Luego se separaron cada uno a su trabajo. El capitán tenía mucho que hacer para los preparativos de la cena.

Cuando se reunieron de nuevo a la caída de la noche, se miraban sonriendo por su apariencia acicalada y reluciente como en los días de revista general, peinados, perfumados y lozanos. El cabello del comandante parecía menos gris que en la mañana y el capitán se había afeitado, manteniendo solo el bigote, que parecía una llama bajo la nariz.

A pesar de la lluvia dejaron la ventana abierta; uno de ellos a veces iba a escuchar. A las seis y diez el barón señaló un ruido lejano. Todos se precipitaron. Pronto, el gran vehículo apareció, con sus cuatro caballos al galope, embarrados hasta las ancas, humeando y resoplando.

Cinco mujeres bajaron por la escalinata, cinco bellas jóvenes escogidas con cuidado por un compañero del capitán, a quien Le Devoir le había dado una carta de su jefe.

No se hicieron del rogar, seguras de ser bien pagadas, conociendo a los prusianos, después de tratarlos por tres meses, resignadas a los hombres como a la situación.

—El oficio lo requiere —decían en el viaje para responderse, sin duda, a algún escozor secreto de un resto de conciencia.

Enseguida entraron al comedor. Iluminado, parecía más lúgubre ahora en su deterioro lastimoso. La mesa cubierta de comida, de rica vajilla y platería encontrada en el muro donde la había escondido su dueño, daba al lugar el aspecto de una taberna de bandidos que cenan después de un pillaje. El capitán, radiante, se apoderó de las mujeres como de algo propio, las justipreciaba, las olía, las evaluaba en su valor como mujeres para el placer. Como los tres jóvenes quisieron elegir cada uno, se opuso con autoridad, reservándose el derecho de hacer la repartición, con toda justicia, de acuerdo a los grados, para no herir en nada la jerarquía.

Entonces, con el fin de evitar toda discusión, toda disputa y toda sospecha de parcialidad, las alineó en línea por altura y, dirigiéndose a la más alta, con el tono de comandante, preguntó:

—¿Tu nombre?

—Pamela —respondió alzando la voz.

—Número uno, Pamela, adjudicada al comandante —proclamó.

Después abrazó a Blondine, la segunda, en signo de propiedad. Ofreció al teniente Otto la gorda Amanda y Eva la Tomate al subteniente Fritz. Al final, la más pequeña de todas, Rachel, una morena jovencita, de ojos negros como una mancha de tinta, una judía cuya nariz respingada confirmaba la regla que da picos curvados a toda su raza, fue otorgada al más joven de los oficiales, al frágil marqués Wilhem d’Eyrik

Todas eran bonitas y entradas en carne, con fisonomías parecidas, hechas muy similares de aspecto y piel por las prácticas de amor cotidianas y la vida en común de las casas públicas.

Los tres jóvenes caballeros quisieron llevarse sus mujeres de inmediato, bajo el pretexto de ofrecerles cepillos y jabón para su aseo, pero el capitán se opuso de forma astuta, afirmando que estaban bien para sentarse a la mesa y que los que subieran desearían cambiar al bajar y molestarían a las otras parejas. Su experiencia triunfó. Solo hubo muchos besos de expectación.

De repente, Rachel se ahogó, tosía hasta las lágrimas y expulsaba humo por las fosas nasales. El marqués, bajo pretexto de besarla, le insufló un chorro de humo de cigarro por la boca. No se enojó, no dijo una sola palabra, pero miró fijamente a su poseedor con una cólera nacida en el fondo de sus ojos negros.

Se sentaron. El comandante mismo parecía encantado; puso a la derecha a Pamela, Blondine a su izquierda y dijo, desplegando su servilleta:

—Usted ha tenido una brillante idea, capitán.

Los tenientes Otto y Fritz, educados como delante de mujeres de sociedad, intimidaban un poco a sus vecinas; pero el barón de Kelweingstein, relajado en su vicio, radiante, lanzaba palabras obscenas, parecía encendido con su corona de cabellos rojos. Galanteaba en francés del Rhin y sus cumplidos de taberna, expectoradas por el hoyo de sus dos dientes quebrados, llegaban a las muchachas en medio de una metralla de saliva.

Ellas no entendían nada y su comprensión no pareció despertar hasta que escupió unas palabras obscenas, unas expresiones crudas, estropeadas por su acento. Entonces todas al mismo tiempo comenzaron a reír como locas, cayéndose sobre los vientres de sus vecinos, repitiendo los dichos que el barón se puso a desfigurar con placer para hacerlas decir palabrotas. Las vomitaban en cantidades, borrachas a las primeras botellas de vino; y volvieron, abierta la puerta, a sus costumbres; besaban los bigotes de la derecha y de la izquierda, pellizcando los brazos, lanzando gritos violentos, bebiéndose todos los vasos, cantando coplas francesas y unos fragmentos de canciones alemanas aprendidas en sus relaciones cotidianas con el enemigo.

Pronto los propios hombres, embriagados por esta carne de mujer a disposición de sus narices y bajo sus manos, se enloquecieron, aullaban, quebraban la vajilla, mientras que detrás de ellos los soldados imperturbables les servían.

Sólo el comandante guardaba la compostura.

Mademoiselle Fifí había sentado a Rachel sobre sus rodillas y se animaba fríamente. A veces besaba con locura los rizos de ébano de su cuello, oliendo, por la estrecha holgura entre el vestido y la piel, el dulce calor de su cuerpo y todo el aroma de su persona. Otras veces, la pellizcaba con furor a través de la ropa, la hacía gritar, poseído de una ferocidad apasionada, dominado por su necesidad de destrucción. La abrazaba tan fuerte como si quisiera fundirla con él; apoyaba sus labios sobre la boca fresca de la judía, la besaba hasta perder el aliento; pero de repente la mordió con tanta fuerza que un reguero de sangre descendió sobre el mentón de la joven mujer y goteó en su corpiño.

Una vez más, ella lo miró fijamente a la cara, y, limpiando la herida, murmuró:

—Lo pagarás.

Él se puso a reír, con una risa dura.

—Lo pagaré —dijo.

Llegaron a los postres, sirvieron el champaña. El comandante se levantó, y con el mismo tono que habría usado para brindar por la salud de la emperatriz Augusta, exclamó:

—¡Por nuestras damas! —Y comenzó una serie de brindis; unos brindis de una galantería de soldadotes y borrachos, entremezclados de chistes obscenos, transformados, más brutales aún por la ignorancia del idioma.

Se levantaban uno después del otro, buscando en su mente, esforzándose para ser ingeniosos. Las mujeres, ebrias hasta caerse, con los ojos vagos y los labios pastosos, aplaudían desaforadamente.

El capitán, deseando sin duda darle a la orgía un aire galante, levantó otra vez su copa y dijo:

— ¡Por nuestra victoria sobre los corazones!

Entonces el teniente Otto, especie de oso de la selva negra, se levantó, inflamado, saturado de tragos. Invadido de patriotismo alcohólico, gritó:

— ¡Por nuestra victoria sobre Francia!

Aún borrachas como estaban, las mujeres se quedaron en silencio. Rachel, temblando, contestó:

—Sabes, conozco franceses delante de los cuales no dirías eso.

Pero el pequeño marqués, manteniéndola en sus rodillas, se puso a reír muy alegre por el vino:

—¡Ja, ja, ja! ¡Jamás los he visto! ¡En cuanto aparecimos, ellos huyeron!

La muchacha, agraviada, le gritó en la cara:

—¡Mientes, bastardo!

Durante un segundo, fijó sobre ella sus ojos claros, como los fijaba en los cuadros que agujereaba a tiros de revólver, luego volvió a reír:

—¡Ah, sí, hablemos de eso, buena moza! ¿Estaríamos aquí, si fueran valientes? —y, animándose, gritó—: ¡Nosotros somos los amos! ¡Francia es nuestra!

Se bajó de sus rodillas y volvió a su silla. Él se levantó, alzó la copa en medio de la mesa y repitió:

—¡Nuestra es Francia y los franceses, los bosques, los campos y las casas francesas!

Los otros, todos borrachos, sacudidos de pronto por un entusiasmo militar, entusiasmo animal, alzaron sus copas vociferando:

—¡Viva Prusia! —Y las vaciaron de un solo trago.

Las muchachas no protestaron nada, reducidas al silencio y paralizadas de miedo. Rachel misma callaba, sin poder responder.

Entonces, el marquesito puso sobre la cabeza de la judía su copa de champaña y, llenándola de nuevo, gritó:

—¡También son nuestras todas las mujeres de Francia!

Ella se levantó tan bruscamente, que el cristal se volcó, se vació el vino sobre el cabello negro como en un bautizo y, cayendo al suelo, se quebró. Con los labios temblando, miraba desafiante al oficial que continuaba riendo, y balbució con una voz estrangulada de cólera:

—Eso… eso… eso no es cierto… por ejemplo, ustedes no poseerán a las mujeres francesas.

Se sentó para reír a sus anchas e imitando el acento parisino:

—Ella está desquiciada, desquiciada, ¿qué haces entonces aquí, pequeña?

Cortada, primero se quedó callada, sin entender su problema. Después de comprender bien lo que decía, le lanzó indignada y vehemente:

—¡Yo! ¡Yo! Yo no soy una mujer, soy una puta: es todo lo que se merecen los prusianos…

No había terminado de decir esto cuando la abofeteó al vuelo, pero al levantar la mano de nuevo, tomó loca de rabia un pequeño cuchillo de postre con hoja de plata y, tan bruscamente que nadie se dio cuenta, se lo enterró derecho en el cuello, justo en el hueco donde comienza el pecho.

La palabra que pronunciaba se cortó en su garganta; permaneció boqueando, con una mirada espantosa.

Todos lanzaron un rugido y se levantaron en tumulto; pero Rachel aventó la silla a las piernas del teniente Otto (que cayó a todo lo largo), corrió a la ventana, la abrió antes que pudieran alcanzarla y saltó en la noche, bajo la lluvia que seguía cayendo.

En dos minutos, Mademoiselle Fifí estaba muerto. Entonces Fritz y Otto desenvainaron y querían masacrar a las mujeres, que se arrastraban en sus rodillas. El comandante, con esfuerzo, impidió esta carnicería y las encerró en un dormitorio bajo la guardia de dos hombres. Luego, como si desplegara sus soldados para un combate, organizó la persecución de la fugitiva, seguro de atraparla.

Cincuenta hombres, fustigados de amenazas, fueron lanzados al parque. Otros doscientos rastrearon los bosques y todas las casas del valle.

La mesa, desmantelada en un instante, servía mientras tanto de cama mortuoria y los cuatro oficiales, rígidos, sobrios, con la cara endurecida de hombres de guerra en funciones, permanecían de pie ante la ventana, escudriñando la noche.

La lluvia torrencial continuaba. Un chapoteo llenaba la oscuridad, un flotante murmullo de agua que cae y de agua que corre, de agua que gotea y de agua que salpica.

De repente un tiro resonó, luego otro más lejos. Durante cuatro horas, se escucharon así, de vez en cuando, unas detonaciones cercanas y lejanas, y unos gritos de ánimo, unas palabras extrañas lanzadas como llamados de voces guturales.

En la mañana regresaron todos. Dos soldados habían sido muertos y otros tres heridos por sus compañeros en el fragor de la caza y la alarma de esta persecución nocturna.

No habían encontrado a Rachel.

Entonces los habitantes fueron aterrorizados, las moradas revueltas, toda la región explorada. La judía no había dejado ni una huella de su paso.

El general, prevenido, ordenó echar tierra al incidente para no dar malos ejemplos en el ejército y ordenó un castigo disciplinario al comandante, quien castigó a sus subordinados. El general dijo: “No se hace la guerra para divertirse y acariciar mujeres públicas.” Y el conde de Farlsberg, exasperado, resolvió vengarse del pueblo.

Como necesitaba un pretexto a fin de actuar con rigor, mandó traer al cura y le ordenó tañer la campana en los funerales del marqués d’Eyrik.

Contra todo lo esperado, el sacerdote se mostró dócil, humilde, lleno de consideración. Y cuando el cuerpo de Mademoiselle Fifí, llevado, precedido, rodeado y seguido de soldados que marchaban con el fusil cargado, salió del castillo d’Uville, dirigiéndose al cementerio, por primera vez la campana tocó su tañido fúnebre con un ritmo alegre, como si una mano amiga la hubiese acariciado.

También tocó en la tarde y a la mañana siguiente y todos los días; repicó tanto como querían. A veces, incluso en la noche, se ponía sola en movimiento y lanzaba dos o tres tañidos dulces en la oscuridad, impregnada de una alegría singular, despierta no se sabía por qué. Todos los campesinos del lugar la creyeron embrujada y nadie, salvo el cura y el sacristán, se acercaban al campanario.

Y es que una pobre muchacha vivía en lo alto, en la angustia y la soledad, alimentada en secreto por esos dos hombres.

Permaneció allí hasta la partida de las tropas alemanas. Luego, una tarde, el cura pidió prestada la carreta al panadero y condujo a su prisionera hasta la puerta de Ruan. Al llegar, el sacerdote la besó; ella bajó y caminó con prisa hasta los pies del prostíbulo, cuya madame la creía muerta.

Tiempo después, un patriota sin prejuicios que la amaba por su bella acción la sacó de ahí. Se casó con ella y la convirtió en una dama que valía tanto como muchas otras.

Geografía del beso

Angela Penagos Londoño

Por Angela Penagos Londoño
Poeta colombiana presidente de la Red de mujeres artistas de Medellín

Besar es

sentir la sangre renovarse en las venas

como la flor al abrirse

siempre en su olor.

Cuando tus labios se posan lentos en los míos

y comienza la dicha a florecer

mientras el día se alarga

en su otro abril.

El decálogo del perfecto cuentista

Horacio Quiroga

 
Por Horacio Quiroga


I
Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.
II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: «Desde el río soplaba el viento frío», no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

NUESTRA VIDA ES UN CONSTANTE APRENDIZAJE

Maria Norma Bischoff

Por Maria Norma Bischoff

Nunca es tarde para resignificar nuestra vida, porque todo lo vivido ha sido nuestro aprendizaje que nos llevó a sentirnos integros, a crecer, a valorarnos, a saber que merecemos lo mejor. Es logico que unos aprendemos antes, otros màs tarde, pero es una gracia descubrirnos. Hay personas que nunca se dan cuenta y no tienen esta dicha. Por lo tanto, nuestra vida es una escuela y nuestra meta es un aprendizaje constante, que por ende, nos lleva a evolucionar.

El servilismo

Por José Ingenieros
(Extracto del libro ''El hombre mediocre''

El buen lenguaje clásico llamaba doméstico a todo hombre que servía. Y era justo. El hábito de la servidumbre trae consigo sentimientos de domesticidad, en los cortesanos lo mismo que en los pueblos. H abría que copiar por entero el elocuente Discurso sobre la servidumbre voluntaria, escrito por La Beotie mirativo elogio de Montaigne. Desde él, miles de páginas fustigan la subordinación a los dogmatismos sociales, el acatamiento incondicional de los prejuicios admitidos, el respeto de las jerarquías adventicias, la diciplina ciega a la imposición colectiva, el homenaje decidido a todo lo que representa el orden vigente, la sumisión sistemática a la voluntad de los poderosos: todo lo que refuerza la domesticación y tiene por consecuencia intevitable servilismo.
Los caracteres excelentes son indomesticables: tienen su norte puesto en su Ideal. Su ''firmeza'' los sostiene; su ''luz'' los guía. Las sombras, en cambio, degeneran. Fácilmente se licúa la cera: jamás el cristal pierde su arista. Los mediocres encharcan su nombre cuando el medio los instiga; los superiore se encumbran en la dicha y en la adversidad, amando y despreciando, entre risas y entre lágrimas, cada hombre firme tiene un carácter. Las sombras no tienen esa unidad de conducta que permite preveer el gesto en todas las ocasiones.

3 de febrero de 2023

Patricia Camacho llamó a los escritores a alzar sus voces

Patricia Camacho

El día de hoy se llevó a cabo con éxito la actividad número 1423 de  los Viernes Literarios dirigido por el poeta, editor y promotor cultural, Juan Benavente Díaz. En la jornada literaria se rindió homenaje al decimista Antonio Cavero. También se recordó a Diego Vicuña Villar, Pedro Rivarola Urdanivia y al poeta director de ''La tortuga ecuestre'', Gustavo Armijos. Entre otros destacó la participación de la actriz Mary Oscátegui que teatralizó un cuento del recordado dramaturgo limeño, Juan Rivera Saavedra. Entre los poetas estuvieron presentes: el chiclayano, Manuel Ódar Bejarano, la argentina Nelly Herrera y los peruanos Ginger Santiago, Olger Huamaní y Patricia Camacho. Esta última puntualizó la importancia que tiene, en la presente coyuntura, escuchar la voz de los poetas y artistas. 'El Perú sufre desigualdad' señaló Patricia Camacho y llamó  a sus pares a unir voces para acabar con las injusticias. La parte musical contó con la participación de las reconocidas cantantes: Shirley, Shirley Jr. y Noelia Kristel quienes deleitaron a la audiencia con su singular repertorio. Al final del evento se sorteó un ejemplar del libro del poeta chileno, Alfred Asís: ''Homenaje a Jorge Aliaga Cacho''. Y Juan Benavente recibió una botella de vino, malbec argentino, enviado por Emperatriz Machaca, escritora peruana radicada en Estocolmo, Suecia. En suma, una agradable tarde cultural en el corazón del distrito de Jesús María, en Lima - Perú.
Nelly Herrera y Patricia Camacho

2 de febrero de 2023

El amor, un bosque diez mil años impenetrable


Por Jorge Aliaga Cacho

El año pasado tuvimos la visita, en Lima, de Miao - Yi Tu, destacada poeta, escritora y editora Taiwanesa. Ella estuvo acompañada por la escritora y traductora tunecina Khedija Gadhoum. Durante su estadía en la capital peruana, Miao y Khedija visitaron el puerto del Callao y su balneario La Punta donde saborearon la comida peruana. Como anécdota se puede contar que en Lima, estas ilustres escritoras se encontraron con el estallido de bombas lacrimógenas arrojadas por la policía peruana. Cuando sucedieron los hechos ellas se dirigían a una actividad que se iba a realizar en los Jueves de Poesía y Narrativa, dirigido por Rodolfo Moreno. La causa de la represión policial había sido una manifestación de la población peruana que pedía la disolución del congreso peruano. Las bombas y perdigones no les permitió llegar a tiempo para la presentación del poemario titulado ''El amor, un bosque diez mil años impenetrables''. Antes de regresar a Taiwan tuve el honor de recibir un volumen del poemario de manos de la autora. De él he seleccionado el poema cuyo título toma la obra. Miao - Yi Tu prometió regresar al Perú en fecha futura. Espero que cuando ello suceda tenga todas las garantías necesarias para que realice la presentación de su obra en nuestro país y pueda con mayor tranquilidad establecer contacto con sus pares peruanos.
Miao, Khedija y Jorge en La Punta, Callao, Perú

Miao - Yi Tu y Jorge Aliaga Cacho en el Callao, Perú

Miao - Yi Tu en el Callao, Perú

Miao - Yi Tu ante el monumento a Simón Bolívar en Pueblo Libre, Lima

El amor, un bosque diez mil años impenetrables

Por Miao - Yi Tu

Donde nos despedimos
creció en silencio
una macaranga
Devoró el tronco
Estalló la savia
Todo se volvió rojo de pronto
como si estuviera sangrando

Donde nos conocimos
expandieron lentamente
una y dos ramas de mangle negro
No se sabe cuántos años pasaron
Aquel sitio se convirtió en los manglares
Un humedal protegido
Solitario y húmedo

El amor
un bosque diez mil años impenetrable.

Traductor
Yok - Him Devn

1 de febrero de 2023

Liliana Spaltro: Detrás de la puerta

Liliana Spaltro


''Detrás de la puerta'' es el título del poemario escrito por la destacada poeta argentina Liliana Spaltro. Liliana, nacida en Capital Federal, es profesora y reconocida coordinadora de talleres literarios. Nuestra autora ha tenido un gran número de reconocimientos en su país y en el extranjero. A Liliana Spaltro la conocí en el XX Encuentro Internacional del Mundo de la Cultura realizado en La Serena, Chile, en el 2017, en esa oportunidad me entregó su poemario con una dedicatoria. En el 2002, spaltro fue elegida como la mujer del año por la Cámara Empresarial de General San Martín, en el día internacional de la mujer. El año 2004 fue reconocida por la Municipalidad de Tres de Febrero por su gran aporte a la cultura del distrito. Entre sus obras destacan ''Obsesión', (1980); ''Cortejo de sombras'', (1995). De su libro titulado ''Detrás de la puerta'', publicado en Argenina en 2009, hemos seleccionado su poema titulado ''Sangra la noche'',


Sangra la noche
Por Liliana Spaltro


Danza la luna
sobre la arena tibia.


Por tu ausencia
crepitan de frío los caracoles
y en un vuelo rasante
de nubes ocultas
suspiran las gaviotas
sollozos de aurora.


Crepúsculos de seda
envuelven el aire.
Sangra la noche.



31 de enero de 2023

El guerrero de la luz

Por Paolo Coello

Un guerrero de la luz tiene las cualidades de una roca.

Cuando está en terreno plano -todo en su entorno encontró la armonía- , él se mantiene estable. Las personas pueden construir sus casas sobre lo que fue creado, porque la tempestad no lo destruirá.

Cuando, en cambio, lo colocan en terreno inclinado- y las cosas que lo rodean no demuestran equilibrio o respeto-, él revela su fuerza y rueda en dirección al enemigo que amenaza la paz. En estos momentos, el guerrero es devastador, y nadie consigue detenerlo.

Un guerrero de la luz piensa en la guerra y en la paz al mismo tiempo, y sabe actuar de acuerdo con las circunstancias.

30 de enero de 2023

"La patria"

José Ingenieros

Por José Ingenieros.

Los países son expresiones geográficas y los Estados son formas de equilibrio político. Una patria es mucho más y es otra cosa: sincronismo de espíritus y de corazones, temple uniforme para el esfuerzo y homogénea disposición para el sacrificio, simultaneidad en la aspiración de la grandeza, en el pudor de la humillación y en el deseo de la gloria. Cuando falta esa comunidad de esperanzas, no hay patria, no puede haberla: hay que tener ensueños comunes, anhelar juntos grandes cosas y sentirse decididos a realizarlas, con la seguridad de que al marchar todos en pos de un ideal, ninguno se quedará en mitad del camino contando sus talegas. La patria está implícita en la solidaridad sentimental de una raza y no en la confabulación de los politiquistas que medran a su sombra.
No basta acumular riquezas para crear una patria: Cartago no lo fue. Era una empresa. Las áureas minas, las industrias afiebradas y las lluvias generosas hacen de cualquier país un rico emporio: se necesitan ideales de cultura para que en él haya una patria. Se rebaja el valor de este concepto cuando se lo aplica a países que carecen de unidad moral, más parecidos a factorías de logreros autóctonos o exóticos que a legiones de soñadores cuyo ideal parezca un arco tendido hacia un objetivo de dignificación común.
La patria tiene intermitencias: su unidad moral desaparece en ciertas épocas de rebajamiento, cuando se eclipsa todo afán de cultura y se enseñorean viles apetitos de mando y de enriquecimiento. Y el remedio contra esa crisis de chatura no está en el fetichismo del pasado, sino en la siembra del porvenir, concurriendo a crear un nuevo ambiente moral propicio a toda culminación de la virtud, del ingenio y del carácter.
Cuando no hay patria no puede haber sentimiento colectivo de la nacionalidad inconfundible con la mentira patriótica explotada en todos los países por los mercaderes y los militaristas. Sólo es posible en la medida que marca el ritmo unísono de los corazones para un noble perfeccionamiento y nunca para una innoble agresividad que hiera el mismo sentimiento de otras nacionalidades.
No hay manera más baja de amar a la patria que odiando a las patrias de los otros hombres, como si todas no fuesen igualmente dignas de engendrar en sus hijos iguales sentimientos. El patriotismo debe ser emulación colectiva para que la propia nación ascienda a las virtudes de que dan ejemplo otras mejores; nunca debe ser envidia colectiva que haga sufrir de la ajena superioridad y mueva a desear el alejamiento de los otros hasta el propio nivel. Cada Patria es un elemento de la Humanidad; el anhelo de la dignificación nacional debe ser un aspecto de nuestra fe en la dignificación humana. Asciende cada raza a su más alto nivel, como Patria, y por el esfuerzo de todos remontará el nivel de la especie, como Humanidad.
Mientras un país no es patria, sus habitantes no constituyen una nación. El celo de la nacionalidad sólo existe en los que se sienten acomunados para perseguir el mismo ideal. Por eso es más hondo y pujante en las mentes conspicuas; las naciones más homogéneas son las que cuentan hombres capaces de sentirlo y servirlo. La exigua capacidad de ideales impide a los espíritus bastos ver en el patrimonio un alto ideal: los tránsfugas de la moral, ajenos a la sociedad en que viven, no pueden concebirlo; los esclavos y los siervos tienen, apenas, un país natal. Sólo el hombre digno y libre puede tener una patria.
Puede tenerla; no la tiene siempre, pues tiempos hay en que sólo existe en la imaginación de pocos: uno, diez, acaso algún centenar de elegidos. Ella está entonces en ese punto ideal donde converge la aspiración de los mejores, de cuantos la sienten sin medrar de oficio a horcajadas de la política. En esos pocos está la nacionalidad y vibra en ellos; mantiénense ajenos a su afán los millones de habitantes que comen y lucran en el país.
El sentimiento enaltecedor nace en muchos soñadores jóvenes, pero permanece rudimentario o se distrae en la apetencia común; en pocos elegidos llega a ser dominante, anteponiéndose a pequeñas tentaciones de piara o de cofradía. Cuando los intereses venales se sobreponen al ideal de los espíritus cultos, que constituyen el alma de una nación, el sentimiento nacional degenera y se corrompe: la patria es explotada como una industria. Cuando se vive hartando groseros apetitos y nadie piensa que en el canto de un poeta o la reflexión de un filósofo puede estar una partícula de la gloria común, la nación se abisma. Los ciudadanos vuelven a la, condición de habitantes. La patria a la de país.
Eso ocurre periódicamente: como si la nación necesitara parpadear en su mirada hacia el porvenir. Todo se tuerce y abaja, desapareciendo la molicie individual en la común: diríase que en la culpa colectiva se esfuma la responsabilidad de cada uno. Cuando el conjunto se dobla, como en el harquinazo de un buque, parece, por relatividad, que ninguna cosa se doblará. Sólo el que se levanta y mira desde otro plano a los que navegan, advierte su descenso, como si frente a ellos fuese un punto inmóvil: un faro en la costa.
Cuando las miserias morales asolan a un país, culpa es de todos los que por falta de cultura y de ideal no han sabido amarlo como patria: de todos los que vivieron de ella sin trabajar para ella.
"El hombre mediocre" (José Ingenieros).

Grave enfermedad podría estar atacando a ciertos escritores

Por Jorge Aliaga Cacho

Jorge Aliaga Cacho

Se la conoce como el mutismo acinético que es la incapacidad de hablar y moverse (acinesia). Se produce como resultado de una lesión grave en el lóbulo frontal en el cual el patrón inhibidor incrementa la pasividad y reduce gradualmente el habla y el movimiento.
Lo expresado podría ser la causa de la actitud de indiferencia de ciertos escritores que no se conmueven al ver a sus hermanos masacrados por la represión poicial en sus respectivos países.
Me parece que deberíamos hacer una gran colecta nacional para ayudar a estos 'artistas de la pluma' que vienen padeciendo dicha enfermedad. Para ello es importante que cada gremio, cada asociación que agrupe dichos 'escritores', establezca una lista con los nombres de los mismos para que se formen comisiones que puedan auxiliarlos en caso de requerir ayuda para sus necesidades médicas.

29 de enero de 2023

Manual del guerrero de la luz

Jorge Aliaga Cacho
 Por Paolo Coello

Un guerrero de la luz, antes de entrar en un combate importante, se pregunta a sí mismo: '' ¿Hasta qué punto desarrollé mi habilidad?''

Él sabe que las batallas que trabó en el pasado siempre terminan por enseñar algo. No obstante, muchas de estas enseñanzas le hicieron sufrir más de lo necesario. Más de una vez perdió su tiempo uchando por causa de una mentira. Y sufrió por personas que no estaban a a altura de su amor.

Los victoriosos no repiten el mismo error. Por eso el guerrero sólo arriesga su corazón por algo que vale la pena.

JORGE ALIAGA CACHO.- Poeta, escritor, ensayista, traductor

Jorge Aliaga Cacho y Rodolfo Moreno

Soledad Cruz, poeta mexicana con Rodolfo Moreno
en los Jueves de Poesía y Narrativa


Por Rodolfo Moreno
ONOMÁSTICO - ONOMÁSTICO - ONOMÁSTICO
JUEVES DE POESÍA Y NARRATIVA.
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Jorge; lloran las Europas tu ausencia prolongada, pero acá los fraternos altiplanos te acicalan y besan; la angostura del sur se te preñó de regocijo y descalzos villorrios se amedallan con tu nombre; abultados libros consultan tu palabra y memoriosos kipus drenan sus lagunas con tu luz; te recuerdan bien y te esperan mejor tantos amores en cada terminal y usas tu sonrisa cual moneda de valioso y fácil curso legal. A tu paso se separan las aguas y se tiende inofensivo el fuego más atroz; te sonríen los vientos niños y te besa la lluvia en su danza ancestral. No hay piedra vigorosa o pachilla de sombra que resista el fervor y la luz de tu palabra; a su brioso caudal aquella se alisará, y a su fulgor que mata y salva, esta se ahogará. Jorge; grano de arena en las playas del mundo, polvo en las trochas innominadas y aliento trashumante y cosmopolita; cuando en Sihuas visitemos Mitobamba y al abuelo de los achapushcos, a su sombra y saboreando un ocaso colgado en la lejanía, serás seducido por el aroma de la chicha, por la miel de las tunas, por la fraterna convicción de los molletes, por la fragante contundencia de la Garabamba y por una placidez que puebla todos los resquicios. Luego, vendrá el Chimaychi, con su ceremonial obsequio de arrugadas melodías y con ellas, la sonrisa de unas trenzas que te acogerán como al arado que roture su huerto descuidado, como al balcón desde donde gustará en adelante de la vida, como a su conquistador y amante...

Música: