Sociólogo - Escritor

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"La Casa de la Magdalena" (1977), "Essays of Resistance" (1991), "El destino de Norte América", de José Carlos Mariátegui. En narrativa ha escrito la novela "Secreto de desamor", Rentería Editores, Lima 2007, "Mufida, La angolesa", Altazor Editores, Lima, 2011; "Mujeres malas Mujeres buenas", (2013) vicio perfecto vicio perpetuo, poesía. Algunos ensayos, notas periodísticas y cuentos del autor aparecen en diversos medios virtuales.
Jorge Aliaga es peruano-escocés y vive entre el Perú y Escocia.
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4 de febrero de 2023

Mademoiselle Fifí


Guy de Mauppasant
Por Guy de Mauppasant

El mayor, comandante prusiano, conde de Farlsberg, acababa de leer su correo. La espalda acomodada al fondo de un gran sillón de tapicería y las botas sobre el refinado mármol de la chimenea, donde las espuelas, tras tres meses invadiendo el castillo de Uville, habían trazado dos surcos profundos, un poco más cada día.

Una taza de café humeaba sobre una mesita de marquetería manchada por los licores, quemada por los cigarros, rayada por el cortaplumas del oficial conquistador que, algunas veces, después de afilar un lápiz, trazaba sobre el mueble delicado unos signos o unos dibujos, según la fantasía de sus sueños irreflexivos.

Cuando terminó sus cartas y revisó los periódicos alemanes que su cartero le había traído, se levantó, y, tras tirar al fuego tres o cuatro leños enormes y verdes, ya que estos señores arrasaban poco a poco el parque para calentarse, se acercó a la ventana.

La lluvia caía en oleadas, una lluvia normanda que se diría lanzada por una mano furiosa, una lluvia al sesgo, espesa como cortina, formando una especie de muro de rayas oblicuas, una lluvia punzante, mojadora, ahogándolo todo, una verdadera lluvia de los alrededores de Ruan, esa bacinica de Francia.

El oficial miró largo tiempo el pasto inundado, y al fondo el Andelle crecido que se desbordaba, y tamborileaba contra el vidrio un vals del Rhin, cuando un ruido le hizo volverse; era su segundo, el barón de Kelweingstein, que tenía el grado equivalente de capitán.

El comandante era un gigante de anchas espaldas, con una larga barba en abanico formando un mantel sobre su pecho. Todo su solemne continente evocaba la idea de un pavo militar, un pavo que tuviera la cola desplegada en su mentón. Tenía ojos azules, fríos y gentiles, una mejilla cortada por un golpe de sable en la guerra de Austria… se decía que era un buen hombre y un valiente oficial.

El capitán, un pequeño rojizo de vientre abultado fajado con fuerza, llevaba casi afeitada su barba ardiente, cuyos hilos de fuego harían creer, cuando se encontraba bajo ciertos reflejos, que su cara estaba frotada con fósforo. Dos dientes perdidos en una noche de farra, sin que se recordara cómo, hacían que escupiera unas palabras que no siempre se entendían; era calvo sólo en la coronilla del cráneo, tonsurado como un monje, con un vellón de pelitos, dorados y brillantes, alrededor de ese círculo de carne desnuda.

El comandante le dio la mano, tomó de un trago su taza de café (la sexta en la mañana), escuchando el informe de su subordinado sobre las novedades del servicio; luego ambos se acercaron a la ventana comentando que eso no era agradable. El comandante, un hombre tranquilo, casado en su tierra, se acomodaba a todo; pero el barón capitán, vividor tenaz, mujeriego, frenético perseguidor de mujeres, rabiaba de estar confinado tres meses en la castidad obligatoria de esa guarnición perdida.

Llamaron a la puerta. El comandante gritó que entraran. Era un hombre, uno de los soldados bajo su mando. Se asomó en el vano, anunciando con su sola presencia que el almuerzo estaba servido.

En la sala se encontraban tres oficiales de menor grado: el teniente Otto de Grossing y dos subtenientes, Fritz Scheunabourg y el marqués Wilhem d’Eyrik. Este último era un rubiecito fiero y brutal con los hombres, duro con los vencidos y violento como un arma de fuego.

Tras su entrada a Francia, sus camaradas le llamaban Mademoiselle Fifí. Este sobrenombre era por su coquetería, su talle delgado que se diría hecho por un corsé, su cara pálida donde el naciente bigote apenas aparecía y la costumbre adquirida de expresar su soberano desprecio por los seres y las cosas, de emplear siempre la expresión francesa “fi, fi donc”, que pronunciaba con un ligero silbido.

El comedor del castillo d’Uville era una estancia larga y regia cuyos espejos de cristal antiguo (acribillado de balas) y las grandes tapicerías de Flandes (cortadas por golpes de sables y colgando en tiras) hablaban de las ocupaciones de Mademoiselle Fifí durante sus horas de ocio.

En las paredes, tres retratos de familia, un militar en armadura, un cardenal y un presidente, fumando en largas pipas de porcelana, mientras que en su marco desdorado por el paso del tiempo, una noble dama de pechos ceñidos mostraba con aire arrogante un enorme par de bigotes dibujados al carbón.

El almuerzo de los oficiales se desarrolló casi en silencio en ese comedor mutilado, ensombrecido por el aguacero, triste por su aspecto derrotado y cuyo antiguo parqué de roble se volvió sólido como el piso de una taberna.

A la hora del tabaco, cuando empezaron a beber después de comer, se pusieron, igual que todos los días, a hablar de su aburrimiento. Las botellas de coñac y de licores pasaban de mano en mano; y todos, arrellanados en sus sillas, tomaban pequeños sorbos repetidos, manteniendo en la comisura de la boca la larga pipa curvada que terminaba en un huevo de fayenza, siempre pintarrajeado como para seducir Hotentotes.

Cuando sus vasos estaban vacíos, los reemplazaban con un gesto de cansancio resignado. Pero Mademoiselle Fifí siempre rompía el suyo y un soldado de inmediato le servía otro.

Una niebla de humo acre los ahogaba y parecían contagiados de una borrachera, soñolienta y triste, en esa lúgubre embriaguez de gente que no tiene nada que hacer.

De repente, el barón se enderezó. Una rebelión lo sacudía y blasfemó:

—¡Por Dios! Esto no puede continuar, debemos inventar algo para terminarlo.

Juntos, el teniente Otto y el subteniente Fritz, dos hombres dotados de fisonomías alemanas pesadas y graves, replicaron:

—¿Qué, mi capitán?

Reflexionó algunos segundos y respondió:

—¿Qué? Muy bien, organizaremos una fiesta si el comandante lo permite.

El comandante, sacándose la pipa:

—¿Cuál fiesta, capitán?

El barón se acercó:

—Yo me encargo de todo, mi comandante. Enviaré Le Devoir a Ruan para que nos traiga a las damas; sé dónde las puede encontrar. Prepararemos aquí una cena. Por lo demás, nada nos falta y pasaremos una buena velada.

El conde de Farlsberg alzó los párpados sonriendo:

—Está loco, mi amigo.

Pero todos los oficiales estaban de pie, rodeando al jefe, suplicándole:

—Deje que el capitán lo haga, comandante, todo esta muy triste aquí.

Al fin, el comandante cedió:

—Bueno —dijo, y de inmediato el barón fue a llamar a Le Devoir. Era un viejo suboficial que nunca se le veía sonreír, pero que cumplía todas las ordenes de sus jefes, las que fueran.

De pie, con su cara imperturbable, recibió las instrucciones del barón; luego salió. Cinco minutos más tarde, un gran vehículo de convoy militar, cubierto de un toldo de molino tendido como una cúpula, arrancó bajo la lluvia feroz, al galope de cuatro caballos.

De inmediato, un estremecimiento de renovación pareció correr por los espíritus: las actitudes lánguidas se enmendaron, los rostros se animaron y se pusieron a charlar.

Aunque el aguacero seguía con mucha furia, el mayor afirmó que estaba menos oscuro y el teniente Otto comentó con convicción que el cielo estaba aclarando. El mismo Mademoiselle Fifí no podía mantenerse en su lugar. Se levantaba, se volvía a sentar. Sus ojos claros y duros buscaban alguna cosa para romper. De repente, fijándose en la dama de los bigotes, el rubio jovencito sacó su revólver.

—Tú no lo verás —dijo y, sin moverse de su lugar, disparó. Dos balas perforaron los dos ojos del retrato. Luego gritó:

—¡Hagamos la mina! —y bruscamente la conversación se interrumpió, como si un interés irresistible y novedoso se apoderara de todos.

La mina era su invención, su manera de destruir, su entretenimiento favorito.

Cuando el conde Fernando d’Amoys d’Uville, el legítimo propietario, abandonó su castillo, no tuvo tiempo de llevarse ni esconder nada, salvo la platería en la cavidad de un muro. Ahora, como era muy rico y espléndido, su gran salón, cuya puerta abría hacia el comedor, presentaba el aspecto de una galería de museo.

De las murallas colgaban telas, dibujos y acuarelas de valor. En los muebles, libreros y en las finas vitrinas, miles de adornos, potiches, estatuillas, figuras de Sajonia, figuritas chinas, marfiles antiguos cristales de Venecia, poblaban el vasto departamento de su colección valiosa y peculiar.

Pero no quedaba casi nada. No era que lo hubieran saqueado; el Comandante Conde de Farlsberg no lo habría permitido. Más bien, de vez en cuando, Mademoiselle Fifí hacía la mina y todos los oficiales se divertían mucho durante cinco minutos ese día.

El marquesito fue a buscar lo que necesitaba al salón. Trajo una linda tetera rosada china, de la familia. La llenó de pólvora de cañón, por el pitorro introdujo con cuidado un largo pedazo de mecha, la encendió y corrió a dejar esta máquina infernal en el apartamento vecino.

Luego volvió muy rápido y cerró la puerta. Todos los alemanes esperaban, de pie, con el rostro sonriente de una curiosidad infantil. Y cuando la explosión sacudió el castillo, se precipitaron todos al mismo tiempo.

Mademoiselle fue el primero, aplaudiendo con delirio delante de una venus de terracota cuya cabeza había saltado por fin. Cada uno recogió pedazos de porcelana, impresionados por los bordes extraños de los escombros, examinando los nuevos destrozos, comentando los daños como producto de la reciente explosión. El comandante contemplaba con aire paternal el vasto salón arruinado por esta metralla a lo Nerón y sembrado de cascotes de obras de arte. El primero en salir, declaró cándidamente:

—Fue muy exitoso esta vez.

Pero entró tanto humo al comedor que, mezclado con el del tabaco, no se podía respirar. El comandante abrió la ventana y todos los oficiales, volviendo para beber otra copa de coñac, se acercaron.

El aire húmedo saturaba la habitación, dando una suerte de polvo de agua que empolvaba las barbas y un olor de inundación. Miraron los grandes árboles abatidos por el chubasco, el gran valle oscurecido por esta capa de nubes sombrías y bajas, y muy a lo lejos, el campanario de la iglesia erecto como una punta gris en la lluvia golpeadora.

Después de su llegada no volvió a sonar. El campanario fue la única resistencia que los invasores encontraron en los alrededores. De ninguna manera el cura se negó a recibir y alimentar a los soldados prusianos; incluso muchas veces él mismo aceptó beber una botella de cerveza o de burdeos con el comandante enemigo (que le utilizaba como intermediario benévolo), pero no debía pedirle ni un solo tañido de su campana; antes se habría dejado fusilar. Era su manera de protestar contra la invasión, protesta pacífica, protesta de silencio, la única, decía, adecuada al sacerdote, hombre de dulzura y no de sangre. Todo el mundo, a diez leguas a la redonda, alababa la firmeza y el heroísmo del abad Chantavoine, que osaba manifestar el duelo público, proclamarlo, por el mutismo obstinado de su iglesia.

El pueblo entero, entusiasmado por esta resistencia, estaba presto a apoyar hasta el fin a su pastor con toda valentía, considerando esta protesta tácita como la salvaguardia del honor nacional. A los campesinos les parecía que así hacían mejor mérito por la patria que Belfort y que Estrasburgo, que habían dado un ejemplo equivalente; que el nombre de la aldea se inmortalizaría; y, fuera de eso, no negaban nada a los prusianos vencedores.

El comandante y sus oficiales se reían juntos de este coraje inofensivo y, como en toda la región se mostraban complacientes y flexibles a su autoridad, toleraban gustosos su mudo patriotismo.

Solo el marquesito Wilhem quería que la campana sonara. Se enojaba por la condescendencia política de su superior con el sacerdote. Todos los días le suplicaba al comandante que lo dejara hacer “din don dan” una vez, una pequeñísima vez, solo para reírse un poco. Lo pedía con zalamerías de gata, engatusamientos de mujer, suaves voces de matrona enloquecida por un antojo, pero el comandante no cedía, y Mademoiselle Fifí, para consolarse, hacía la mina en el castillo d’Uville.

Los cinco hombres permanecieron allí, amontonados, inhalando la humedad. De pronto, el teniente Fritz en medio de una risa pastosa, dijo:

—Las señoritas no tendrán buen tiempo para su paseo.

Luego se separaron cada uno a su trabajo. El capitán tenía mucho que hacer para los preparativos de la cena.

Cuando se reunieron de nuevo a la caída de la noche, se miraban sonriendo por su apariencia acicalada y reluciente como en los días de revista general, peinados, perfumados y lozanos. El cabello del comandante parecía menos gris que en la mañana y el capitán se había afeitado, manteniendo solo el bigote, que parecía una llama bajo la nariz.

A pesar de la lluvia dejaron la ventana abierta; uno de ellos a veces iba a escuchar. A las seis y diez el barón señaló un ruido lejano. Todos se precipitaron. Pronto, el gran vehículo apareció, con sus cuatro caballos al galope, embarrados hasta las ancas, humeando y resoplando.

Cinco mujeres bajaron por la escalinata, cinco bellas jóvenes escogidas con cuidado por un compañero del capitán, a quien Le Devoir le había dado una carta de su jefe.

No se hicieron del rogar, seguras de ser bien pagadas, conociendo a los prusianos, después de tratarlos por tres meses, resignadas a los hombres como a la situación.

—El oficio lo requiere —decían en el viaje para responderse, sin duda, a algún escozor secreto de un resto de conciencia.

Enseguida entraron al comedor. Iluminado, parecía más lúgubre ahora en su deterioro lastimoso. La mesa cubierta de comida, de rica vajilla y platería encontrada en el muro donde la había escondido su dueño, daba al lugar el aspecto de una taberna de bandidos que cenan después de un pillaje. El capitán, radiante, se apoderó de las mujeres como de algo propio, las justipreciaba, las olía, las evaluaba en su valor como mujeres para el placer. Como los tres jóvenes quisieron elegir cada uno, se opuso con autoridad, reservándose el derecho de hacer la repartición, con toda justicia, de acuerdo a los grados, para no herir en nada la jerarquía.

Entonces, con el fin de evitar toda discusión, toda disputa y toda sospecha de parcialidad, las alineó en línea por altura y, dirigiéndose a la más alta, con el tono de comandante, preguntó:

—¿Tu nombre?

—Pamela —respondió alzando la voz.

—Número uno, Pamela, adjudicada al comandante —proclamó.

Después abrazó a Blondine, la segunda, en signo de propiedad. Ofreció al teniente Otto la gorda Amanda y Eva la Tomate al subteniente Fritz. Al final, la más pequeña de todas, Rachel, una morena jovencita, de ojos negros como una mancha de tinta, una judía cuya nariz respingada confirmaba la regla que da picos curvados a toda su raza, fue otorgada al más joven de los oficiales, al frágil marqués Wilhem d’Eyrik

Todas eran bonitas y entradas en carne, con fisonomías parecidas, hechas muy similares de aspecto y piel por las prácticas de amor cotidianas y la vida en común de las casas públicas.

Los tres jóvenes caballeros quisieron llevarse sus mujeres de inmediato, bajo el pretexto de ofrecerles cepillos y jabón para su aseo, pero el capitán se opuso de forma astuta, afirmando que estaban bien para sentarse a la mesa y que los que subieran desearían cambiar al bajar y molestarían a las otras parejas. Su experiencia triunfó. Solo hubo muchos besos de expectación.

De repente, Rachel se ahogó, tosía hasta las lágrimas y expulsaba humo por las fosas nasales. El marqués, bajo pretexto de besarla, le insufló un chorro de humo de cigarro por la boca. No se enojó, no dijo una sola palabra, pero miró fijamente a su poseedor con una cólera nacida en el fondo de sus ojos negros.

Se sentaron. El comandante mismo parecía encantado; puso a la derecha a Pamela, Blondine a su izquierda y dijo, desplegando su servilleta:

—Usted ha tenido una brillante idea, capitán.

Los tenientes Otto y Fritz, educados como delante de mujeres de sociedad, intimidaban un poco a sus vecinas; pero el barón de Kelweingstein, relajado en su vicio, radiante, lanzaba palabras obscenas, parecía encendido con su corona de cabellos rojos. Galanteaba en francés del Rhin y sus cumplidos de taberna, expectoradas por el hoyo de sus dos dientes quebrados, llegaban a las muchachas en medio de una metralla de saliva.

Ellas no entendían nada y su comprensión no pareció despertar hasta que escupió unas palabras obscenas, unas expresiones crudas, estropeadas por su acento. Entonces todas al mismo tiempo comenzaron a reír como locas, cayéndose sobre los vientres de sus vecinos, repitiendo los dichos que el barón se puso a desfigurar con placer para hacerlas decir palabrotas. Las vomitaban en cantidades, borrachas a las primeras botellas de vino; y volvieron, abierta la puerta, a sus costumbres; besaban los bigotes de la derecha y de la izquierda, pellizcando los brazos, lanzando gritos violentos, bebiéndose todos los vasos, cantando coplas francesas y unos fragmentos de canciones alemanas aprendidas en sus relaciones cotidianas con el enemigo.

Pronto los propios hombres, embriagados por esta carne de mujer a disposición de sus narices y bajo sus manos, se enloquecieron, aullaban, quebraban la vajilla, mientras que detrás de ellos los soldados imperturbables les servían.

Sólo el comandante guardaba la compostura.

Mademoiselle Fifí había sentado a Rachel sobre sus rodillas y se animaba fríamente. A veces besaba con locura los rizos de ébano de su cuello, oliendo, por la estrecha holgura entre el vestido y la piel, el dulce calor de su cuerpo y todo el aroma de su persona. Otras veces, la pellizcaba con furor a través de la ropa, la hacía gritar, poseído de una ferocidad apasionada, dominado por su necesidad de destrucción. La abrazaba tan fuerte como si quisiera fundirla con él; apoyaba sus labios sobre la boca fresca de la judía, la besaba hasta perder el aliento; pero de repente la mordió con tanta fuerza que un reguero de sangre descendió sobre el mentón de la joven mujer y goteó en su corpiño.

Una vez más, ella lo miró fijamente a la cara, y, limpiando la herida, murmuró:

—Lo pagarás.

Él se puso a reír, con una risa dura.

—Lo pagaré —dijo.

Llegaron a los postres, sirvieron el champaña. El comandante se levantó, y con el mismo tono que habría usado para brindar por la salud de la emperatriz Augusta, exclamó:

—¡Por nuestras damas! —Y comenzó una serie de brindis; unos brindis de una galantería de soldadotes y borrachos, entremezclados de chistes obscenos, transformados, más brutales aún por la ignorancia del idioma.

Se levantaban uno después del otro, buscando en su mente, esforzándose para ser ingeniosos. Las mujeres, ebrias hasta caerse, con los ojos vagos y los labios pastosos, aplaudían desaforadamente.

El capitán, deseando sin duda darle a la orgía un aire galante, levantó otra vez su copa y dijo:

— ¡Por nuestra victoria sobre los corazones!

Entonces el teniente Otto, especie de oso de la selva negra, se levantó, inflamado, saturado de tragos. Invadido de patriotismo alcohólico, gritó:

— ¡Por nuestra victoria sobre Francia!

Aún borrachas como estaban, las mujeres se quedaron en silencio. Rachel, temblando, contestó:

—Sabes, conozco franceses delante de los cuales no dirías eso.

Pero el pequeño marqués, manteniéndola en sus rodillas, se puso a reír muy alegre por el vino:

—¡Ja, ja, ja! ¡Jamás los he visto! ¡En cuanto aparecimos, ellos huyeron!

La muchacha, agraviada, le gritó en la cara:

—¡Mientes, bastardo!

Durante un segundo, fijó sobre ella sus ojos claros, como los fijaba en los cuadros que agujereaba a tiros de revólver, luego volvió a reír:

—¡Ah, sí, hablemos de eso, buena moza! ¿Estaríamos aquí, si fueran valientes? —y, animándose, gritó—: ¡Nosotros somos los amos! ¡Francia es nuestra!

Se bajó de sus rodillas y volvió a su silla. Él se levantó, alzó la copa en medio de la mesa y repitió:

—¡Nuestra es Francia y los franceses, los bosques, los campos y las casas francesas!

Los otros, todos borrachos, sacudidos de pronto por un entusiasmo militar, entusiasmo animal, alzaron sus copas vociferando:

—¡Viva Prusia! —Y las vaciaron de un solo trago.

Las muchachas no protestaron nada, reducidas al silencio y paralizadas de miedo. Rachel misma callaba, sin poder responder.

Entonces, el marquesito puso sobre la cabeza de la judía su copa de champaña y, llenándola de nuevo, gritó:

—¡También son nuestras todas las mujeres de Francia!

Ella se levantó tan bruscamente, que el cristal se volcó, se vació el vino sobre el cabello negro como en un bautizo y, cayendo al suelo, se quebró. Con los labios temblando, miraba desafiante al oficial que continuaba riendo, y balbució con una voz estrangulada de cólera:

—Eso… eso… eso no es cierto… por ejemplo, ustedes no poseerán a las mujeres francesas.

Se sentó para reír a sus anchas e imitando el acento parisino:

—Ella está desquiciada, desquiciada, ¿qué haces entonces aquí, pequeña?

Cortada, primero se quedó callada, sin entender su problema. Después de comprender bien lo que decía, le lanzó indignada y vehemente:

—¡Yo! ¡Yo! Yo no soy una mujer, soy una puta: es todo lo que se merecen los prusianos…

No había terminado de decir esto cuando la abofeteó al vuelo, pero al levantar la mano de nuevo, tomó loca de rabia un pequeño cuchillo de postre con hoja de plata y, tan bruscamente que nadie se dio cuenta, se lo enterró derecho en el cuello, justo en el hueco donde comienza el pecho.

La palabra que pronunciaba se cortó en su garganta; permaneció boqueando, con una mirada espantosa.

Todos lanzaron un rugido y se levantaron en tumulto; pero Rachel aventó la silla a las piernas del teniente Otto (que cayó a todo lo largo), corrió a la ventana, la abrió antes que pudieran alcanzarla y saltó en la noche, bajo la lluvia que seguía cayendo.

En dos minutos, Mademoiselle Fifí estaba muerto. Entonces Fritz y Otto desenvainaron y querían masacrar a las mujeres, que se arrastraban en sus rodillas. El comandante, con esfuerzo, impidió esta carnicería y las encerró en un dormitorio bajo la guardia de dos hombres. Luego, como si desplegara sus soldados para un combate, organizó la persecución de la fugitiva, seguro de atraparla.

Cincuenta hombres, fustigados de amenazas, fueron lanzados al parque. Otros doscientos rastrearon los bosques y todas las casas del valle.

La mesa, desmantelada en un instante, servía mientras tanto de cama mortuoria y los cuatro oficiales, rígidos, sobrios, con la cara endurecida de hombres de guerra en funciones, permanecían de pie ante la ventana, escudriñando la noche.

La lluvia torrencial continuaba. Un chapoteo llenaba la oscuridad, un flotante murmullo de agua que cae y de agua que corre, de agua que gotea y de agua que salpica.

De repente un tiro resonó, luego otro más lejos. Durante cuatro horas, se escucharon así, de vez en cuando, unas detonaciones cercanas y lejanas, y unos gritos de ánimo, unas palabras extrañas lanzadas como llamados de voces guturales.

En la mañana regresaron todos. Dos soldados habían sido muertos y otros tres heridos por sus compañeros en el fragor de la caza y la alarma de esta persecución nocturna.

No habían encontrado a Rachel.

Entonces los habitantes fueron aterrorizados, las moradas revueltas, toda la región explorada. La judía no había dejado ni una huella de su paso.

El general, prevenido, ordenó echar tierra al incidente para no dar malos ejemplos en el ejército y ordenó un castigo disciplinario al comandante, quien castigó a sus subordinados. El general dijo: “No se hace la guerra para divertirse y acariciar mujeres públicas.” Y el conde de Farlsberg, exasperado, resolvió vengarse del pueblo.

Como necesitaba un pretexto a fin de actuar con rigor, mandó traer al cura y le ordenó tañer la campana en los funerales del marqués d’Eyrik.

Contra todo lo esperado, el sacerdote se mostró dócil, humilde, lleno de consideración. Y cuando el cuerpo de Mademoiselle Fifí, llevado, precedido, rodeado y seguido de soldados que marchaban con el fusil cargado, salió del castillo d’Uville, dirigiéndose al cementerio, por primera vez la campana tocó su tañido fúnebre con un ritmo alegre, como si una mano amiga la hubiese acariciado.

También tocó en la tarde y a la mañana siguiente y todos los días; repicó tanto como querían. A veces, incluso en la noche, se ponía sola en movimiento y lanzaba dos o tres tañidos dulces en la oscuridad, impregnada de una alegría singular, despierta no se sabía por qué. Todos los campesinos del lugar la creyeron embrujada y nadie, salvo el cura y el sacristán, se acercaban al campanario.

Y es que una pobre muchacha vivía en lo alto, en la angustia y la soledad, alimentada en secreto por esos dos hombres.

Permaneció allí hasta la partida de las tropas alemanas. Luego, una tarde, el cura pidió prestada la carreta al panadero y condujo a su prisionera hasta la puerta de Ruan. Al llegar, el sacerdote la besó; ella bajó y caminó con prisa hasta los pies del prostíbulo, cuya madame la creía muerta.

Tiempo después, un patriota sin prejuicios que la amaba por su bella acción la sacó de ahí. Se casó con ella y la convirtió en una dama que valía tanto como muchas otras.

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