Safo habló del bello huerto en el que “un agua fresca rumorea entre las
ramas de los manzanos, todo el lugar sombreado por las rosas y del
ramaje tembloroso el sueño descendía”, Mallarmé conoció la desnudez de
los sueños dispersos, Santa Teresa recogía las imágenes y los fantasmas
de los objetos que mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor que
sólo una copa sirve, Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de
claridad el aire, Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la
compunción, y tanta belleza cargada de más vida causa el temblor de todo
el ser. ¿No será la palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz tuvieron para mí un significado muy
particular en el exilio al que me condenó la dictadura militar
argentina. Su lectura desde otro lugar me reunió con lo que yo mismo
sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para ellos, el
país del que fui expulsado para mí. Y cuánta compañía de imposible me
brindaron. Ese es un destino “que no es sino morir muchas veces”,
comprobaba Teresa de Avila. Y yo moría muchas veces y más con cada
noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que agrandaba
la pérdida de lo amado. La dictadura militar argentina desapareció a
30.000 personas y cabe señalar que la palabra “desaparecido” es una
sola, pero encierra cuatro conceptos: el secuestro de ciudadanas y
ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato y la desaparición de sus
restos en el fuego, en el mar o en suelo ignoto. El Quijote me abría
entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia y con placer extremo después
de cruzar, no sin esfuerzo, la barrera de las imposiciones escolares. Me
acuciaba una pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre, don Miguel? Conocía
su vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su cautiverio en Argel,
su Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su suerte.
Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato que trazó en el prólogo de
las Novelas Ejemplares: “Este que veis aquí, de rostro aguileño, de
cabello castaño, frente lisa y desembarazada”, que nada me decía, salvo
la mención de sus “alegres ojos”. Comprendí entonces que él era en su
escritura. Me interno en ella y aún hoy creo a veces escuchar sus
carcajadas cuando acostaba al Caballero de la Triste Figura en el papel.
Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce puede dar a
sus lectores un gozo semejante. Cómico es el rostro de la tragedia
cuando se mira a sí misma.
"Y yo moría muchas veces y más con cada
noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que agrandaba
la pérdida de lo amado"
Declaro que, en verdad. quise recorrer ante
ustedes, con ustedes, los trabajos de Persiles y Sigismunda, o la
locura quebradiza del licenciado Vidriera, o compartir la nueva
admiración y la nueva maravilla del coloquio de los perros, o el combate
verdaderamente ejemplar entre los poetas malos y los buenos que tiene
lugar en “Viaje del Parnaso” y en el que cualquier buen poeta podía caer
herido por un pésimo soneto bien arrojado. Pero tal como la lámpara
alimentada a querosén que los campesinos de mi país encienden a la noche
y alrededor de la cual se sientan a cenar, cuando hay, y luego a leer,
cuando hay y cuando hay ganas, y a la que mosquitos y otros seres alados
acuden ciegos de luz y la calor los mata, así yo, encandilado por don
Alonso Quijano, no puedo sustraerme a su fulgor.
Muchas plumas hondas y brillantes han explorado los rincones del gran
libro. Por eso, parafraseando al autor, declaro sin ironía alguna que,
con seguridad, este discurso carece de invención, es menguado de estilo,
pobre de conceptos, falto de toda erudición y doctrina. Sólo hablo como
lector devoto de Cervantes, pero quién puede describir los territorios
del asombro. Con mucha suerte y perspicacia, es posible apenas sentarse a
la sombra de lo que siempre calla.
Cervantes se instala en un supuesto pasado de nobleza e hidalguía para
criticar las injusticias de su época, que son las mismas de hoy: la
pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la impotencia abajo, la
imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hölderlin nombró. Se
burla de ese intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que
jamás será posible terminar con la utopía, recortar la capacidad de
sueño y de deseo de los seres humanos. Cervantes inventó la primera
novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades
posteriores, de Kafka a Joyce. Y cuando en pleno siglo XX Michel
Foucault encuentra en Raymond Roussel las características de la novela
moderna, éstas: “el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión, la
distancia, el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura
del sujeto”, uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en la
escritura de Cervantes?
Su modernidad no se limita a un singular universo literario. La más
humana es un espejo en el que podemos aún mirarnos sin deformaciones en
este siglo XXI. Dice Don Quijote: “Bien hayan aquellos benditos siglos
que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados
instrumentos de la artillería a cuyo inventor tengo para mí que en el
infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la
cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso
caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y
brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada
bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo
el fuego al disparar la maldita máquina) y corta y acaba en un instante
los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos”.
Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las armas de
fuego hayan sustituido a las espadas, y que una bala lejana torne
inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un hecho que ha
modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente: es la
aparición de la muerte a distancia, cada vez más segura para el que
mata, cada vez más terrible para el que muere. Pasaron al olvido las
ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante en su
lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el
dictado del testamento ante los deudos. La muerte hospitalizada llega
hoy con un cortejo de silencios y mentiras. Y qué decir de los 200.000
civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets aniquiló desde la
altura apretando un simple botón. Piloteaba un aparato que bautizó con
el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica y después durmió
tranquilo todas las noches, dijo.
Pocos conocen el nombre de las víctimas cuya vida el coronel había
segado. La muerte se ha vuelto anónima y hay algo peor: hoy mismo
centenares de miles de seres humanos son privados de la muerte propia.
Así se da en Irak.
Creo, sin embargo, como el historiador y filósofo Juan Carlos Rodríguez,
que el Quijote es una gran novela de amor. Del amor imposible. En el
amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se da y ahí está la
presencia del ser amado nunca visto, el amor a un mundo más humano nunca
visto y torpemente entrevisto, el amor a una mujer que no es y a una
justicia para todos que no es. Son amores diferentes pero se juntan en
un haz de fuego. ¿Y acaso no quisimos hacer quijotadas en alguna
ocasión, ayudar a los flacos y menesterosos? ¿Luchando contra molinos de
aspas de acero, que ya no de madera? ¿Despanzurrando odres de vino en
vez de enfrentar a los dueños del dolor ajeno? ¿“En este valle de
lágrimas, en este mal mundo que tenemos –dice Sancho–, donde apenas se
halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería”?
He celebrado hace dos años, con ocasión de la entrega del Premio Reina
Sofía de Poesía Iberoamericana, mi llegada a una España que no acepta
las aventuras bélicas y que rompe clausuras sociales que hieren la
intimidad de las personas. Hoy celebro nuevamente a una España empeñada
en rescatar su memoria histórica, único camino para construir una
conciencia cívica sólida que abra las puertas al futuro. Ya no vivimos
en la Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos eran
obligados a olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible. Bien
lo sabemos en nuestro Cono Sur.
Para San Agustín, la memoria es un santuario vasto, sin límite, en el
que se llama a los recuerdos que a uno se le antojan. Pero hay recuerdos
que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y muestran su rostro
sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las dictaduras
militares desaparecieron. Pesan en el interior de cada familiar, de cada
amigo, de cada compañero de trabajo, alimentan preguntas incesantes:
¿cómo murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué? ¿Dónde están sus restos
para recuperarlos y darles un lugar de homenaje y de memoria? ¿Dónde
está la verdad, su verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La
de los asesinos, la cobardía del silencio. Así prolongan la impunidad de
sus crímenes y la convierten en impunidad dos veces.
Enterrar a sus muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley
fija siempre, inmutable, que no es una ley de hoy sino una ley eterna
que nadie sabe cuándo comenzó a regir. “¡Iba yo a pisotear esas leyes
venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de un
hombre, fuera el que fuera!”, exclama. Así habla de y con los familiares
de desaparecidos bajo las dictaduras militares que devastaron nuestros
países.
Y los hombres no han logrado aún lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto.
Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que
remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que
mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están
perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en
el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego.
Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es
posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así
como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que
entre en su pasado. Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la
destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de
su pasado en particular.
Pero volviendo a algunos párrafos atrás: hay tanto que decir de
Cervantes, de este hombre tan fuera del uso de los otros. De sus
neologismos, por ejemplo. Salvo él, nadie vio a una persona caminar
asnalmente. O llevar en la cabeza un baciyelmo. O bachillear. Don
Quijote aprueba la creación de palabras nuevas, porque “esto es
enriquecer la lengua, sobre quien tienen poder el vulgo y el uso”. Hace
unos años ciertos poetas lanzaron una advertencia en tono casi
legislativo: no hay que lastimar al lenguaje, como si éste fuera río
coagulado, como si los pueblos no vinieran “lastimándolo” desde que
empezaron a nombrar. Cuando Lope dice “siempre mañana y nunca mañanamos”
agranda el lenguaje y muestra que el castellano vive, porque sólo no
cambian las lenguas que están muertas. La lengua expande el lenguaje
para hablar mejor consigo misma.
Esas invenciones laten en las entrañas de la lengua y traen balbuceos y
brisas de la infancia como memoria de la palabra que de afuera vino,
tocó al infante en su cuna y le abrió una herida que nunca ha de cerrar.
Esas palabras nuevas, ¿no son acaso una victoria contra los límites del
lenguaje? ¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar, la lluvia,
no tienen muchas voces? ¿Cuántas palabras aún desconocidas guardan en
sus silencios? Hay millones de espacios sin nombrar y la poesía trabaja y
nombra lo que no tiene nombre todavía.
Esto exige que el poeta despeje en sí caminos que no recorrió antes, que
desbroce las malezas de su subjetividad, que no escuche el estrépito de
la palabra impuesta, que explore los mil rostros que la vivencia abre
en la imaginación, que encuentre la expresión que les dé rostro en la
escritura. El internarse en sí mismo del poeta es un atrevimiento que lo
expone a la intemperie. Aunque bien decía Rilke: “[...] lo que
finalmente nos resguarda/es nuestra desprotección”. Ese atrevimiento
conduce al poeta a un más adentro de sí que lo trasciende como ser. Es
un trascender hacia sí mismo que se dirige a la verdad del corazón y a
la verdad del mundo. Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por
el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta no vive para escribir.
Escribe para vivir".