Extractado de: Javier Alvarado Planas,
Apercepciones sobre la iniciación masónica, Madrid, 2019, pp. 141-146.
Las sociedades tradicionales han considerado que la imitación de modelos ejemplares era el mejor medio para dotar de un sentido trascendente la actividad humana. De esta manera, toda conducta humana debía encontrar un modelo ejemplar previamente establecido por la Divinidad o por seres sobrenaturales (dioses, ángeles, santos, héroes). Cualquier acto fundacional, desde la entronización de un monarca, un rito matrimonial, la siembra o recolección, hasta la delimitación de los muros de una ciudad, el trazado de una casa, la edificación de un templo, etc., todo ello se basaba en un ritual que, en última instancia, reproducía o se inspiraba en el rito más perfecto posible; el que empleó Dios para crear el mundo; el rito cosmogónico.
Por tanto, la imitación de ese rito primigenio ejecutado en el momento puro y fuerte de los orígenes garantizaba unos resultados eficaces. En definitiva, todas las actividades morales, artísticas o técnicas del hombre, aún las más domésticas, adquirían la fuerza de la sacralidad en la medida en que reflejaran lo mejor posible un modelo celeste preexistente que, en primera instancia, debía imitar el rito de la creación del cosmos. Según esta creencia, la energía prodigiosa desplegada por Dios al crear el mundo desde el invariable centro, continuaba hic et nunc a disposición de quien la supiera utilizar mediante el rito apropiado. De esta manera, todos los espacios sagrados y lugares consagrados a Dios (Paraíso celeste, Jerusalén celestial, paraíso terrestre, ciudad santa, montaña sagrada, templo, sancta sanctorum, incluso el alma o el “ojo” del corazón) se encontraban en correspondencia o comunicación con el centro espiritual supremo.
En este sentido, una de las isomorfías (como es arriba, así es abajo) más notables fue la equivalencia cosmos-templo-hombre; el cosmos es la morada de la Presencia de Dios, el templo es la casa de Dios y el hombre es la casa de alma o templo del Espíritu Santo (1 Cor 6, 19; 2 Cor 6, 16). Si el rito utilizado para crear el mundo también había sido eficaz para convertir un edificio en casa de Dios, igualmente un rito apropiado podía transformar el cuerpo humano en santa morada. En última instancia, el rito convertía a todos ellos (cosmos, templo, hombre) en espacios consagrados.
La concepción reticular de esta isomorfía del cosmos implicaba que las diversas zonas del universo guardaban íntima conexión con las partes equivalentes del templo y también con las del mismo cuerpo humano. En efecto, el templo reflejaba el orden cósmico porque estaba orientado según los puntos cardinales; la cabeza era su sancta sanctorum, en línea con el otro extremo del eje vertebral o pasillo en donde se encontraba la puerta de acceso flanqueada por dos grandes columnas o extremidades (según un eje solar). El centro o corazón del templo era el ara o altar, que comunicaba por arriba con el domo o la clave del edificio (eje polar). De esta manera, el hombre atravesaba el umbral del templo para efectuar con éxito la “vía de la salud” y recuperar el estado edénico que le reintegrara con el Creador.
Pero, aunque la tarea del constructor humano consistía en imitar al Gran Arquitecto del Universo cuando transformó el caos en cosmos, no siempre era capaz de descubrir todos los modelos a imitar. Por eso, cuando las leyes, ritmos y ritos celestes resultaban inaccesibles para el hombre, entonces la propia Divinidad decidía “revelárselos”. Recuérdese cómo Dios “reveló” a Noé los planos de Arca, al igual que también “reveló” las medidas del Arca de la Alianza, o los planos del templo de Jerusalén.
En coherencia con este pensamiento tradicional, la masonería ha mostrado especial interés en que la decoración de sus templos representara lo más fielmente posible el cosmos, y que la práctica del rito fuera lo más justa y perfecta posible a fin de que la reproducción de ciertas leyes y ritmos armónicos atrajera las influencias celestes. Con ello se cumplía precisamente el lema masónico “Ordo ab Chao” (Orden sobre el Caos).
En efecto, el templo masónico se considera una representación del Universo; el techo tachonado de estrellas sobre fondo azul es sostenido por doce columnas dispuestas a lo largo de las paredes rematadas por los respectivos signos zodiacales. Una plomada colgada del centro señala la estrella polar. Los textos masónicos explican que la longitud de la logia abarca todo el mundo “de oriente a occidente”; su anchura, “de mediodía a septentrión”; su altura, “de la tierra al cielo’; y su profundidad, “de la superficie al centro de la tierra”. El rito de encendido y apagado de las tres luces al comienzo y fin del trabajo representaba la creación y final del ciclo cósmico; comenzaba a “Mediodía en punto” cuando los rayos del Sol (símbolo de las influencias celestes) se encontraban en lo más alto y caían con más fuerza (en perfecta perpendicular) sobre la tierra, y concluían a “Medianoche en punto”, cuando la influencia del Sol declinaba en su punto más débil. Las dos columnas en la puerta del templo representaban el solsticio de invierno y de verano (san Juan Bautista y san Juan Evangelista). En medio del suelo se desplegaba el tapiz o cuadro del grado que, a su vez, representaba una imagen simbólica del cosmos. El templo había de orientarse según coordenadas solares; el venerable se sentaba en el este y los vigilantes en el sur y en el norte (en los antiguos ritos operativos los tres principales maestros se sentaban en occidente para observar la salida del sol). Los dibujos del sol y de la luna mostraban la pared oriental. Cada uno de los oficiales representaba un planeta; las deambulaciones se efectuaban en sentido solar. El proceso iniciático se asociaba al recorrido del sol por todas las casas zodiacales de manera que el iniciando-sol culminaba su evolución, es decir, su solarización, cuando completaba el recorrido de las puertas zodiacales, desde las tinieblas hasta la luz.
En teoría, el recinto de la logia destinado a las tenidas debía imitar el templo del rey Salomón y, por tanto, había de tener la forma de un rectángulo cuya longitud era el doble de su anchura. Además, a imitación de las logias operativas de los constructores de catedrales, estaba orientado (simbólicamente) al modo tradicional; la puerta se encontraba situada en el oeste; el venerable se situaba en el oriente (de donde procede la luz); los aprendices se sentaban en el lado norte (el lugar menos iluminado), y los compañeros y maestros en el lado sur. En el libro Masonry disected (1730), se explica que la logia abarca todo el espacio de este a oeste, de norte a sur, y una altura de “innumerables pulgadas, pies y yardas, tan alta como los Cielos” y una profundidad tal que llega “hasta el Centro de la Tierra”, es decir, que no tenía límites porque abarcaba todo el Universo. Y el manuscrito Essex (circa 1750) asimilaba la logia al interior del corazón, dado que a la pregunta; “¿Qué es una logia perfecta?”, se respondía: “El interior de un corazón sincero”.
Al entrar en la logia, eran diversos los símbolos que adornaban el techo, las paredes y el suelo con el fin de configurar un auténtico programa iconográfico basado en el simbolismo constructivo que debía ayudar al masón a trabajar y pulir su piedra bruta (su personalidad) hasta convertirla en una piedra tallada y apta para ser colocada en el templo (la Humanidad, el Cosmos…).
En el lado de occidente se encontraba la entrada del templo flanqueada por dos columnas denominadas J y B (Jakin y Boaz) que representan las que el maestro de obras Hiram Abí alzó en el vestíbulo del Templo de Jerusalén (I Reyes, 7, 21-22).
En la pared oriental se situaba el Delta o Triángulo con el “ojo que todo lo ve”, emblema judeocristiano consistente en un triángulo equilátero con un vértice hacia arriba en cuyo interior se representa el ojo de Dios (que no es ni el izquierdo ni el derecho, sino un ojo “frontal” o “central”, es decir, un “tercer ojo” que representa la omnisciencia), o el Tetragrama hebreo (o la versión abreviada de las tres yod). En realidad, la letra G tiene un sentido polivalente. Es la inicial de Geometría (Samuel Prichard, Masonry disected, 1730), la inicial de God (Dios en inglés), o la inicial de Yahvé en hebreo (Le Sceau rompu, 1745) al asociar fonéticamente yod y God. No obstante, la masonería operativa situaba la letra G en el centro de la bóveda (Estrella Polar) del que pendía una plomada que representa el polo terrestre como reflejo del axis mundi. En recuerdo de ello, algunas logias situaban en su cenit, colgado del centro del techo, la plomada del Gran Arquitecto del Universo que señala a la Estrella Polar y orientaba el taller en dirección al Eje del Universo, simbolizando con ello la correcta y necesaria verticalidad tanto del Cosmos, como del hombre, a fin de recibir la influencia espiritual que desciende de lo alto.
En oriente se situaba la mesa y trono o cátedra del venerable maestro, que presidía las reuniones. A su izquierda se situaba el orador de la logia, y a su derecha se sentaba el secretario.
En la columna del sur se situaba el primer vigilante, y en la columna del norte se sentaba el segundo vigilante. Ellos, con el venerable maestro son los tres oficios más importantes de la logia, también denominadas Tres Pequeñas Luces del taller; el venerable maestro, que dirige la logia; el primer vigilante, encargado de los compañeros, y el segundo vigilante, responsable de la formación de los aprendices. Cada uno de ellos guarda la puerta del respectivo grado, lo cual resultaba más visible durante la ceremonia de iniciación, en la que el candidato recipiendario efectuaba un tiple recorrido por el templo y golpeaba tres veces sobre el hombro de cada uno de ellos para que se le franquee el paso hasta llegar al centro.
Entre la mesa del venerable maestro y el centro del taller se situaba la mesa o altar de los juramentos, en el que se depositaban las llamadas Tres Grandes Luces; la Escuadra (la Tierra), el Compás (el Cielo) y el Volumen de la Ley Sagrada (la Biblia).
La escuadra simboliza el equilibrio y la conciliación entre las diversas tendencias de todo tipo que existen en la logia. Una vez cincelada y pulida la piedra, antes de colocarla en el edificio, el maestro de obras comprobaba con la escuadra que sus ángulos y caras eran correctos de modo que, una vez escuadrada (comprobada su rectitud), la piedra (el masón) se integraba en el templo.
El compás representa las influencias espirituales de manera semejante a como la escuadra simboliza las influencias terrestres. Tal compás es el manejado por el Gran Arquitecto del Universo al dibujar y transformar el caso en cosmos; “Cuando afirmó los cielos… trazó un círculo sobre la faz del abismo” (Proverbios, 8, 27).
Finalmente, el volumen de la Ley Sagrada es el conjunto de todos los textos sagrados de la Humanidad. Usualmente, las logias cristianas utilizan la Biblia abierta en el Evangelio de san Juan. Para los masones, todas las logias son genéricamente logias de San Juan Bautista. Pero también se encuentran bajo advocación del Evangelista dado que se considera que el apóstol era portador de una enseñanza esotérica y mística integrada en la Iglesia personificada en san Pedro. Ello se basa, por ejemplo, en el reproche de Jesús a Pedro: “si quiero que él [Juan] quede, hasta que yo venga, ¿qué te va a ti?” (san Juan 21,20-23). Además, no sólo era el discípulo amado de Jesús, sino que también fue designado por Jesús, en la cruz, como custodio e “hijo de la virgen María” (Juan, 19, 26-27).
En la parte superior de las paredes, una cuerda con doce nudos rodeaba todo el recinto. Tenía su origen en el cordel con el que los masones operativos delimitaban o encuadraban el perímetro de un edificio antes de su construcción. Dicha cadena o cordel simbolizaba el marco celeste o envoltura que rodea, une y protege el cosmos. Los nudos correspondían a los doce signos del Zodíaco, y en la medida en que servían para atar y unir, eran también lazos de amor.
En el suelo se situaba una zona central de losas negras y blancas que mostraba la dualidad del mundo en contraposición al color azul que decoraba el techo. Mientras que el recorrido ceremonial debía hacerse sobre tal jaquelado, determinadas escenas o momentos del rito masónico (por ejemplo, la escena de la iluminación masónica del aprendiz) había de ejecutarse fuera del espacio dual del damero para indicar que se trataba de acontecimientos por encima de los pares de opuestos. En todo caso, el suelo jaquelado derivaba de la costumbre del maestro masón de trazar sus planos en cuadrículas sobre el suelo.
Alrededor del espacio ajedrezado y bordeando el perímetro del Cuadro de Logia, se situaba la borla dentada, especia de línea trazada en dientes de sierra regulares que tiene una clara función de protección y simboliza al guardián de la puerta. Con ello se daba a entender que el neófito debe ser devorado y despojado de su cuerpo o envoltura profana para renacer. También advierte a los masones que entran en logia, de la necesidad de despojarse de sus metales (defectos) para trabajar a la Gloria del Gran Arquitecto del Universo y de los peligros que conlleva el no adoptar la actitud adecuada. La expresión despojamiento de los metales, había sido tomada de la alquimia y simbolizaba, en sentido amplio, la necesidad de renunciar a los vicios del mundo profano (metales=defectos) y, en sentido específico, representaba el deber de todo masón de entrar en la logia desprovisto de todo pensamiento o deseo inadecuado.
Una vez que los asistentes se encontraban en el interior de la logia, el venerable maestro abría solemnemente los trabajos y se encendían las velas de los tres candelabros situados en medio de la logia. A partir de ese momento, todo acto, gesto o palabra quedaban sometidos a un estricto protocolo cuya finalidad se encaminaba a disciplinar la mente, evitar las fricciones entre los miembros de logia y aprender el arte de la convivencia y tolerancia fraternal. Pero en última instancia, el rito señalaba un cierto camino para que el masón aprendiera a despojarse de los metales profanos, encontrara la Palabra perdida, es decir, el nombre misterioso y sagrado de Dios y, finalmente, viera la luz (lo que quiera que ello significara para cada masón).
Dado que el templo debía de ser un reflejo del cosmos, la práctica ritual pretendía poner en comunicación las influencias celestes con ciertas partes o estados del hombre pues, a fin de cuentas, como afirmaba A. K. Coomaraswamy, toda cosmología es, al mismo tiempo, una psicología y una fisiología. A estos efectos, los rituales masónicos procuraban no dejar nada al azar; por ejemplo, el lugar de la logia, en donde se realizaban las diferentes escenas del ritual, debía guardar relación con la fisiología sutil del cuerpo humano. Ya ha sido señalada por varios autores la relación que los rituales establecen entre el progreso masónico y la estimulación de ciertos centros sutiles mediante toques, agarres y punciones. Así, durante el rito de iniciación se “toca” el corazón del recipiendario; con la espada (p. e. al llamar a la puerta durante la iniciación), con el mazo (p. e. cuando los tres grandes oficiales de la logia le paran ante las respectivas puertas), o con la punta del compás (al tomarle juramento). Igualmente, durante la escena de la “pequeña luz” todas las espadas de los asistentes apuntaban al corazón del recipiendario, o se le “inviste” masón cuando se colocaba sobre su cabeza una espada que era golpeada por el venerable maestro tres veces con su mallete. Igualmente, durante el rito de elevación a la maestría, el candidato había de recorrer las puertas de occidente, mediodía y oriente en donde era “golpeado” sucesivamente en la garganta con una regla de 24 pulgadas, en el pecho izquierdo con una escuadra y con un golpe mortal de mallete en la cabeza. El momento crucial del rito era precisamente el extraño y singularísimo abrazo por los cinco puntos de la masonería; “pie contra pie, rodilla contra rodilla, mano contra mano, corazón contra corazón y oreja contra oreja” (La institución de los franc-masones, año 1725). Todo ello iba acompañado de toques manuales y signos penales o de reconocimiento.
Al igual que los diferentes niveles o estados del cosmos están comunicados por puertas específicas, también en el templo hay varias puertas, la última de las cuales da acceso a la cámara más alta o reservada; la “puerta estrecha” u “ojo del domo que comunicaba con el cielo. Como también el hombre es una hierofanía, el “cuerpo” humano tiene una puerta que comunica con el nivel superior, el otro mundo; es la “puerta del cielo”, que algunos sitúan en la fontanela posterior del cráneo, lugar que no por casualidad tonsuran algunos monjes cristianos. Ello ha tenido su reflejo en los ritos iniciáticos que pretenden anticipar en vida y conscientemente una experiencia post-mortem. Tales trances y éxtasis son descritos como un viaje ascendente o “vuelo mágico” a través de un túnel o agujero. Una de las versiones más conocidas de este fenómeno se originó en la India; el progreso espiritual se asocia al despertar de una energía (Kundalini) que permanece alertargada en un centro sutil (el chakra Muladhara) localizado en la base de la columna vertebral, que puede ser despertada y ascender por el canal central (el nadi o canal llamado Sushumna), llegar al Brahma-randhra ubicado en la cabeza, y florecer semejando una corola luminosa (el halo de santidad). Pues bien, autores como René Guénon afirman que ese centro sutil localizado en la fontanela del cráneo, con la piedra clave de bóveda que, según la leyenda del rito del Arco Real (también en el decimocuarto grado del rito escocés antiguo y aceptado, es decir, Gran Escocés de la Bóveda Sagrada), fue retirada para permitir el descenso a los sótanos del templo de Salomón. También aparece representada en el cuadro del grado de maestro bajo la forma de una buhardilla (ventana de desván) ubicada en la parte superior del Templo, cuyo simbolismo es similar al del “ojo” del domo de las edificaciones abovedadas desde el que entra la luz divina o, más propiamente, la de la estrella polar representada por la G que cuelga de dicho punto.
Extractado de: Javier Alvarado Planas, Apercepciones sobre la iniciación masónica, Madrid, 2019, pp. 141-146.
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