El martes 13 de junio de 1950, ya bien entrada la tarde, una multitud, indignada, recorría la plaza de armas de Arequipa tras el cuerpo de un obrero, transportado sobre una puerta, que había caído en la calle Moral por el sablazo de un policía a caballo.
Luis Yáñez Pacheco tenía, entonces, dieciocho años y cursaba el primero de Letras en la Universidad de San Agustín. Vivía con su madre y sus dos hermanas en un vecindario de la calle Bolognesi, el antiguo tambo de la Cabezona. Era un poeta en ciernes y un espléndido declamador, y simpatizaba con el comunismo. Ardiendo de rabia por lo que estaba sucediendo con el pueblo, formaba parte de la manifestación. Héctor percibió en su semblante sus ganas de decir algo, y paró a los manifestantes en la esquina con la calle San Agustín para que lo escuchasen. La rubia y pequeña figura de Luis Yañez subió a la vereda, frente al atrio de la Catedral, y con su voz metálica y alta recitó el poema de Arturo Serrano Plaja, “¡Aquí no llora nadie”, propalado entre los combatientes republicanos en el frente de lucha, durante la guerra civil española. La multitud escuchó conmovida a Luis Yáñez . Retemplado su carácter con esa poesía, la multitud continuó su marcha por las calles de Arequipa.
Las madres de España van vestidas de negro
y cubren su cabeza con pañuelos oscuros.
Las novias en los pueblos comen de un pan moreno
y pisan, en pequeño, lo mismo que los hombres,
cuando van tras los bueyes por el flaco terreno,
dirigiendo con mano firmísima el arado.
Por los míseros montes se desgarra la tarde
y un niño con descuido de hombre grave conduce
rebaños reducidos de escuálidas ovejas.
Mas allá tras los montes, ronca y siniestramente,
El ansia entre dos luces va fingiendo descuido
con menudos quehaceres. Mientras humildemente,
las vecinas escuchan, con un silencio llano,
la voz grave de un viejo, sus noticias severas.
Los hijos y los novios, hermanos y maridos,
hombres que se visten con géneros de pana
y tienen la piel dura de sol y vendavales,
se van y se despiden y forman batallones.
¡Aquí no llora nadie! Se van sencillamente.
¡Que lloren otros pueblos su libertad perdida!
Aquí las hachas talan durísimos pinares,
que los martillos clavan en féretros desnudos.
Que otras mujeres lloran sus maridos vivientes:
para los hombres muertos hay respeto en España,
y un silencio mordido y un esperar callado
y un campo de batalla para sus sucesores.
¡Que rompan los pañuelos!
¡Que rasguen a tiras blanquísimas de hilo!
¡Que ciñan bien frescos a la herida caliente
o que cubran con ellos la herida prematura
¡Aquí no llora nadie y el corazón domina.
Y si se vierte sangre, las lágrimas se ahogan
por la noche, en silencio, contra la dulce almohada,
junto a la espesa niebla de un presagio nocturno.
Aquí se alzan los pueblos con sangre a borbotones
y aquí se muere a golpes durísimos de plomo.
(Esta escena forma parte de mi relato “Esos días de junio”, cuya edición está en trabajo.)