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L A T E R N U R A D E L I C E B E R G
( N O V E L A )
A U T O R: “P E R S E O”
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Si toda novela trata de imaginar los capítulos que faltan en una vida, toda biografía es de alguna manera una inspirada ficción.
Alberto Manguel, crítico literario.
La memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados
( Jean Paul )
¿Por qué contemplas con tanto ardor esas vívidas luces y no reparas en los que vienen
detrás de ellas?
(Canto Vigésimo Nono. Purgatorio. La Divina Comedia, Dante Alighieri)
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( I )
Por varios meses había estado retrasando el viaje a la República Dominicana, pero denada me sirvió esa efímera evasión. Lucio llamó, molesto ─algo no muy inusual en él de un tiempo acá─ y me advirtió que si no iba lo más pronto posible a Santo Domingo,
él dejaría de considerarme su hijo.
Estas últimas palabras las dijo como saboreándolas, masticándolas, imaginé; haciéndolas durar más en esa tensión que forman espacio y tiempo, sobre todo cuando, como sucede en nuestro caso, estamos separados por el fragoroso y azul
océano Atlántico. Realmente me estremecieron sus palabras.
Imaginé a papá con su camisa a cuadros, arremangada hasta los codos, pantalón beige o negro y sandalias cafés. Ah, y con sus gafas de montura negra, con sus cristales divididos por los bifocales. Esas gafas hacían que su solemne expresión facial
se acentuara.
Cuando yo era pequeño escuche a mucha gente, sobre todo en lugares públicos, preguntarle si él era o había sido militar. Mi padre siempre lo negaba: las primeras veces molesto, pero después resignado.
─No ─decía él─ soy el encargado de una ferretería que queda en la Carretera Mella con Charles de Gaulle, pero jamás me ha pasado por la cabeza meterme a la milicia.
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Y esto era cierto.
Quien sí había sido militar era su hermano, mi tío Eugenio, a quien corrieron de la institución castrense, siendo nada menos que sargento mayor, porque un capitán lo encontró, en uno de los baños de la Base Aérea de San Isidro, cogiéndose de perrito a
una de las cocineras, que era, por más señas particulares, menor de edad. La muchacha era sobrina nieta de la encargada de la cocina y acababa de llegar de Gaspar Hernández, de donde su familia la exilió para que olvidara a un novio que no le convenía, un malviviente, un bueno para nada. Eso decían ellos. Vaya usted a saber.
El incidente ocurrió durante los Doce años de Balaguer [quien subió al gobierno después de la sangrienta guerra civil dominicana, la Revolución de 1965, la Revolución de abril], y mi tío Eugenio se salvó de ir a la cárcel porque mi padre era
muy amigo de un Senador del Partido Reformista ─partido que ostentaba el poder─ y mi padre corrió a pedirle, en cuanto se enteró del lío en que su hermano menor se había metido, que le hiciera el favor de echarle la mano en ese penoso asunto.
─Ah, pero qué cabrón nos salió el “Geño” ─dijo el Senador.
El Senador era del mismo pueblo y hasta de la misma calle que mi padre y que mi tío; en su infancia habían jugado pelota, todos las tardes, en el mismo Play, y de vez en vez se fueron al río Yuna, a escondidas de sus padres, a darse una buena zambullida.
El Senador soltó una carcajada que hizo que su secretaria, que estaba en un rincón apartado tecleando en una máquina Olivetti, levantara la vista y la fijara en ellos, por un momento fugaz. Dice mi padre que en ese mirar fugaz se dio cuenta de que la
muchacha tenía los ojos verdes. Él sólo había hablado con ella por teléfono, pues la que él conocía, Marilú Encarnación, que era también de Sánchez, ya se había jubilado.
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─Entonces, a ese “Diablo cojuelo” todavía se le para el ripio ─dijo el Senador, después de reírse muchísimo─ hay que estar vivo para ver vainas…Hizo un par de llamadas y en menos de lo que canta un gallo, mi tío estaba en la calle, despedido, sí, pero, vivo y en libertad, que ya era mucho pedir. Esa vez, por poquito y la sangre llega al río.
Después, mi tío consiguió un trabajo en Aduanas y ahí trabajó, fiel y burocráticamente, hasta que lo alcanzó la muerte, el día quince de mayo del 1988: día nublado, después de haber llovido toda la noche, y en el que amaneció haciendo frío.
─Dime si vas a venir o no─ dijo Lucio, molesto.
─Ya te dije que sí, papá ─afirmé yo, empezando a molestarme.
Del otro lado de la línea se hizo un profundo silencio, un silencio tan compacto que se podía tocar con las manos. Por lo menos eso imaginé, pero yo siempre he sido muy dado a las elucubraciones mentales.
─Sólo déjame y resuelvo algunas situaciones que tengo pendientes─ argumenté.
─Te paso a tu madre ─dijo él, cortante─ ¡Ten, Angélica… el teléfono!
Y me la pasó.
Mi madre, en el teléfono, fue el contrapunto de la voz y del tono de mi padre.
─¿Cómo estás hijito?─ preguntó ella, con su voz dulce, pausada.
─Bien ─dije yo─ ¿Cómo sigue tu salud?
─Bien… ─contestó ella─ bien dentro de lo que cabe. Ya ves cómo son los médicos, hospitales y clínicas de este país. No sirven para nada. Están como la compañía de la luz.
─Sí ─dije yo, más para entrar en empatía que porque estuviese cien por ciento de acuerdo con mi madre─ están para llorar, todos.
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─Sí, para llorar, como dices ─contestó ella, y se interrumpió para toser.
Su tos era profunda, cavernaria, con matices asmáticos. Quizá durase un minuto, a lo sumo dos, pero a mí me pareció una eternidad. Se me hacía que se ahogaba.
─Toma ─escuché que le decía mi padre─ acábate el té, tiene eucalipto. Ya sé que está frío, pero yo te lo traje caliente, así que no es mi culpa; y tampoco importa que esté amargo, ya que no es una piña colada o un licuado de fresa, es una medicina.
¿Por qué eres tan mala bebedora, mujer? No, no me hagas señas de que me calle, tu hijo tiene que saber cómo eres.
Mi madre debió de tapar el auricular para que yo no escuchara lo que le contestó, porque cuando volví a escuchar, mi padre, refunfuñando, le decía:
─Bueno, haz lo que tú quieras, total, siempre haces las cosas a tu manera; no pienso seguir discutiendo contigo, ya estoy cansado. A ti fue que salieron tus hijos.
Ninguno de los tres se parece a mí.
Mamá, después de sortear otro acceso de tos, más prolongado que el primero, afirmó:
─No le hagas caso a tu padre, ya sabes cómo es, últimamente pelea por cualquier cosa y está preocupándose por todo. Él se toma la vida demasiado en serio. Una tontería, ¿verdad?, porque no importa lo que hagamos, al final, terminaremos muertos… es una suerte que ni tú ni tus hermanos sean como él ─ me dijo.
─Sí, una suerte ─afirmé yo.
─¿Y cuándo vienes?─ preguntó.
─Todavía no lo sé con certeza ─dije─ pero espero hacerlo lo más pronto posible.
─Joel…─ musitó.
─Dime…
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─Hijito…no le des tiempo al tiempo ─dijo ella─ haz por venir al país, porque tu hermano Everardo te extraña demasiado aunque no te lo diga, y nosotros también.
─Sí… ─dije yo, tragando en seco, en uno de esos momentos en que la nostalgia y el dolor se encuentran y se besan, y se nos trenzan como en un nudo de serpientes entre pecho y espalda─ te prometo que en esta misma semana te llamo para decirte cuándo
voy.
─No sabes la alegría que me das─ dijo mi madre─ Pensar que de nuevo voy a tener a mis tres hijos juntos.
Conversamos quince minutos más sobre mil y un temas diferentes.
Antes de que colgara el teléfono, Selene, mi pareja de aquella época, bajó las escaleras, tarareando la canción “Macarena” con la que el dúo español Los Del Río habían pegado en el gusto popular. Hasta el presidente de Estados Unidos la bailaba.
Selene traía puesta su bata de dormir, una camisola color limoncillo, transparente, que dejaba apreciar sus bragas rojas y diminutas y sus pechos grandes, de pezones rosados.
Encendió la luz de la cocina; enjuagó un par de copas y un plato, para luego acomodar bien las ollas y cucharas que yo había lavado mientras ella iba a darse un baño de espumas.
Acomodó todo sobre la tarja de aluminio inoxidable, junto al fregadero y su llave mezcladora cromada que brillaba de una manera especial bajo la luz de la lámpara ahorradora de electricidad.
Selene abrió la nevera y sacó un ramillete de enormes uvas que puso sobre el plato, a su lado colocó unas pasas y pistaches y dos ciruelas rojas; luego agarró una botella de vino cabernet, y con el plato, las copas y la botella de vino, en equilibrio perfecto,
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volvió a subir las escaleras. Pensé que iba cargada como una hormiga arriera en día de picnic.
─A la mesa y a la cama se llama una sola vez─ me sentenció.
Y se movió como lo hubiera hecho la colombiana Shakira. ¡Pura sabrosura!
Me despedí de mi madre, cuyas conversaciones telefónicas siempre se alargaban al infinito, porque si no había novedades en el barrio, en el seno de la familia, o en el país, ella las inventaba; la cosa era seguir escuchando mi voz a través del teléfono.
Colgué el auricular con no disimulada prisa y subí las escaleras, saltando los escalones de dos en dos.
Extracto de la novela: ''La ternura del iceberg'', de la autoría de un excelso escritor y amigo, ,que escribe con el seudónimo Perseo. Su pluma ágil y descriptiva registra verazmente los pormenores sociológicos y sicológicos de nuestra sociedad.