En la vida apacible de Huamanga, de hace más de dos décadas y media, cuando existía alguna religiosidad cristiana en mucha gente, y con ella las hipocresías y gazmoñerías propias de una ciudad pequeña con mucha tradición colonial; el hecho de haber nacido en Huamanga confería cierto estatus social. Los más viejos solían precisar su origen de “hanan parroquia” o de “uray parroquia”; el primero significa el distrito de Ayacucho desde el centro de la ciudad hacia el Oeste llegando hasta el barrio de Santa Ana, y el segundo el Este pasando por la iglesia de la Amargura hasta el Barrio de la Magdalena. Hay que tener en cuenta que no existían la mayoría de los pueblos jóvenes de hoy, o que recién contaban con pocas casas, algunos de ellos.
En aquella época se solían escuchar cosas tan absurdas como “ayacuchano de cuna” queriendo significar seguramente huamanguino neto o huamanguino de origen familiar noble, frase que implicaba discriminación social, especialmente por parte de las “orgullosas huamanguinas” que tenían dividida a la sociedad local en dos partes definidas: “los cholos”, esto es la mayoría de los ciudadanos; y aquellos que no lo eran.
No pretendo explicar este fenómeno, pues está lejos del alcance de mi formación, lo menciono porque de pronto, después de la quema de ánforas en Chuschi el año 1980, empezaron a cambiar las cosas y a transformarse los conceptos, los “ayacuchanos de cuna” adinerados se trasladaron y se establecieron lejos de Ayacucho, llevándose su idiosincrasia, principalmente en Lima. Los huamanguinos sin suficientes recursos para emigrar se quedaron atrapados en esta ciudad para ser testigos de experiencias increíbles, que reflejan para cada cual algunas facetas de la naturaleza humana.
La guerra empezó casi como un juego, cuando las facciones estudiantiles dentro de la Universidad de Huamanga hacían sus manifestaciones, muy populares en aquella época en casi todas las universidades estatales del Perú. Los “feristas” de la Federación de Estudiantes Revolucionarios (FER) coreaban sus consignas “¡guerra popular, del campo a la ciudad!”. Se mofaban de ellos todas las otras facciones políticas. Entre estos estudiantes “revolucionarios” se encontraban también colegiales, entre ellos Edith Lagos, Carlos Alcántara, y muchos otros cuyos nombres ya no perduran en mi memoria, pero cuyos rostros de mirada fanática aún puedo recordar.
Poco después de los incidentes de Chuschi, empezaron a oírse noticias de las “acciones” senderistas en los andes, los primeros policías muertos, los primeros castigos a los antisociales, los primeros “ajusticiamientos” a campesinos, y los primeros “dinamitazos” en nuestra ciudad, de modo que en los primeros años de los 80 se incrementaba continuamente el número de policías, soldados, y luego “marines”, que llegaban a nuestra ciudad.
Paralelamente empezó el éxodo de los huamanguinos, dentro de mi familia primero se fue mi padre que aún era un “Guardia Civil” en actividad, después de protagonizar sus primeras escaramuzas en Chontaca, Quinua y en la Selva de Santa Rosa; le siguieron mi madre y mis hermanos más pequeños. Ya se vivía con “toque de queda” cuando se dio el asalto a la cárcel de Huamanga. Un año después se fue la mayor de mis hermanas, que años más tarde se fue aún más lejos, al extranjero. Así me quedé solo en la casa paterna del distrito de San Juan Bautista.
Mi madre, no obstante, solía venir a ver su casa, hasta que paulatinamente dejó de hacerlo, y también terminó por alejarse del país, con posterioridad.
Hasta aquí la historia es prácticamente la misma que la de muchas otras familias que optaron por alejarse de Ayacucho. Pero en cuanto a la historia personal de los que se quedaron y lograron sobrevivir tenemos que admitir que cada uno vivió un drama muy particular.
Después de la captura del líder de Sendero Luminoso, don Abimael Guzmán, algunos jóvenes en Ayacucho se preguntaron por qué sobrevivieron. Un grupo muy reducido de amigos tuvimos que detenernos a responder esta pregunta. La respuesta les parecerá sorprendente pero luego que les exponga algo de la vida de aquel período tal vez no sea tan exótica al final.
En vez de hacer un recuento cronológico de acontecimientos, voy a contarles unos cuantos hechos para que comprendan mi propósito.
Al principio cuando se dieron los primeros atentados en la ciudad llegaron los primeros “sinchis”, que eran policías regulares muy jóvenes, se decretó el toque de queda de 10 de la noche hasta las 5 de la mañana. La población empezaba a ponerse nerviosa, pero más nerviosos estaban los policías, que se enfrentaban a un enemigo invisible.
Un día llegaron los cadáveres de los policías muertos en la hacienda de Ayzarca del río Pampas. A uno de ellos se le hacía el velatorio en la fuera una bella casona solariega. Comandancia de la Guardia Civil del Jr. Garcilazo de la Vega, al cual asistí por haber sido el finado un amigo de mi padre, alrededor de las 8 de la noche había inquietud e incomodidad en el ambiente, se hablaba de “infiltrados”; momentos después se oyen explosiones de dinamita, y se da un apagón total, se escuchan tiroteos y luego se da la calma tensa. Cerca de las 10 de la noche, los civiles abandonamos el velorio en dirección a nuestras casas. En las calles se nos grita, nos dan órdenes de caminar con las manos en alto, y solo se advierte miedo por todas partes. Estando yo por la iglesia de Santa Teresa tengo las manos en alto muy fatigadas. Ya no hay policías. Siento alivio al llegar al óvalo de la Alameda Bolognesi, y bajo las manos, cruzo el puente, subo la calle Lluchallucha, me aproximo a las gradas de la esquina y para mi asombro reconozco en luz de la luna a dos cuerpos humanos tirados sobre sus espaldas en el piso, uno en cada esquina. Eran policías muy jóvenes, el de la izquierda sosteniendo con ambas manos una metralleta en el pecho, el de la derecha con las manos al costado y la metralleta en el suelo a más de un metro hacia el centro del borde de las gradas; los creí muertos, no veía huellas de sangre, pero encontré botellas pequeñas de ron Cartavio; dormían completamente ebrios protegidos con sus chaquetas antibalas. Me quedé unos minutos considerando la situación, mi casa estaba a 40 metros hacia San Juan Bautista, pensé primero en llevarme y guardar las metralletas, ¿pero si de madrugada hacían búsqueda y me encontraban la armas y no creían mi historia? Intenté despertarlos sacudiéndolos, en vano. Pensé en llevarlos cargando a un lugar seguro, pero aquella vez yo eran un joven muy frágil de 60 kilos, desistí. Finalmente recogí la otra metralleta, le puse en el pecho del desarmado en la posición correcta y deseando que despertaran lo más pronto posible a paso ligero me metí en mi casa.
Unos meses después, cuando la guerra aún no había recrudecido, una mañana mi hermana me llamó la atención seriamente, dos policías me habían encontrado en la noche caminando completamente ebrio rumbo a mi casa, y como yo era un conocido hijo de Guardia Civil, optaron por tomarme, uno por cada brazo, y llevarme por las callejas muy mal iluminadas de entonces, porque dinamitaban las torres de energía eléctrica, haciendo disparos de Fall al aire, y entregarme a mi hermana, que aún no se había ido de la ciudad.
Así, de manera irresponsablemente ingenua, para civiles y militares, empezó la conflagración.
El exterminio de los jóvenes de mi generación, conocidos míos, empezó con la desaparición de mi vecino y amigo de infancia Jorge Borda, sería el año 1983. El había egresado de la Escuela de Enfermería de la UNSCH, se fue a trabajar a la selva del río Apurímac en alguna posta médica del Ministerio de Salud. Por entonces los “senderistas” habían empezado a ingresar en la selva, azotaban a los delincuentes comunes, azotaban o cortaban la cabellera a las prostitutas o a las que frecuentaban con los policías.
Cuando se reportó la desaparición de mi amigo, sus familiares lo buscaron asiduamente, en cuarteles, destacamentos, etc., y fue imposible encontrarlo, y hubo absoluta falta de información; pero con fragmentos de testimonios de nuestros vecinos de Carmen Alto que hacían labores agrícolas en la selva hacía años, y posteriormente con testimonios completos, incluso de un licenciado del ejército, logramos reconstruir la historia completa.
El jefe militar del cuartel de Pichari había perdido la paciencia con los últimos “ajusticiamientos” y la ejecución de los delincuentes, asaltantes y rateros, que al parecer se propagaban rápidamente en toda la selva, entonces un día en que se realizaba la feria semanal en Sivia ( feria que concentraba a mucha gente de los caseríos cercanos, donde además de adquirir artículos de primera necesidad, los jóvenes, empleados, “narcos” y comerciantes iban a beber cerveza), ordenó que se detuvieran a todos los jóvenes presentes. Los detenidos fueron llevados a un bote, éste cruzó el río, después de lo cual disminuyó drásticamente el número de testigos, los jóvenes marcharon hacia el cuartel de Pichari. A alguna distancia, cerca del monte, un caterpillar o quizá una retroexcavadora había surcado una fosa grande, formaron a los jóvenes al borde de la misma, los ametrallaron, e inmediatamente se cerró la fosa y se allanó el lugar, con más de cincuenta muertos o moribundos enterrados.
Lo más curioso de esta historia, es que pocos la conocen fuera del valle del río Apurímac, donde es un hecho conocido, ahora ya casi como tradición oral. Parece que nunca se hizo referencia en los periódicos. Los pocos pobladores que sin haber visto la masacre sabían lo que había ocurrido y podían indicar la ubicación aproximada de la fosa común, fueron muertos posteriormente.
Así empezó la vorágine, a la desaparición de este mi amigo, siguió el de su primo “Jesuco”, un joven chofer de camión cisterna, cuyo cadáver no se pudo encontrar, tampoco identificar entre los cadáveres encontrados en el barranco de Infiernillo y el relleno sanitario de Purakuti. Más de un año después, estaríamos ya en el año1985, su hermano político Mauro fue ejecutado por los “senderistas” en el distrito de Chiara, posiblemente por haber accedido a ejercer el cargo de gobernador.
Ya iban tres muertos en la manzana donde yo vivía. Ahora hay que ir sumando a las víctimas de las manzanas aledañas, de cuyos niños jugadores de fulbito callejero, ahora jóvenes, nos llegaba la noticia de sus decesos, primero “Batatas”, que se había enrolado a sendero; un hermano mayor, y dos menores suyos, muertos en combate o desaparecidos tras ser detenidos, no se sabe, en las provincias sureñas de Ayacucho. Siguieron el “Chapo” de la primera cuadra de la avenida Perú, Eladio de la calle Lluchallucha, que al parecer hasta era intelectual de “Sendero”.
Parecía, que era el costo normal de la guerra popular, hasta que el ejército empezó las batidas casa por casa. Para entonces la población de inmigrantes de las provincias se había incrementado considerablemente. Del costado de mi casa sacaron a un campesino inocente y se lo llevaron creyendo que era el sindicado como un “senderista” de la “lista negra”; uno de los hermanos que era el que realmente estaba implicado, aprovechó el hecho para adoptar el nombre, la partida de nacimiento, la libreta militar y electoral del desaparecido e irse a Lima escapando de la violencia para llevar una vida normal.
Entonces se fueron extinguiendo los conocidos de mi barrio, luego los nuevos pobladores jóvenes a quienes no alcancé a conocerlos ni saber sus nombres, mis vecinos más próximos se fueron a Lima casi todos, me fui quedando solo con la angustia de que si el plan era exterminar inocentes por el delito de ser jóvenes, entonces se aproximaba mi hora.
En efecto se aproximaba, una noche, tras disipar las tensiones en el bar de Piero del Jr. San Martín, volvía chispo a mi casa, por el Jr. Dos de mayo. Pasando el puente Arroyo, doy alcance a un joven muy ebrio, al parecer trabajador qarmengino de origen humilde, que avanzaba con dificultad; en la puerta de la familia Camasca le informo que faltaban cinco minutos para el toque de queda, y que se apure en atravesar “la alameda”. Lo dejo y sigo caminando y percibo el sonido del motor de la tanqueta de la policía que estaría por la iglesia de Santa Teresa. Cruzo corriendo el estrecho puente colonial. Cuando estoy pasando por la Quinta Orcasitas, la tanqueta voltea el óvalo de la alameda, oigo dos o tres disparos, se detiene el vehículo y reinicia su marcha. Yo tengo la sospecha de que mataron al joven ebrio, y en mi casa no puedo dormir, espero ansioso a que pase el toque de queda, y a las cinco de la mañana bajo corriendo hacia el Jr. Dos de Mayo. Efectivamente en el primer poste de energía eléctrica hay huellas de sangre hechas con las palmas de las manos, en la pared azul de la familia Medina las huellas retroceden muy nítidas, cerca de la puerta en el centro de la calle hay un charco de sangre. Me quedo meditando, por menos de un minuto casi soy testigo de mi propia desaparición.
Seguían sucediéndose los atentados y seguían desapareciendo los jóvenes. Una mañana escuchamos en el noticiero que sumaban 16 los cadáveres de jóvenes ejecutados por uniformados en las puertas de sus casas, luego de haber sido sacados de sus hogares. Yo solo pude ver dos de ellos, uno en el centro de la calle de la plazoleta de San Juan Bautista, frente donde hoy está la oficina de gobernación, y otro en las Nazarenas al costado del terreno del Programa de Pastos de la Universidad.
Se había llegado al extremo donde ya éramos testigos de lo peor que era capaz el ser humano. En nuestro vecindario, media hora antes del toque de queda, cuatro soldados violaron y luego volaron los sesos de una muy joven vecina nuestra. Si un día se publicase este testimonio, habría que eliminar este párrafo para que entre los familiares y vecinos no renazca furiosa la indignación y el dolor que sentimos entonces.
En esa época terrible nuestra vida se dispuso de modo que a mayor violencia, era mayor la cantidad de bebidas alcohólicas que consumíamos los jóvenes “conocidos” de entonces, nos habíamos vuelto muy populares, todos buscaban nuestra amistad, incluso uno que otro militar; nos reuníamos para tocar guitarra, para cantar todo tipo de música, y para contarnos chistes e historietas. El miedo y la falta de sueño por las noches lo compensábamos con el jolgorio y la risa de las horas de la tarde.
Hasta que llegó mi hora. Mi madre, dos de mis hermanas y mis hermanos muy pequeños habían vuelto de Lima por vacaciones de verano. Una noche yo dormía aliviado por la compañía familiar, cuando despierto por el ruido de mi puerta de calle que se rompía estrepitosamente, oigo pasos que se desplazan hacia todas las habitaciones. En mi cama me apuntan una linterna y un fusil Fall; “¿eres el famoso ‘cabetroni’?”, respondo que soy el mismo, “nos vamos amigo, estás pedido”, le pido que me deje ponerme mi pantalón, él admite, por alguna razón le caigo simpático, pues me dice que lo lamenta, y que tengo suerte de que haya sido él el que me encontró, era el jefe. Salgo al corredor con las manos en la nuca, me caen varias patadas, el jefe impide que me sigan golpeando. Empiezo a aproximarme al extremo de la desesperación. En el silencio y la quietud de la noche se me pregunta “¿Dónde está el arma?”. En el instante se me ocurre una broma pesada, pues recordaba algo. Respondo “en este cuarto grande, en la pared a la derecha”. Uno de ellos empuja violentamente la puerta, y sale con un Fall negro de plástico, era el juguete del mayor de mis pequeños hermanos. El jefe dice “eres pendejo concha…”.Levanta su revolver y me dispara en la cabeza, me despido de esta vida, pero sólo hay un sonido metálico sin destello. Me dice que volverían pronto y ordena la retirada. Yo advierto alivio en su voz, quizá no quería cometer un crimen. Cuando salen de mi casa vuelvo a mi cama y me río a carcajadas, pienso que estuve muy cerca del final de mi azarosa existencia.
Ya estamos en el año 1988. Tras ocho años de desempleo, falta de oportunidad, insomnio, miserias, carencias, pérdida de peso, escándalos, genocidio y principalmente agudización del alcoholismo en que habíamos caído los jóvenes de la zona Sur de nuestra ciudad, empezamos a cansarnos del juego del gato y del ratón, los jóvenes apristas empezaron a tomar posición radical “anti-sendero”, empezó la desunión y la desconfianza mutua. Había que irse de Ayacucho, varios lo intentábamos, pero volvíamos. Ser ayacuchano, desde la partida de nacimiento hasta el grado universitario, anulaba cualquier posibilidad de empleo fuera de Ayacucho, porque automáticamente se nos conjeturaba “terroristas”, estábamos proscritos por la sociedad.
Consideré la posibilidad de irme del país. Pero casi me quedo para siempre. Habían llegado senderistas del campo, bastante jóvenes la mayoría. Se decía que tomarían la ciudad, lo cual no parecía verosímil. Un día me fui al barrio de Andamarca, uno de nuestros lugares favoritos. Se daba una mañana deportiva en la plaza, junto a la pequeña iglesia, había muchos desconocidos, el ambiente estaba algo tenso, se expendía cerveza. Motivado por el licor se me ocurre lanzar un piropo a un grupo de jovencitas de cuerpos bien formados, quienes en vez de sonreír, como usualmente resulta natural, me lanzan una mirada hosca difícil de interpretar. Decido irme a casa. Desciendo a la calle principal y me interceptan tres jóvenes, sólo uno me da la cara apuntándome con un revolver, me ordena cubrirme la cara con mi chompa y caminar en la dirección contraria, saliendo de la ciudad. Le pregunto, qué ocurre, y me responde que yo acababa de ofender al Partido Comunista con mi irrespeto por sus jóvenes. Mientras caminamos le pido disculpas. Las disculpas no le satisfacen. Me llevan hacia la colina, advierto que aumenta el número de los que me acompañan. Tiene que darse el “juicio popular”. Durante el “juicio”, sentado sobre la grama, y rodeado por muchos, me defiendo diciendo que hacía poco yo había regalado casacas para los “compañeros”, y que yo tenía relación amistosa con ellos sin exactamente conocer sus identidades, y que muchos de ellos me apreciaban. No se ponen de acuerdo, algunos piensan que debía morir, y que el momento era oportuno, cuando de pronto “mama Julia”, dueña de la tienda donde los amigos solíamos pasar algunas tardes, que desde la distancia ya había dicho airada “¿maytam chay warmata apankichik?”, sale en mi defensa y les dice que soy un joven decente y conocido, y agrega “ñam lliwchaykichikta resikichikña, ñoqaqa guardiamanmi lliw reqsiykachisaykichik”. Se suman a ella sus hijas y la señora “mama Trini”. Finalmente me ordenan quitarme la chompa luego que pase un minuto.
Me salvé. Me fui a casa pensando que la situación era insoportable, que ya debía irme del país. Mi salvadora no pudo librarse, su última expresión, en quechua, significa que ya los conoce a todos y que los denunciaría a la policía también. Un error muy grave. Un tiempo después, una distancia luego de pasar el puente sobre “Huanchitowayqo” de Andamarca, hacia Santa Ana “mama Julia” fue muerta a tiros en medio de la calle a las seis de la mañana, cuando se dirigía al mercado.
En consecuencia me fui a Lima. Tenía que sacar mi pasaporte. Ya en el año 1989. Fue entonces cuando en los medios se difundió la noticia, de que uno de los jóvenes apristas más populares de ayacucho, el “Zorro” Castañeda había sido asesinado en horas de la mañana, mientras leía los titulares en una esquina del Jr. Grau, esto es en el mismo territorio central de los apristas. Posteriormente se comentaba que el finado se habría enrolado en las filas de “Rodrigo Franco”.
Fiel a la decisión tomada, hice un largo viaje terrestre, pasé la frontera hacia un país vecino. Intenté conseguir empleo sin contar con la visa de trabajo, cuyo monto en dólares, aquella vez no estaba a mi alcance. Me convertí en sospechoso, por provenir del lugar “donde las papas queman”. Estuve catorce días en prisión, mientras me investigaba la policía y la INTERPOL. Conclusión: no había lugar para mí fuera de Ayacucho, de modo que tras una larga travesía de retorno, me encontraba nuevamente en el terruño donde nací.
La muerte del “Zorro” había destrozado completamente la amistad entre los jóvenes huamanguinos, la desconfianza era generalizada, los vínculos de amistad rotos aquella vez entre los amigos, aún hasta ahora en algunos casos no se han vuelto a reparar. Pero faltaba el remate; al amanecer del sábado “gloria” de la semana santa del año 1990, uno de los dos amigos fieles que me quedaban tocó mi puerta, me informó que habían asesinado al “Zorro Menor” y a su mamá en su casa de Santa Ana, cerca a Andamarca, que habían destrozado el cráneo del “Zorrito” con una piedra grande. Tal era la sospecha mutua y la desconfianza entre amigos y conocidos, que a los funerales asistieron casi exclusivamente los apristas. Yo no pude asistir. Para muchos amigos era casi imposible soportar la tensión psicológica que se vivía en aquellos días.
Fue luego de estos acontecimientos, cuando cada quién hacía su vida a su modo, y más precisamente cuando se capturó al líder máximo de sendero, Abiamael Guzman, cuando el otro de los amigos que me quedaba, me preguntó por qué habíamos sobrevivido durante tantos años, si era claro para mucha gente que teníamos pensamientos progresistas propios de la izquierda, que muchas veces los defendíamos en público. Yo respondí que porque tuvimos mucha suerte. Según el análisis de mi amigo, los de “sendero” nos dejaron vivir porque sus militantes necesitaban personas de numerosos amigos como nosotros que hicieran bulla, risas, fiestas, “waskas”, y protagonizaran escándalos de cuando en cuando, para mimetizarse detrás de ellas; y que los militares y la Seguridad del Estado nos dejaron vivir porque estaban seguros que nunca ninguna revolución fue gestada por una sarta de borrachos, que en el mejor de los casos nos consideraban quizá patrimonio folklórico de la región.
Este amigo mío no pudo escapar a la fatalidad de las dos décadas terribles, tres años después murió con cirrosis hepática. Había llegado el tiempo en que el alcohol cobrara sus deudas por tantos años de favores concedidos. Murió de la misma forma “Tarzán”, que se había instalado tardíamente en Andamarca. Siguieron muriendo algunos “jóvenes que fueron”, ya anónimos, con la personalidad muy deteriorada. Me consta que en algunos antros aún hay varios que esperan su turno también.
Yo, un sobreviviente muy afortunado entre tantos miles de víctimas, con mi egoísmo exacerbado, espero que aún no llegue mi final, o que llegue, pero sin causarme sufrimiento intenso, luego que haya escrito algo más para salvar mi alma atormentada.