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Jorge Rendón Vásquez |
El 28 de julio de 2011, Ollanta Humala, ante el Congreso de la República y las cámaras de televisión, juró solemnemente por la Constitución de 1979 desempeñar el cargo de Presidente de la República. Conservaba aún la aureola de populismo que le había reportado el 31.5% de la votación en primera vuelta, aunque guardando la “Gran Transformación” en caja fuerte. Después, olvidó ese juramento (como en el tango de Gardel: “Hoy un juramento, mañana una traición”) y abrió la caja fuerte.
Para muchos, la Constitución de 1979 era, y sigue siendo, una suerte de misterioso y desconocido fetiche, dotado del poder de obrar portentosos cambios, y queda bien agitarla como una bandera reivindicativa.
A esta Constitución se llegó por la pista ancha tendida formalmente por el Gobierno de Morales Bermúdez con su convocatoria a elecciones para constituir una Asamblea Constituyente. Dos hechos históricos esenciales precipitaron esta convocatoria: el primero fue la declaración incluida en el Plan del Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada (Plan Inca) del 3 de octubre de 1968, firmado por Juan Velasco Alvarado, que decía: “Una nueva Constitución Política consolidará las leyes, institucionalizando las transformaciones esenciales e irreversibles logradas por la Revolución.” Una gran parte de la oficialidad militar se sentía comprometida todavía con ese Plan y Morales Bermúdez no se atrevía a desafiarla. El segundo fue la formidable presión de los trabajadores, expresada con sus huelgas del 19 de julio de 1977, del 27 y 28 de febrero y del 23 y 24 de mayo de 1978, convocadas por la CGTP, que paralizaron al país. (Eran otros sus dirigentes entonces.) Y el gobierno de “la Segunda Fase” tuvo que ceder, encarpetando sus ganas de quedarse en el poder.
En las elecciones del 18 de junio de 1978, de las cien representaciones disputadas, el Partido Aprista obtuvo 37; el Partido Popular Cristiano, 26; el Movimiento Democrático Peruano (pradismo), 2; el Partido Unión Nacional (odriísmo), 2; y las formaciones de izquierda, 34, de las cuales el Frente Obrero Campesino Estudiantil y Popular (FOCEP), 12; el Partido Comunista Peruano, 6; el Partido Socialista Revolucionario (un grupo velasquista), 6; la Unidad Democrático Popular, 4; el Frente Nacional de Trabajadores y Campesinos (FRENATRACA), 4; y el Partido Demócrata Cristiano, 2, resultados que correspondían a los porcentajes alcanzados en la votación.
La Constitución aprobada el 12 de julio de 1979 reflejó esta composición. “Los capítulos relativos a la organización económica fueron el resultado del acuerdo de los Partidos Popular Cristiano y Aprista. El Capítulo sobre el Trabajo, que incluía un elenco de derechos sociales muy importantes, recibió la votación conjunta de los representantes de la izquierda y del Partido Aprista, que tuvo que ceder ante la presión de los dirigentes sindicales, incluso de sus propias filas, y de otros representantes de la izquierda.” (de mi libro Teoría General del Derecho del Trabajo, Lima, GRIJLEY, 2007, 2ª ed., nº 211.)
Los factores determinantes de la Constitución de 1993 fueron fundamentalmente dos: practicar algunos cambios en el régimen económico y permitir la reelección del Presidente de la República. El gobierno de Fujimori, que la hizo aprobar, tenía firmemente asegurado el control de la población por la cúpula castrense que había colaborado con su golpe de Estado del 5 de abril de 1992, y creía contar con la aceptación de la mayoría de la población, según las encuestas.
Presionado por la OEA, convocó a elecciones para conformar un Congreso Legislativo y Constituyente, y éstas se efectuaron el 18 de noviembre de 1992. De los 11’245,463 ciudadanos inscritos sólo concurrieron a votar 8’191,846. Los votos nulos y viciados llegaron a algo más de dos millones, y el Partido del Gobierno obtuvo 3’075,422, lo que representó el 27.3 % del electorado. Sin embargo, con esta minoría se hizo de la mayoría absoluta en el Congreso Legislativo y Constituyente, y aprobó como quiso una nueva Constitución. Sometida ésta a referéndum, votaron por el sí 3’895,763 y por el no, 3’548,334. Los votos nulos y viciados sumaron 734,625. Pese a las serias observaciones sobre el resultado de este referéndum, realizado el 31 de octubre de 1993, el Jurado Nacional de Elecciones convalidó la elección.
Si bien la Constitución de 1993 “sustituyó” a la de 1979, sus cambios fueron muy pocos, aparte de los indicados. El texto de más del 90% de sus artículos es igual o semejante.
Y ello, porque ninguna Constitución Política crea, o inventa, por así decirlo, la realidad del país a la que corresponde. Salvo en los casos de revoluciones estructurales, como la francesa de 1789 y la rusa de 1917, las nuevas constituciones registran los caracteres de la realidad nacional e introducen sólo ciertas variaciones en la estructura económica y las superestructuras política, jurídica y cultural, a instancias de sus autores que representan los intereses de determinadas fuerzas, clases o grupos sociales. El acuerdo adoptado sobre el texto constitucional es la expresión de un pacto social, si sus autores son elegidos democráticamente.
Tanto la Constitución de 1979, como la de 1993, admiten la estructura capitalista de la sociedad. Declaran que la iniciativa privada es libre y se ejerce en una economía social de Mercado, como las constituciones europeas occidentales de la postguerra que les sirvieron de modelo. (Me contaron que contra esta concepción se alzó un instructor de cuadros en el Partido Nacionalista; quería reemplazarla por una “economía nacional de mercado” y hasta los hacía cantar a coro para que la fijaran indeleblemente; le dieron de baja sin pena ni gloria.)
Las diferencias con respecto al modelo económico son muy pocas, pero de gran importancia: la Constitución de 1993 ignoró la planificación de la economía por el Estado; redujo la posibilidad de creación y expansión de empresas estatales; no prohibió los monopolios; autorizó los contratos ley a favor de las grandes empresas para conferirles ciertas excepciones y ventajas tributarias y de otro orden, prohibiendo la intervención legislativa sobre ellos; y eliminó la protección especial al agro y a los campesinos.
En materia laboral y de seguridad social, la Constitución de 1993 redujo los derechos de los trabajadores y abrió las puertas a la empresa privada para el suministro de las prestaciones de salud y pensiones, abandonando, en parte, el carácter social de la economía.
En el campo político, prefirió el unicameralismo legislativo, en lugar del bicameralismo de la Constitución de 1979; y permitió la reelección del Presidente de la República, suscitando acerbas críticas, incluso de ciertos personajes de la llamada izquierda, acompañadas de cierta chispa de hipocresía por su declarada predilección por las reelecciones ad infinitum en ciertos países gobernados por grupos homólogos a los suyos.
Correlativamente, para el nombramiento de los miembros del Tribunal Constitucional y del Defensor del Pueblo (éste no existía en la Constitución de 1979) se estableció una mayoría de cuando menos dos tercios de los congresistas.
El Partido gobernante disponía en ese momento de esa mayoría y podía hacer y deshacer como quería. No tocó la forma de nombrar a los miembros del Jurado Nacional de Elecciones, porque podía manipular su elección por otros medios.
La Constitución de 1979, no era tampoco perfecta. Había dispuesto, por ejemplo, que los magistrados del Poder Judicial y del Ministerio Público serían nombrados por el Presidente de la República, a propuesta del Consejo Nacional de la Magistratura. Los partidos Aprista y Popular Cristiano se reservaron esta carta y la utilizaron desde 1980 hasta que entró en vigencia la Constitución de 1993.
Ni la Constitución de 1979, ni la de 1993 prevén su reforma integral por una asamblea constituyente. La de 1979 dispuso que su reforma debería ser en dos legislaturas consecutivas con una mayoría superior a la mitad del número de miembros de cada cámara. La de 1993 establece la reforma por una legislatura con mayoría absoluta, seguida de un referéndum, o, en lugar de éste, la aprobación de la reforma por dos legislaturas consecutivas y con una mayoría superior a los dos tercios del número de miembros del Congreso, procedimiento más rígido que el anterior.
Pese a las exaltadas críticas a la Constitución de 1993 y al truqueado resultado del referéndum del 31 de octubre de 1993 que la ratificó, ella continúa aplicándose y es la base de la institucionalidad política y económica, con lo que se relegitima “según pasan los años” (como dice el blues de la película Casablanca). Ha sido modificada varias veces, siendo la primera la abolición de la reelección inmediata del Presidente de la República. La tentativa de su reforma integral, luego de 2001, se quedó en la nada entre bombos y platillos.
Este tema no concita la atención del medio académico ni de los partidos políticos por la endeblez ideológica de unos y otros o su conformidad con la actual Constitución. En el fondo es la ciudadanía, con una formación política rudimentaria o inexistente, la que acepta las reglas constitucionales tal como son. Y en este medio chapotean los políticos.
La crítica a fondo de la actual Constitución podría ser uno de los puntos de partida de una nueva generación política renovadora en nuestro país.