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Oxapampa |
Por Jorge Aliaga Cacho
Tomaría el autobús que saldría para Oxapampa. Allí, abordaría una combi para Pozuzo. Pagué al taxista con una moneda de cinco soles. La observé bien porque es muy parecida a la de dos soles y muchas veces mi ceguera parcial me hizo pagar cinco soles en lugar de dos.
- Ochenta, noventa, un sol. Dos, tres, cuatro y cinco soles -me dijo el chófer, entregándome el vuelto.
Me había cobrado setenta centavos de nuevo sol. Le alcancé una propina y guardé el resto en la secreta del pantalón. Bajé del vehículo. La estación de autobuses de La Merced se encuentra en una esquina saliente, más bien, curva. Una escalera circular baja desde la calle hasta su plataforma principal. En el segundo piso se hallaban los servicios públicos. Sus losetas blancas y grandes, cubiertas del barro que los usuarios arrastraban con sus pisadas. En la entrada del primer piso había un quiosco de periódicos y otro de comida que exhibía un par de sándwiches fríos y tristes. Los pisos de la planta baja eran de cemento. Compré dos periódicos para el viaje. Al lado izquierdo de los puestos de comida se encontraban las agencias de viajes. Compré el billete para Oxapampa. Pensé que dentro de poco estaría en la tierra de mi amigo Churrunaga, de quien pensé que seguro estaría ejerciendo la profesión de médico en algún lugar del país. Recordé nuestros diálogos juveniles. Subía la combi para iniciar mi viaje por aquella carretera que el carricoche zigzagueaba con extrema naturalidad. Cuando llegamos a Oxapampa, me llamaron la atención sus calles anchas, sus casas chatas. Me impresionó la planicie de su terreno y el espectáculo que ofrecían sus montañas que se divisaban en sus confines. El vehículo se detuvo en una avenida ancha donde se hallaba una pequeña agencia de transportes, si letrero y casi sin vida. Afuera, los bultos de los pasajeros esperaban tirados en el suelo para ser cargados a los vehículos que se internarían en la selva de Pozuzo. El negocio era atendido por un hombrecito, que encontré, sentado en su escritorio, medio cubierto, hasta el pecho, por una ruma de papeles, papeletas y encomiendas. También, sobre su escritorio, se podían distinguir, una engrapadora, talonarios de billetes, sellos y tampones, lapiceros, rotuladores y más papeles. Le pregunté a qué hora salía el próximo carro para Pozuzo.
- En una hora, señor, -me dijo.
Le pregunté, también, si conocía un restaurante típico para almorzar en aquel lugar. Desde su escritorio, me señaló la esquina con su brazo levantado en extraña curva. Quedaba a la vuelta de la esquina, me quería decir. No le entendía. Desde la tienda de la agencia de viajes, no podía distinguir ninguna seña de comercio local. Es más, no podía distinguir ninguna muestra de vida en aquella ancha avenida. No veía carros, no veía gatos, no veía perros, no veía tiendas, ni burros veía. Solo estebamos él y yo, en ese lugar de silencio. Ya estaba pensando que, a lo mejor, había llegado a un pueblo fantasmal. Sin embargo, con una cuota de optimismo, me entusiasmé para preguntarle nuevamente, con los ojos confusos y medio hambriento:
- ¿Dónde?
El hombrecito salió de la tienda, todavía con el brazo levantado, y me pidió que lo siguiera. Lo hice como autómata. Los dos cruzamos la ancha avenida, hasta la esquina. Seguía con su diestra en lo alto, así como cuando alguien te pide que avances a un lugar que sólo el, como guía, conoce. Sus piernitas saltaban, sus zapatos repiqueteaban. Su ojos se proyectaban hacia el camino. Advertí que estaba dejando abandonada la agencia de viajes con todos sus bultos en la calle. Primero, llegó él hasta la esquina. Siguió caminando. Doblamos la calle. Ahora la agencia de viajes estaba fuera del alcance de su vista. Apresuraba sus pasitos al trote. Su brazo derecho levantado parecía cansado, como si se le cayera, pero parecía resistir a la fuerza de la gravedad. Yo empezaba a preocuparme por su negocio que había dejado desatendido. Pensaba en la seguridad de sus encomiendas. Me imaginaba a la pequeña tienda, llena de polvo, arrasada por una banda de pirañitas. Pero no podía ser, me lo aseguraba yo mismo, ya que en esa calle no había ni un almita, ni siquiera un perro.
- ¿Dónde está el restaurante? -le pregunté.
El hombrecillo apuntó su índice y lo acompaño con su mirada.
- Allí -me dijo.
Una mujer, de tipo europeo, pasaba en motocicleta por la pista que cercaba la plaza. Era una Kawasaki. La rubia lucía piernas fuertes; sus muslos, un poco arqueados hacia afuera. Calzaba botas que de descansaban en los pedales de la máquina. Por un momento había pensado que el hombrecillo me había señalado con su índice la presencia de esta hermosa mujer, pero no fue así. Su brazo curvo se reanimó y con el índice me señaló la fachada del restaurante que tenía una enorme ventana de cristal.
- ¡Allí está! ¡El restaurante turístico, señor! -me dijo.
El restaurante tenía un vista espectacular. La plaza, las montañas, su inmensidad, que parecían poder tocarse con solo estirar las manos. Agradecí sosagadamente al hombrecillo, todavía me hallaba desconcertado por la belleza del lugar. El hombre mi miró a los ojos y se fue con las manos dispuestas en los bolsillos de su pantalón de tela desgastada. Corriendo iba, haciendo sonar su sencillo. Me senté en una mesa que me permitía ver pasar a la gente. La observación es fuente de sabiduría, me convencía a mi mismo, al acomodarme en el asiento. Los comensales eran francamente rubios. Una pareja hablaba con acernto tipicamente peruano, pero eran rubios de ojos azules. Mujeres de corte europeo llegaban en motocicleta. Entraban al restaurante y compraban comida. Luego se marchaban, raudas, dando una vuelta a la inmensa plaza.
Por un momento creí haber llegado a Rostov, o a algún lugar europeo. Esa creencia se fue de bruces cuando me percaté de la presencia de dos interlocutores andinos que, animosamente, conversaban en una mesa instalada, en la calle, al fresco, detrás de la gran ventana de vidrio. A través de la ventana se podía sentir las caricias de los rayos de sol. Con la carta en mi mano, divisaba las dos caras andinas, una plaza, unas mujeres nórdicas en moto, y un paisaje selvático. Los hombres se sentaban dando frente a la ventana, desde la calle, pero no miraban al interior, ni mostraban interés alguno en algo exterior. Se miraban solo ellos. Yo los veía a través de la ventana y hasta los podía escuchar. Hablaban de trabajo, de los lugares donde habían laborado. Sus voces eran la de dos forasteros. Bebía de una botella, tamaño familiar, de Inca Kola. No se mostraban interesados de dar una ojeadita alas mujeres. El mayor era el que más hablaba. El menor escuchaba casi sin interés. A veces, asentía con la cabeza o pronunciaba algo, parco, incomprensible. Lo observaba a través del cristal de la ventana. Pretendía, él, prestar fina atención a las palabras de su interlocutor, que gesticulaba con más y más brillo. Sin embargo, de pronto, tan rápido como un rayo, retorcijó su rostro en expresión de rencor.
Pedí una sopa de habas muy parecida a la que preparaba mi abuela. Le siguió un churrasco con papas y, desde luego, la infaltable Inca Kola, helada, con su sabor nacional. No dejaba de admirar las hermosas montañas. Se distinguían, fértiles,. La belleza de esa plaza me había hecho olvidar la hora. Y ya era la hora de abordar la combi que me llevaría a Pozuzo. Había pasado casi una hora, pagué la cuenta y salí del restaurante casi corriendo. Me dirigí hacia la esquina. Al frente, la agencia de transportes ya tenía algunas almas que iban subiendo a la combi. Cruce la pista. El hombrecillo de la agencia parecía quebrarse al manipular el peso de los bultos. Los cargaba, en peso, hasta la canastilla del destartalado vehículo. El hombre se agachaba para recoger un bulto. Formaba una rara caricatura con su cuerpo que me brindaba la sensación de ver en acción a una grúa humana. Otro hombre, el chofer de la combi, se apresuraba a ayudarlo a cargar los bultos más grandes sobre el techo del vehículo. Dorada me había hablado del peligro que podría encontrar en la ruta de hallarse el tiempo lluvioso. La cantidad interminable de bultos que subían al vehículo fue, realmente, impresionante. Cargaban de todo. Maletas finas, maletas ordinarias, sacos de limón, tomates, cebollas. Un carnero, un chancho, patos, gallinas. Al poco rato subió al vehículo una mujer rubia. Sus ojos eran del color de las aguas del Caribe. La mujer parecía haber sido extraída de la misma Alemania. La examinaba ocularmente. Era, definitivamente, aria. Como también lo eran sus tres hijos. El marido parecía peruano.
Las maletas de estos pasajeros, al juzgarse por la inclinación de la espina dorsal del hombre que las cargaba, eran, definitivamente, pesadas. Así los demostraba el garabato que el cargador formaba con su cuerpo. Las finas maletas iban repletas quién sabe Dios de qué accesorios. una de ellas la subieron entre tres hombres. El tercer hombre prestó su ayuda cuando vio que al hombrecillo de la agencia parecía quebrársele, no sólo la espalda, sino hasta el honor. El chofer reía al percatarse de aquella miserable postura. La combi tambaleaba. El vaivén y el golpe producido en la estructura superior del vehículo denunciaron su peso. La rubia, hermosísima ella, subió a ese horrible vehículo ante mi asombro. También lo hicieron otra pareja de gringos, que parecían amigos de de la primera. Una banca improvisada con jebes sobre las protuberancias del motor, que se ubicaba dentro del vehículo, sirvieron de asiento para la bella y sus hijos. El marido tomó el asiento de adelante, junto al chofer. Yo, desde mi asiento posterior, la miraba con ansias. Ella organizaba a los hijos. Les daba galletas, jugos, chocolates. Yo la admiraba casi adolorido. Ella, desde luego, ni la tos. De pronto, la beldad empezó a desabotonarse la blusa, y expuso su pecho al público, para amamantar al niño que llevaba en sus brazos.
Un taxi, carro americano, negro, se parqueó frente a la agencia. Allí, la combi esperaba que terminasen de amarrar los bultos. El motor ya estaba encendido. A través de la ventana, divisé que una mujer joven se había acercado al chofer del taxi. Hablaban y reían. De niño, solía escuchar a la gente decir que mujer que habla con chofer era mujer mala. Lo decían maridos celosos, seguramente, al advertir el peligro de ver a sus mujeres caer seducidas por un motorista. Esta joven era flaca, espigada. Tenía medio cuerpo metido dentro del carro americano hasta la cintura. Su cara tenía, casi, la forma de un hacha. Tenía la imagen de mujer fatal. Al poco tiempo, noté que el chofer, un poco alterado, hacía un gesto extraño. Increpó con los brazos, le dijo algo y desapareció, en su carro americano, con dirección a La Merced. La muchacha, sonrosada, subió a la combi. Se sentó en el asiento posterior, al final, y se puso a conversar con un pasajero que parecía querer impresionarla con su diente de oro. Ella lo trataba de tú a pesar de que él era un poco mayor. Podría ser hasta su padre, me dije. El hombre maduro parecía excitarse al platicar con la mujer. Ella coqueteaba.
- ¡Puta! -pensé.
Hablaron casi toda la ruta. El hombre era conocido de su padre. Hablaban de gentes que conocían en común. Para hacer referencia a las direcciones de los conocidos, se referían a quebradas, montes, ríos. Me di cuenta de que existen pueblos que no tienen direcciones. Los paraderos de las gentes se ubicaban, a veces, dando referencia a términos geográficos que podrían modificarse, en cualquier momento, por la culpa de un huaico o una avalancha. "Fulano vive por la quebrada, zutano tiene su mujer cerca del río, mengano y perengano se dieron a golpes en la jalca, luego bajaron, y se trenzaron nuevamente cruzando el puente donde, a los dos, los derrotó el soroche". Ese era el tipo de conversación que venía yo escuchando de la pareja. Comprendí que estaban haciendo referencia a, lo que podría ser muy bien para ellos, algo así como, sus jirones, plazas o avenidas. Hablaban de gente, común y corriente, que conocían en común. Me daba la impresión de que ella tenía una historia negra; lo presentía, no sé por qué. No podría explicarlo, pero existen casos cuando uno presiente las historias de las gentes. Y, allí, ella estaba tocándole la corbata mientras que él le tocaba el culo.
- ¡Puta! -pensé nuevamente.
A un lado de la carretera,las cataratas caían como el velo de un vestido de novia. Con el rabillo del ojo, miraba a la mujer. Su figura era esbelta y delineaba una grácil figura. Su cara, casi angular, pero no del todo huesuda, le atribuían características de mujer de genio severo. Deseaba dirigirle la palabra. Quise ver la forma de entretener su atención, tal vez, decirle algo que pareciera normal, natural, verosímil. Pensé, la miré y exclamé:
- ¡Por favor! ¿Sabe cuánto tiempo falta para llegar a Pozuzo?
Rápidamente, miré sus piernas. Vestía pantalón blanco; lo llevaba planchadito. Las crestas le daban prestancia a sus largas piernas. Su blusa crema también lucía impecable, abotonada hasta el cuello. Su senos no eran grandes, pero tampoco eran pequeños.
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Este es un extracto de la novela "Secreto de desamor", Ediciones Rentería, Lima, Perú.