Don Emilio Aliaga Reyna |
La tumba de Emilio Aliaga Reyna, en Sucre, Celendín, Cajamarca. |
Por Jorge Aliaga Cacho
Mi tía Tabita Escalante Vda. de Aliaga, me contó, una vez, la verdadera historia que había alimentado la aspereza de un relato escrito, sobre mi abuelo, por un destacado político y literato cajamarquino. Me refiero a don Nazario Chávez Aliaga. El mismo que vio perdido su amor, pues la dama de sus sueños prefirió darle sus encantos a mi abuelo, don Emillio Aliaga Reyna, haciendo, de esta manera, que, don Nazario, quedase, como se dice en el argot criollo, moviendo cintura. El relato de don Nazario Chávez Aliaga, no es ni cortés ni convincente pero es dueño de una jocosa historia. Si, como dice don Nazario, era de conocimiento de todo el pueblo, entre otras cosas, que mi abuelo era descortés, de cuerpo 'desgarbado', pies torturados y otros adjetivos negativos que se registran al final. Entonces, cabe la pregunta: ¿Acaso era ciega la bella dama que prefirió a mi abuelo y no a don Nazario? Lo cierto, la verdad es otra. Lo que pasó es que don Emilio, mi abuelo, tuvo un affair con la dama de los sueños de don Nazario. Luego de ese romance, don Emilio contrajo matrimonio con dos bellas damas celendinas, una de ellas mi abuela: doña Angélica Merino Heredia, mujer culta, bella, directora de escuela, de ojos y cabellos claros. ¿Acaso don Nazario nos quiere hacer creer que esas bellas mujeres fueron ciegas? El mismo don Nazario se contradice cuando, al referirse a mi abuelo, usa términos que se usan para referirse al mismo Don Quijote de La Mancha, ese gran personaje de la obra cervantina. Entonces, ¿La verdad no será que don Nazario, más bien, en secreto, admiraba las cualidades quijotescas de mi abuelo, don Emilio?
A don Nazario Chávez Aliaga, también familiar mío, sin embargo, tenemos que reconocerle su gran contribución a la política y cultura de nuestro país. don Nazario fue primo de mi abuelo, él se desempeñó como Secretario Privado del Presidente Manuel Prado. Dirigió el diario "El Perú" que recibiría colaboraciones de José Carlos Mariátegui. En los talleres de ese diario imprimió su obra: "PARÁBOLAS DEL ANDE", que tuvo comentarios favorables de César Vallejo, Gabriela Mistral, Franz Tamayo, el mismo Amauta José Carlos Mariátegui, entre otros.
Aquí publico una carta que César Vallejo le escribiera desde París a don Nazario Chávez Aliaga.
París, junio 23 de 1929.
Mí querido compañero:
No ha sido culpa mía el no haberle escrito antes, acerca de su libro Parábolas del Ande. La obra llegó a mis manos hace tan solamente pocos días.
Como no me hallo en buenas cuentas con el consulado peruano, el paquete se ha dormido en esa oficina, meses de meses.
No se la edad civil en que usted ha escrito sus poemas, que denuncian una edad espiritual verdaderamente madura. Reposada cesura de período, desarrollo procesional y tranquilo de la alegría y del dolor, discurso doctrinal sin digresión ni aparato, solidez casi clásica del espinazo que ama y odia del carpo que avanza y permanece. Proclama de bastos, arenga de copas, cada poema suyo emborracha y aporrea, tunde en la historia, apasiona en el instante. Antiguo parece, por su signo colectivo, sus fusilerías políticas, su derecho romano y su izquierda giratoria. Vida, vida y vida del hombre para los hombres. Aspiraciones de raza, de multitud, de internacional. Todo, coronamiento de un espíritu inmueble ya ha "llegado".
Muy bien, camarada.
Escríbame siempre. Deme sus noticias sobre la juventud de Cajamarca, de cuyo rol revolucionario y creador, no tengo en estos momentos más señal que su admirable libro de poemas.
César Vallejo
Habiendo ya puesto en claro las características de "don Juan" que poseía mi abuelo, debo manifestar que él nunca llegó a casarse con la dama pretendida por don Nazario. Mi tía Tabita, distinguida dama celendina, me contó el final de la historia: la bella dama celendina se casaría con el hermano menor de don Nazario. En otra entrada de este blog he publicado la historia basada en la conversación sostenida con Tabita Escalante Vda. de Aliaga, mi tía, natural del pueblo del Huauco, llamado Sucre en nuestros días. Ella fue alumna de mi abuela. En esta entrada, sin embargo, deseo transcribir la historia que cuenta don Nazario Chávez Aliaga sobre mi abuelo, su primo, don Emilio Aliaga Reyna. La historia posiblemente fue escrita con algo de rencor pero no deja de ser jocosa y merece mi admiración literaria. Es cierta también la descripción de la muerte de mi abuelo, la misma que sucediera, no sé si por ahogo, sumergido, en una acequia de Sucre, historia que escuché, cuando era niño, de los labios de mis familiares celendinos. Don Emilio, en esa época, había regresado a vivir a Celendín. Sus hijos, ya mayores, y mi abuela se quedarían viviendo en el Callao.
"¡Qué en paz descanse de todas las travesuras que este bandido de don Emilio hizo en su perra y kaleidoscópica vida! Desgarbado él, con las piernas que le salían desde el cuello, trotón, pisahuevos, a consecuencia de sus torturados pies, razón por la que todo el pueblo lo conocía con el nombre del “niguento“. El atorrante don Emilio era muy caliente. Luego le subía a la cara los enojos. Usaba una mueca inimitable. Este atabardillado don Emilio era una de esas almas perdidas que están más allá del bien y del mal. Tenía mucho cuidado en no dejarse pisar los pies. Prefería que lo trompeen, que le peguen, que lo derriben, que lo azoten, pero que no le pisen los pies. Conque, al fin, mi querido don Emilio cayó usted en mis manos, aunque tarde, para hacer su filiación tal como era usted en vida y seguirá siendo en los profundos donde estará usted seguramente haciendo de las suyas. ¡Qué tal don Emilio, el eterno adolorido de los pies! Pues bien, en sus años mozos, este nuestro facineroso don Emilio hizo viaje a Iquitos en busca del oro negro, tan en boga en esos tiempos. Pobres pies. Llegó a Iquitos después de tres meses. Demoró algunos años en regresar, pero regreso al fin, trayendo todas las novedades del oriente peruano: revólveres, carabinas, escopetas, cigarrillos, concertinas, relojes, puñales, cuchillos, hamacas, zapatillas, cinturones, un mono chiquito y un loro grande. Todo para su uso personal. Al mono le enseñó a dar saltos mortales y a loro a remedar al vecindario. Este don Emilio era un bandido. Pero por sobre todas las cosas se esmeró en traer bailes modernos, como las cuadrillas francesas y lanceros, esta última de complicadas figuras.
A su llegada al Huauco, ahora Sucre, este tremendo don Emilio Aliaga Reyna se enamoró perdidamente de una chica muy agraciada llamada Carolina. Coloradita ella, de voz dulce, descalza unas veces, trenzas color de sombra, labios que decían no haber besado todavía, ojos redondos de miradas lejanas, cuello de paloma blanca y sonrisa de campanilla de oro. Así era Carolina. El cimarrón de Emilio no tenía mal gusto por lo visto y se lanzó al amor con Carolina, ignorando si ella podría tenerle ganas o no, pero de todos modos se lanzó a la aventura. Este don Emilio era formidable. Casí todas las noches vestido todo de blanco, cuello de caucho, sombrero redondo chiquito con pluma azul de loro, cinturón en el vientre, zapatos chaplín, circunstancia que no le permitía saludar a nadie, visitaba a la bella Carolina, que poco o casi nada de caso le hacía al pobre de don Emilio. El atorrante del pueblo; pero don Emilio se había matriculado en el amor de Carolina, el resto no contaba. Una de esas noches se le ocurrió al valiente don Emilio proponer a Carolina aprender a bailar la cuadrilla lanceros, especialidad de don Emilio. Carolina aceptó. Y desde ese momento la triste figura de don Emilio tomó otros aires. Se frotaba las manos, fumaba a pitada larga, se retorcía el bigotito recien nacido y caminaba a pasos largos. Debía iniciar su cátedra de baile lo más pronto posible, precisamente una de esas noches de luceros verdes en el cielo. Quien les dice a ustedes que cuando el gracioso de don Emilio se dirigía a casa de Carolina para enseñar la famosa cuadrilla lanceros, se desencadenó un furiosa tempestad que no sólo trajo a tierra a don Emilio sino que la lluvia empapó de agua y lodo el vestido blanco del cazurro don Emilio; hecho que suspendió el acto. Don Emilio tuvo que emprender regreso a su casa, maldiciendo a todos los santos, con los zapatos llenos de barro, sus pantalones chorreando y con la cara hecha una brasa llena de candela. Padeció este infeliz de don Emilio toda la noche en sacarse los zapatos hasta que llamó a su hermana Esther para que lo hiciera. Esther una mujer fornida, de un tirón sacó el zapato dejando muerto un pie del jeremiaco don Emilio, pero como no eran solamente los zapatos los que debiera sacarse, rogó a Esther le sacara los pantalones. Un tremendo esfuerzo de Esther y pantalones descuartizados. La humedad había contribuido a la muerte definitiva de los pantalones de don Emilio. Lo cierto es que la tragedia fue completa. Ni cuadrilla, ni pantalones, ni zapatos, ni café con cachanga a lo que estaba acostumbrado el goloso de don Emilio en casa de Carolina.
Pero las cosas no quedaron allí. El despavorido de don Emilio se cambió de ropa con toda la gallardía y se encaminó a casa de Carolina. Eran las doce de la noche. Todo el mundo dormía, y los gallos cantaban la tragedia del célebre don Emilio. Quien escribe estas lineas contemplaba todas estas escenas escondido dentro de si mismo, y reía a mandíbula batiente.
Con todo, el bandido de don Emilio no podía sentar plaza de malcriado, ya que se decía ser todo un caballero. Y desde la mañana hasta el atardecer del siguiente día se acicaló el pajarraco de don Emilio y se encaminó rumbo a la casa de Carolina. “Sin pérdida de tiempo”, dijo frotándose las manos, al entrar a la casa de su Dulcinea. “Manos a la obra”, repuso. Sonó la música y parejas al centro. Como la tal cuadrilla lanceros tenía muchas figuras, nuestro protagonista se olvido por desgracia una de las figuras del baile. Se atabardilló. Se rascaba la cabeza. Se retorcía. Saltaba como un mono. Tosía. Fumaba sin descanso. Miraba por todas partes. Sin escrúpulos de ninguna clase salió y orinó en el patio de la casa. En suma este don Emilio sudaba como un caballo. Se sentó. Se quedó solo en el cuarto, pues toda la familia, incluso Carolina, voló del salón apretándose la barriga de risa y de burla, mientras el huaso de don Emilio permaneció mudo y solo con sus cerdas en los tobillos es decir como un viejo fauno. Pero el bribón de don Emilio, que era hombre de pelo en pecho, decidió vengarse de su destino y sin reparar día ni hora y sin fiambre preparó viaje a Iquitos a traer la figura olvidada de la cuadrilla. Es el colmo de la desfachatez. Como el viaje le demandaba dinero, don Emilio recordó que su padre don Isidro Aliaga guardaba siempre algunos soles al pie de un costal de trigo que tenía en su casa. “Esta es la mía”, dijo, el audaz de don Emilio. Se dirigió a su casa, encontró evidentemente parado el costal de trigo, lo derribó desparramándose todo el trigo, en cuyo preciso instante apareció don Isidro, padre del zamarro don Emilio, quien le propinó una de esas tremendas palizas de cuyo tremendo castigo se aprovecho el sabido don Emilio para caer al suelo y quedar tendido haciéndose el muerto pero cuando lo llamó don Isidro que viniera a ayudarle a recoger el trigo derramado y don Emilio no respondía, se encaminó su padre, con ronzal en mano a repetir el plato sobre las costillas y nalgas de don Emilio, éste como Lázaro, resucitó de un salto, se apretó los hijares y las espuelas y hecho a correr. Lo cierto, lo evidente es que este empedernido de don Emilio viajo a Iquitos a traer la figura de la cuadrilla lanceros que se había olvidado y se la trajo. Entretanto, la bella Carolina había emprendido viaje a Lima y vive todavía. Don Emilio era pues famosísimo. Tenía las de quico y caco. Enamorado el infeliz como pocos. Serenatista como él sólo. En sus andanzas amorosas, el Quijote de don Emilio estaba acompañado impecablemente por su dócil y humilde Sancho, a quien hacía cargar todos sus atabales de conquistas amorosas, incluso la botellita que no podía faltar. Este don Sancho también era formidable, comía más de la cuenta el infeliz. Dios los cría y el diablo los junta. Sucede que una noche Quijote y Sancho, se encaminaron, como era de costumbre, a dar una serenata a otra de sus enamoradas María Santos. Muy buena moza ella. Para el caso cargó con la concertina, con su voz aguardientosa, con los versos de la serenata escritos en un papel, su célebre bufanda, su poncho largo que se arrastraba por el suelo, una vela de cebo, su sombrero aplastado, y a cantar se ha dicho. Tan pronto como llegaba a la puerta de María Santos, lo primero que hacía era ordenar a Sancho que prendiera el papel de los versos en la puerta, que encendiera la vela y concertina adentro. No sabía el condenao de don Emilio sino una pieza musical a la que don Emilio la llamaba “Los halagos”. Pues bien, “halagos” adentro. Quien les dice a ustedes que mientras se arreglaba la voz el célebre don Emilio, la madre de la muchacha, con el sigilo más grande, se había colocado detrás de la puerta, con un tremendo garrote, preparado de antemano. Tan pronto como el ufanado de don Emilio comenzó a colocarse en la puerta y Sancho prendió el papel y encendió la vela de sebo, sorpresivamente abrió la puerta la robusta madre de María Santos y a garrotazos demoledores emprendió la gigantesca persecución del pobre don Emilio, quien tuvo que hacer de tripas corazón para correr y evitar, en parte siquiera, el castigo infernal que recibió de manos de la madre de María Santos. Lección dura pero necesaria. Castigo sobrado pero saludable. La tal concertina fue decomisada. El papel, la vela, la bufanda del infeliz don Emilio fueron asimismo capturados. La derrota del terrible don Emilio fue cruel. No sabemos cual fue el fin de su querido y bien amado Sancho. Hasta que una noche de aquellos negros días, se aclaró que el tal don Sancho, el inseparable compañero de aventuras, del muy celebre don Emilio había emprendido la fuga por entre las sombras de aquella noche negra, más negra que lo negro del destino negro y del negro castigo que recibió aquella noche negra el inolvidable don Emilio. Que Dios lo tenga en su siniestra. Nuestro andante caballero de la triste figura, don Emilio Aliaga Reyna. Murió en Celendín ahogado dentro de un pozo de aguas negras. Quiere decir que nuestro memorable y nunca olvidado personaje anecdótico, murió tal como vivió".
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