Por Jorge Rendón Vásquez
Dr. Jorge Rendón Vásquez |
Hasta las
elecciones políticas de 1978, para un ciudadano de izquierda votar era
un problema. “Para no perder su voto” su alternativa era preferir “el
mal menor”, que podía ser un “burgués progresista” (algún oligarca con
este disfraz) o darle su voto a una coalición de pequeños grupos, como
el FLN en 1962.
Este esquema
comenzó a quebrarse gracias a la gran movilización social promovida por
el gobierno del general Juan Velasco Alvarado, la única opción realmente
izquierdista que tuvo el Perú (uno de esos raros «profetas armados» que
saben lo que quieren y triunfan, a los que alude Maquiavelo en “El
Príncipe”, VI, aunque desprovisto de la noción de crear una escuela de
discípulos).
En
las elecciones de 1978, seis grupos de izquierda obtuvieron el 34% de
la votación, y, aunque la mayor parte de sus representantes sabían muy
poco de Economía y Ciencia Política hicieron un buen papel frente a la
coalición de hecho conformada por los dos grupos derechistas, el Apra
(37% de la votación) y el Partido Popular Cristiano (26%) que impusieron
a su conveniencia la organización del Estado.
A los grupos de
izquierda, envanecidos por el triunfalismo, el envión les duró hasta las
elecciones políticas de 1985, cuando su candidato a la Presidencia, que
había salido en segundo lugar, renunció a la segunda vuelta,
obedeciendo a su corazoncito de antiguo aprista, y le sirvió en bandeja
la Presidencia al candidato del Partido Aprista.
Luego vino la
descomposición. Los grupos de izquierda fueron irremediablemente
divididos a las elecciones de 1990 y, después, comenzaron a
desmenuzarse.
Reaparecieron en
las elecciones políticas de 2006, con algunos rostros nuevos y
cooptaciones de ricos venidos a menos, y el mismo triunfalismo (¿?) para
obtener en conjunto menos del 1% de la votación nacional.
En las elecciones
de 2011 algunos grupos de izquierda se mimetizaron en el Partido
Nacionalista, otros en una formación improvisada que sólo obtuvo el
0.14%, y los demás prefirieron no participar con candidatos.
Esta evolución con cierto aire de sainete es más que dramática.
Por su discurso,
homogéneo en su contenido, los dirigentes de los innumerables grupos de
izquierda pretenden presentarse como los genuinos representantes de las
grandes mayorías sociales: trabajadores de todos los niveles,
campesinos, pequeños e ínfimos propietarios, estudiantes y
profesionales, y sus familias, a las que llaman un tanto
desaprensivamente “las masas”.
El problema para
ellos, si es que se dan cuenta de que hay alguno, es que casi la
totalidad de esas mayorías no los consideran para nada sus
representantes, y votan por otras opciones, por lo general populistas,
por algún aventurero con cierto carisma y por los candidatos de la
derecha exaltados hasta la santidad por el poder mediático.
Ante la proximidad
de las elecciones del 2016, algunos grupos de izquierda se han unido de
nuevo en un comité conjunto. Unos exhiben un origen ya antiguo, y otros
son asociaciones improvisadas de algunos políticos animados por el deseo
de tentar suerte.
Esto nos sugiere a
algunos ciudadanos que quisiéramos contar con un proyecto de izquierda
serio en nuestro país indagar por qué los grupos de la izquierda al uso
significan tan poco en la conciencia de las grandes mayorías sociales.
Tres parecerían ser las causas de su soledad que los unen:
- Su carencia de un proyecto de sociedad, a largo, mediano y corto plazo, lo que implica definir metas, medios y procedimientos, y disponer de equipos de dirigentes con los conocimientos, la experiencia y el prestigio profesional suficientes para asumir en algún momento las responsabilidades de las funciones del Estado. En líneas generales, cada grupo de la llamada izquierda basa sus planteamientos en sus raíces ideológicas: cristianas, socialistas y apristas de la primera época, que dan lugar a la postulación de tipos de sociedad que podrían ser incompatibles entre sí. Aun sin proponérselo, sus puntos de vista sobre los asuntos de inmediato pronunciamiento contienen el fermento de esas raíces y una innata propensión a la división. Los grupos socialistas pretenderían la instauración de una sociedad leninista, stalinista o maoísta en un futuro nebuloso, más imaginario que real. Ninguno de ellos ha hecho, sin embargo, una exposición de las razones por las cuales tendría que ser impuesto en nuestro país alguno de esos modelos autoritarios perimidos de los países del Este europeo o actuales del Asia, que generan resistencia en la mayor parte de la ciudadanía, incluidas las clases trabajadoras.
- Por su autonomía organizativa los grupos de izquierda proyectan, debaten y acuerdan en sus comités los planteamientos que llevarán al órgano de dirección de su alianza. Las raíces de esta autonomía van desde su ideología hasta el origen de clase de sus dirigentes, muchos pagados de sí mismos, despóticos y renuentes a la disciplina. Modelos de su autoritarismo son sus maneras de conducir algunas universidades a cuya administración han llegado, apelando a ciertas alianzas contra natura. Y lo probable, entonces, es que la posibilidad de arribar a acuerdos en la dirección conjunta se aleje y que, a la larga, la desunión definitiva esté siempre ad portas. En la campaña para las elecciones de 1985, la libertad de los grupos conformantes de la Izquierda Unida de postular a sus propios candidatos, en consonancia con el voto preferencial, los lanzó a competir a unos contra otros, incluso en los mítines. Finalmente sólo fueron elegidos los candidatos pertenecientes a cada cúpula partidaria que contaron con mayores recursos de movilización y propaganda y se beneficiaron con las consignas impartidas a sus bases por ellos mismos. Y no fue eso lo que la ciudadanía que votó por ellos deseaba.
- A los grupos de la llamada izquierda no les interesa el modelo de gobierno al que, evaluando sus expectativas de votación, no podrían llegar, sino tratar de llenar un espacio electoral que, en el mejor de los casos, podría aportarles algunas representaciones parlamentarias. En su cálculo, bulle la idea de que la mayor parte del electorado se inclinaría por una opción de cambio social, aun cuando sea mínimo, que ella podría aprovechar. Tal cálculo es erróneo, porque para esa parte del electorado apoyar a los grupos de izquierda por separado o juntos sería perder sus votos, aunque simpatizara con ellos. Simplemente no generan confianza.
Por consiguiente,
la opción de votar por “el mal menor” sigue rondando a la ciudadanía que
quisiera cambios trascendentes como una ley social, frente a la
alternativa de viciar el voto como una protesta inocua, favorable a
algún candidato de la derecha económica.
La necesidad de
tener en el Perú un grupo, movimiento o partido político con capacidad
para colmar las expectativas de las mayorías sociales es más que
evidente.
¿En qué consistirían sus planteamientos?
En la realización de ciertos valores.
Son la libertad y
la democracia; una economía al servicio del país; la proscripción
absoluta de la corrupción; la igualdad social a partir de la igualdad de
oportunidades; la erradicación de toda forma de discriminación, en
particular el racismo; el acceso al empleo y la permanencia en él; la
restitución de los derechos sociales alcanzados y negados; una
distribución equitativa de la riqueza social; y el disfrute por todos
los seres humanos de los bienes y servicios necesarios para su salud,
educación, bienestar y una existencia digna.
Hace muchos años,
le escuché decir a un comerciante extranjero que se resistía a
constituir una sociedad con otro: nadie en su sano juicio se acuesta en
la cama de un enfermo.
Será preciso sacar la pelota desde atrás y avanzar con la indeclinable idea de llegar al arco contrario y hacer goles.
Tal vez sea preciso
comenzar desde abajo definiendo, en primer término, una ideología,
entregándose con seriedad y tesón al estudio de nuestra realidad
nacional y del entorno internacional para estructurar sobre esas bases
un proyecto de sociedad y un programa de gobierno, y entendiendo que sin
fraternidad y disciplina como método de vida y de trabajo de los
integrantes del grupo no habría ninguna posibilidad de llegar a las
realizaciones concretas que se plantearan como metas.