18 abril, 2013 por Litavel
Escribe: Guillermo Thorndike
Vivía en la rue Moliére y se llamaba Georgette, una francesa de cabellos castaños y hermosos ojos verdes. El lugar: París. Grisura, frío, palas de carbón, nieve pisoteada, viejas estufas de hierro en invierno. Una luz dorada, una aventura, una emoción dulce, un vago esplendor en el verano.
Ocurrió entre 1926 y 1927. Al otro lado de la calle, también en un cuarto de ese París de porteras que gritan y escaleras que no terminan nunca, ella descubría a veces la mirada profunda del peruano que había optado por el exilio y escribía febrilmente. Era alto, de frente ancha, nariz recta, altivo, silencioso. Se apellidaba Vallejo.
Así empezó todo: con miradas de una ventana a otra. Una historia de destierros, de cuartillas escritas a la sombra de un sauce en el cementerio de Monteparnasse, de amores en Moscú y Madrid y Berlín y también en los cuartos húmedos del número 19 de la rue Moliére, de pobreza y pensamientos bellos, de revoluciones socialistas, de jueves lluviosos y días viernes en los que uno se muere sin saber por qué, consumido por la fiebre, pero lleno aún de vida y de mensajes.
Lima, 1966. Vallejo ya no es más el poeta que siente frío en algún duro infierno europeo. Es, aseguran muchos, el poeta del siglo. No ha muerto porque los jóvenes lo hacen suyo, lo comprenden, lo sienten como si estuviera aquí, hoy día, escribiendo de Pedro Rojas y su dedo grande.
Y en el sexto piso del edificio Marsano, sofocada por los humos de un chifa, rodeada de gatas flacas que encontró abandonas en las calles, Georgette consume sus días. Es una francesa delgada –sus ojos verdes, aún están llenos de belleza-, una extranjera en el Perú, una mujer que arrastra su pobreza con patética dignidad. La han humillado. Dicen que es una neurótica, una persona imposible, intratable, intolerante. Es una viuda y a veces las viudas son un estorbo. Aunque Georgette sea la viuda de César Vallejo.
LA IMAGEN REAL
Me recibió a las cuatro y media de la tarde de un día gris. Tres gatas flacas, hembras bastardas y parduscas y cariñosas, saltaron a mi regazo y se enroscaron en mis brazos. Estábamos en esos tres cuartos adornados con huacos, habitaciones pulcras, pero un poco lúgubres, donde Georgette ha vivido durante los tres últimos años.
Hablamos de los mercados, de lo que cuestan las lechugas, de la gente que abandona gatitos en las calles, de los dolores de espalda, de las fiestas en el chifa que duran hasta las tres de la mañana y no la dejan dormir. Después hablamos de Vallejo.
“Es horrible lo que hacen de Vallejo”, me dijo, arrastrando las erres, un español hablado con lejanos acentos de Bretaña. Jugó con sus anteojos, una de cuyas lunas estaba rota, y dijo: “Escriben lo que quieren de su vida, inventan cosas, hacen profesión de una pretendida amistad con Vallejo… ¡Eso no es serio!
Georgette abría las puertas a palabras guardadas quizás durante mucho tiempo. Salían en tropel.
“¡Oh, se ha dicho de todo! Han dicho que Vallejo fue borracho, narcómano, sifilítico, que andaba detrás de las zorras. Yo en mi vida lo vi beber. Era un hombre serio, disciplinado, que escribía mucho. Un hombre a quien conocí bien. Lo he visto vivir durante nueve años. Un borracho puede abstenerse de beber un mes, seis meses…Pero no nueve años. Por supuesto no conocí su cerebro, pero sí sus costumbres. Vallejo ni siquiera fumaba. Con medio vaso de vino ya estaba mareado.”.
“ESA RISITA DE LIMA”
Hubiera querido conocerlo. Escuchar su silencio, seguirlo hasta esos verdes y húmedos cementerios de París, ir con él hasta Montparnasse o Pére Lachaise, ver pasar a su lado a los hombres que llevan un pan al hombro y se sientan y se rascan y extraen un piojo de la axila y lo matan.
“Cómo era”, pregunté, “¿cómo se conocieron…era tierno, era duro?”.
Georgette suspiró.
“Escribía y pensaba”, me dijo. “De nosotros no hablábamos. Tácitamente habíamos renunciado a una felicidad propia, nuestra”.
Y cuando insistí me dijo: “Está tan lejos todo eso…”
Más tarde hablamos de su muerte. Murió en París, pero sin aguacero. No era jueves ni le pegaban. Murió un viernes de primavera francesa, un mediodía que olía a pasto nuevo, a tierra cálida, a promesas.
“No he hablado de este tema, sino una vez, con el Dr. Urquizo, un argentino, pero hoy sé, con seguridad, que Vallejo murió de paludismo, un paludismo que durmió quien sabe más de 25 años”, me dijo Georgette.
“Ocho días antes de que muriera lo vio el doctor Lemiére. Dijo: “Todos sus órganos están nuevos…Veo que este hombre se muere, pero no sé de qué”. Es a ciegas que lo curaron y a ciegas que lo mataron. Su agonía fue muy dura.
“Vallejo era peruano –le dije – ¿no le parece que podría estar enterrado en el Perú?”
Georgette esbozó una amarga sonrisa.
“¿Traerlo? ¿Para qué? Sería un motivo para que echasen discursos. No, yo creo que debe respetarse su destino, dejarlo reposar donde lo sorprendió la muerte, en cierto lugar, a una hora y un día. Vallejo murió en París porque no quiso quedarse en el Perú. Salió de aquí. Acepto que podría estar sepultado en Madrid. Allí vivió intensamente”.
Georgette movió la cabeza, con un gesto lleno de cansancio.
“Vallejo quería reposar en el cementerio de Montparnasse, pero cuando murió ya no había sitios disponibles. Le di la tumba de mi madre, en el cementerio de Mont Rouge, que queda a ocho cuadras del de Montparnasse”.
“Recuerdo que una vez le pregunté por qué no volvíamos al Perú. Yo tenía veintidós años. Era joven y quería viajar, conocer el mundo”, dijo Georgette.
“Vallejo se limitó a decir: “¿Sabes?… Esa risita de Lima. Eso fue todo. Ahora, quince años después de vivir en Lima, recién comprendo lo que quiso decirme. Y estoy plenamente de acuerdo con él”.
Georgette se encogió de hombros. “No quería regresar ni vivo ni muerto”, dijo.
FOTOS AL REVES
Georgette me impresionó por su seguridad en sí misma. Ella conoció a Vallejo. Fue su mujer, cocinó para él, lavó para él, guardó silencio mientras escribía, lo siguió a través del frío y las penurias, siguió sus huellas por la España republicana y, hacia el otro lado, por media Europa hasta Moscú. Georgette no acepta ahora que se proyecte una imagen distinta a la realidad. Vallejo fue un hombre profundo, también un marxista encendido, combativo, intranquilo. Se puede discrepar con sus ideas, pero no cambiarla. No se puede fabricar otro Vallejo.
Pero Georgette, a ratos se olvida de su lucha y desciende a los recuerdos domésticos. “Medía un metro setentidós, igual que mi madre”. Y luego: “No sé por qué lo pintan con una nariz ganchuda… la tenía recta, como un triángulo, carnosa en la punta… ¿lo ve en esta fotografía?”.
Le pedí que me diera algunas fotos de Vallejo. Pero Georgette tiene apenas unas cuantas reproducciones.
“Esta, en el Paseo de los Ingleses, ésta la tomé yo…”, me dijo riendo. Allí está Vallejo, taciturno, de negro frente al mar de Niza, vestido con chaleco, la mirada perdida en el horizonte.
“Antes de salir para Rusia compramos una máquina fotográfica pero nunca aprendí a manejarla. Jamás he podido aprender a manejar esas cosas. Tomé todas las fotos al revés y salieron oscuras como la noche. Esta es la única que salió bien. Vallejo tampoco sabía tomar fotos”.
Al cabo de unos minutos hablamos de las camisas de Vallejo.
Alguien escribió que Vallejo tenía sólo una camisa, que su esposa lavaba en las noches para que pidiera ponérsela a la mañana siguiente.
“Eso demuestra que no saben nada… escriben cualquier cosa de Vallejo, inventos, lo que se les ocurre”, me dijo.
“Le compré varias camisas, todas de seda, porque eran más baratas”, dijo Georgette, “solo una camisa de seda natural, podría, en aquel tiempo, durar hasta cinco años y más, si la lavaba en casa….con todas las camisas que tenía, Vallejo no hubiese necesitado otras hasta hoy, si hubiese vivido”.
INGRATITUD
Georgette tiene varios adversarios: la pobreza, los editores piratas (está en juicio con la Editorial Losada, entre otras), los escritores que fabrican biografías de César Vallejo.
Pienso, sin embargo, que lo peor de todo es la terrible ingratitud de los peruanos. De las mismas personas que elogian la obra de Vallejo. De los serios, solemnes funcionarios que gobiernan el mundo de los monumentos, los recuerdos oficiales, las placas de bronce, las sinecuras con olor a museo.
Recuerdo, hace dos años, haber bebido cerveza con un joven poeta norteamericano en uno de esos tabernáculos intelectuales de los Estados Unidos, donde entre otras cosas, se planeaba manifestaciones contra la guerra de Viet-Nan.
Jim Wright, el mejor poeta joven de los Estados Unidos, y a los 30 años uno de los más destacados maestros en la gigantesca Universidad de California, estaba, como de costumbre, muy borracho y muy triste. Hablaba de los negros golpeados en el Sur, de las oscuras torres de Minneapolis, del cemento y las grúas y los cerebros electrónicos. Miró por la ventana: llovía a cántaros. Entonces me sorprendió recitando en correcto castellano: “Esta tarde llueve más que nunca… y no tengo ganas de vivir, corazón”.
Fue como si de pronto me hubiese comunicado toda su tristeza. Llovía mucho y era cierto, las gotas de lluvia parecían llevárselo todo consigo, hasta las ganas de vivir. Conversamos de Vallejo. Ebrio e insatisfecho, candidato a suicida, un gran poeta por derecho propio, Jim Wright estaba traduciendo a Vallejo. Había aprendido español sólo para eso. Y con la misma admiración con la que muchos gerentes peruanos observan las fábricas de Detroit, me dijo: “¡Es un gran poeta…. cómo quisiera ir al Perú…. debe ser un gran país!”.
Ahora, luego de hablar con Georgette, quisiera buscarlo, decirle que no vale la pena venir al Perú, que la viuda de Vallejo sólo ha recibido aquí frialdad oficial, que le dan una pensión miserable disfrazada de contrato de edición, que ella debe vivir con dos mil setecientos cuarenta soles mensuales.
Menos que la viuda de un Director de Ministerio.
Cien dólares mensuales, o ciento setenta rublos.
Setecientos kilos de papas a precio oficial.
Ciento ochenta cajetillas de cigarrillos Chesterfield.
Quisiera contarle cómo la viuda de Vallejo, la mujer del poeta, la francesa de bellos ojos verdes que compartió sus miserias y sus sueños y sus fríos, debe combatir con cartas y recursos legales a quienes la despojan de sus derechos sobre la obra de Vallejo, nada más que un diez por ciento.
Quisiera contarle todo esto y explicarle por qué Vallejo está mejor allá, lejos, en el helado suelo de París.
Dejé a Georgette con sus tres gatas flacas, en ese inmenso edificio blanco que iba a ser un gran hotel y que hoy alberga a una muchedumbre de personas que han llegado al final de todos sus proyectos.
Me fui recordando sus palabras: “Ya no quiero nada, me da lo mismo. Uno puede perder la vida por algo que vale la pena. Eso es la obra de Vallejo, lo que escribió, su recuerdo. Pero no puedo pelear siempre por un diez por ciento. Me da los mismo”.
Y luego: “No puedo comprar ni un libro… la viuda de Vallejo no puede ir siquiera al Ballet de Leningrado porque no tiene dinero. Y la verdad es que ya me da lo mismo”.
Y después: “Vallejo ha muerto. Queda el cadáver y el dinero. No les interesa el mensaje. Les basta con reproducir los Poemas Humanos, sin permiso, porque es un buen negocio….Ya no quiero nada… me da lo mismo”.
Se quedó con sus gatas flacas en esos tres cuartos oscuros, pensando quizás en los chinos opulentos y oblicuos que habían prendido los fogones del chifa a las seis de la tarde; consumiéndose, muriendo de a pocos, sin más testigos que los días jueves y los huesos húmeros, la soledad, la lluvia, los caminos…
NOTA: Esta entrevista fue publicada en el Diario Correo, el domingo 18 de setiembre de 1966. Con autorización de la familia de Guillermo Thorndike para su reproducción.