Wilson Izquierdo Gonzales |
Les comparto un cuento magistral del destacado escritor moyobambino, Wilson Izquierdo Gonzales, quien radica en Cajamarca, Perú. Izquierdo Gonzales es además un connotado académico que ha prestado serviciós en diversas instituciones educativas.
Por Wilson Izquierdo Gonzales.
Un ruso en la Amazonía
Allá por el año de mil novecientos veinticinco, por el mes de agosto, resultó llegando a La Ochora un emigrante ruso, junto con otros migrantes de la región de la sierra, a los que se los reconocía a primera vista, por su vestimenta muy abrigadora, hecha a base de lana, y de los cuales el ruso no se diferenciaba porque vestía igual que ellos. La presencia de un ruso en el pueblo fue un hecho completamente inusual, debido a que, en esos tiempos, era mucho más frecuente que lleguen a este hermoso pueblo de la selva alta, migrantes de la provincia de Celendín o del vallecito interandino de Guayabamba, por limitar con Rioja y Moyobamba.
Por ese tiempo, Guayabamba solo era uno de los distritos de la provincia de Chachapoyas. Por Decreto Ley N° 7626 del 31 de octubre de 1932, expedido por el presidente de facto Luis Miguel Sánchez Cerro, pasó a convertirse en provincia del departamento de Amazonas, que tiene siete en total, con el nombre de provincia de Rodríguez de Mendoza, con su capital Mendoza, que no es otro pueblo que Guayabamba, conocido por los “ochorinos”, porque de allí venían los “guayachos”.
El ruso, en su mal hablado español, al llegar a La Ochora dijo que venía procedente de Leymebamba. Claro que eso fue verificado muy rápido por los pobladores del lugar; pues, llegó conjuntamente con cuatro inmigrantes de la provincia de Celendín. Contó además que, cuando se conoció con sus compañeros de viaje, allá en Leymebamba, el ruso tuvo que explicarles que, él hacía ese viaje, en busca de terrenos fértiles y, especialmente, de climas cálidos, por estar cansado de los climas tan fríos y gélidos de su patria.
Como sus compañeros de viaje shilicos eran solo un poco menos zarcos y blancos que él, lo único en lo que se diferenciaba de ellos era en su fortaleza física y en su peculiar manera de hablar, ya que, el ruso hablaba como lo hicieran, allí no más y tan pronto llegaron a Moyobamba, aquella gente muy blanca de Escocia, que se molestaba mucho cuando les confundían con los ingleses y, que llegaron hacía ya algún tiempo a dicha ciudad, para fundar allí una Misión Evangélica con el pretexto de hacer allí un hospital para beneficiar a la gente pobre. Esta vez, fue cierto. Este grupo de escoceses evangélicos, desde que llegaron, comenzaron a atender a gente pobre, primero, si es que aceptaban ser evangélicos como ellos, luego, a todo el que necesitara de sus servicios.
Por la bondad especial de los habitantes, más que por otra cosa, el ruso resultó afincándose en La Ochora. Y no pudo ser de otra manera, pues allí consiguió casi gratis, un cuarto de hectárea de terreno con huerta florecida, pues estaba llena de árboles frutales, a diferencia de los terrenos que en Moyobamba le ofrecieron y que le parecieron algo caros. En este terreno es en donde, en la esquina, hizo su casa a la usanza del pueblo, porque fueron los mismos ochorinos los que le ayudaron a hacerla, previa paga de los jornales correspondientes, por supuesto. Por ese detalle, las vigas de moena del techo de crisnejas de la casa, descansaban sobre fuertes horcones de “urco moena”, madera muy dura y resistente utilizada en ese pueblo para este propósito.
Luego de establecerse, viajó hasta Moyobamba en busca de trabajo. En La Ochora, por más que buscó, no encontró nada importante. Algunos le ofrecían el trabajo de pilar café o arroz, en los pilones que cada casa tenía, pero consideró que no era lo que él necesitaba. En Moyobamba tuvo la suerte de encontrarse con los integrantes de la Misión Evangélica que, de inmediato, lo contrataron al verificar su experiencia en la construcción de obras civiles, que era lo que ellos estaban necesitando.
Así fue como Mijaíl (Misha) Kusnetsov resultó siendo el constructor del Hospital Evangélico de Moyobamba y de la casa de residencia del grupo de escoceses de la “Misión Evangélica de Moyobamba”, recién llegados de Europa, como él. El sábado, después de trabajar desde el lunes hasta este medio día, volvía a La Ochora donde tenía su casa, con el afán de sembrar en su huerta más árboles frutales propios de la región, cuyas plántulas o semillas le obsequiaban.
En La Ochora cuando se enteraron, por boca de él mismo que a los Mijaíl en Rusia les decían “Misha”, como diminutivo de Mijaíl, a los “ochorinos” tal modo de nombrarle, aunque sea por cariño, no les pareció que fuera muy bueno, por las razones que allí no más le esgrimieron con pelos y señales:
― Óigaste don Mijaíl, cómo ya pues nosotros sus amigos le vamos a llamar dizque “Misha” cuando acá en nuestra tierra “misha” es la hembra del “misho”, que es nada menos que el gato. Sería tanto como decir que usted es una gata. Y, eso no puede ser, pues, amigo ruso, acá tenemos nuestras costumbres y acostumbramos respetar a nuestros amigos.
― Pero, así les llaman en mi país de origen a todos los que se llaman Mijaíl. En mi tierra lo hacen por cariño, así como ustedes a los Dionisios les dicen “Lluni”, a los Franciscos les dicen Pancho, a los Robertos les dicen Beto y, a los Asunciones les dicen Asho.
― Pero acá, por cariño y respeto a usted, que es nuestro amigo, no le podemos llamar “Misha”, don Mijaíl.
― Bien amigos, si a ustedes no les gusta llamarme “Misha” como en mi tierra, llámenme como ustedes crean conveniente.
― Es que “misha” para nosotros es la gata, o sea la hembra del gato, pues ―le dijo Estenio―.
― Muy bien, amigo. Lo mejor es que le llamemos Mijaíl, total ese es su nombre, ¿no es cierto? Pero, nada de “misha” porque, como acaba de aclararle mi amigo Estenio, acá en “La Ochora” la “misha” es la hembra del gato y usted es macho ―le dijo Facundo―.
― Está muy bien, porque ese es el nombre que figura en mi documento de nacimiento, amigos ―les contestó el ruso, complacido de que allí le llamen por su nombre―.
Con el tiempo y las aguas, en La Ochora Mijaíl fue requerido para cambiar “cumbas” o cumbreras de techo, para cambiar techos completos, para construir casas de tapial o pared de tierra apisonada, que tuvo que aprender a hacer, porque en su tierra se utilizaba más bien la madera y el adobe, en los lugares donde no existieran ni piedra ni madera o, por lo general, la piedra armada con cal y arena. En fin, a Mijaíl nunca le faltó el trabajo, sea en el mismo pueblo, en los pueblos vecinos de Habana, Soritor, Yantaló o, en Moyobamba.
Para todos esos efectos, se compró las herramientas necesarias allá en Moyobamba y, las que no encontró allí, las hizo él mismo, en una herrería que tuvo que construir con ese único fin, a un lado de su cocina, en donde instaló una fragua, un yunque grande y una especie de torno pequeño con lija de esmeril pegada con cola de carpintero a ambos lados, porque le pareció muy trabajoso afilar los machetes en una piedra, según era la costumbre en el pueblo.
― Óigaste amigo Misael, ¿me podrá afilar bien mi machete y los cuchillos de cocina de mi mujer?
― Claro que sí señor Tolentino, con todo gusto lo haré. Se lo dejaré tan afilados, que sería bueno que tengan cuidado cuando los usen usted y su esposa ―le contestó el ruso, sonriente―. Pero, no me llamo Misael, sino Mijaíl, le aclaró con la misma sonrisa alegre y bonachona de siempre y que era característico en él desde que se instaló en La Ochora.
― Está bien don… ¡Mijaíl! La cosa es que lo haga y que queden bien afilados, por favor. Porque si siguen “mochos” mi mujer me corta el pescuezo.
Dado su buen genio para tratar a las personas que llegaban a él para solicitarle algún trabajo, pronto se hizo querer de toda la gente del pueblo, especialmente de una trigueña muy hermosa que allí nomás, se enteró que se llamaba Zulmira Rodríguez Sandoval, mujer de rancio abolengo hispano; pero no aragonés, andaluz o castellano, como en otros casos, donde se sabía con certeza que eran descendientes de conquistadores españoles, sino judío-sefardí. Seguramente que ese detalle ella desconocía, pero algunos antiguos pobladores, sabían que los ancestros de aquella preciosa mujer morena, fueron los judíos sefardíes que llegaron a esas tierras al ser expulsados de España por el Rey Felipe I “El hermoso”.
Los judíos sefardíes, con mucha anterioridad a él, hubieron llegado a estas tierras de la selva alta, con la prioridad de cobrar una vieja deuda que los reyes Fernando e Isabel, llamados reyes católicos, no pudieron ni siquiera amortizar el capital, ni mucho menos cancelar los cuantiosos intereses devengados. Aquellos reyes después de financiar el primer viaje de descubrimiento de Cristóbal Colón, se quedaron prácticamente en la ruina y, para terminar de expulsar a los moros de España y seguir financiando tres viajes más a Colón, tuvieron que endeudarse haciendo préstamos de dinero a los judíos sefardíes, que tenían larga data en realizar ese tipo de menesteres.
Si bien los cuatro viajes que Colón realizó, fueron realmente rendidores en términos de recaudación de oro y otros bienes, con el tiempo la tal deuda con los judíos, resultó impagable por lo voluminosa que resultó por la adición al capital prestado, de todos los intereses devengados. Estando en esa situación, la visita del rey de Aragón se presentó para ellos como una tabla de salvación y, sin pensarlo dos veces, pero creyendo que así consolidarían su reinado con la incorporación a sus dominios del reinado de Aragón, aceptaron que su hija Juana contrajera matrimonio con Felipe I, rey de Aragón.
Felipe I, rey de Aragón y apodado “El Hermoso”, no encontró mejor solución para gobernar mejor y, a sus anchas, los reinos de Aragón y Castilla ―que eran suyos ahora, al morir sus suegros los “reyes católicos”, por haberse casado él con su hija Juana, a la que decían “La Loca” ―, que: encerrar a perpetuidad a su mujer en un convento, acusándola de loca de remate y, expulsar de España a los judíos sefardíes, prometiéndoles que él les pagaba toda la deuda que sus suegros y no él, habían contraído con ellos, con terrenos y todas las riquezas que pudieran encontrar en el nuevo mundo. Para ese efecto firmó una Cédula Real concediendo solo a los judíos que quieran ir al nuevo mundo, los terrenos que hallaran baldíos y sin dueño, en la cantidad que pague por completo el capital prestado más los intereses respectivos. Las autoridades de las colonias quedaban encargadas de dar cumplimiento en todos sus extremos, la Cédula Real por él expedida.
Obviamente para los judíos, el viaje y su manutención durante el mismo, tuvieron que financiarla ellos mismos. Al llegar al Perú, el Virrey de Lima no permitió que ni siquiera desembarcaran. De regreso a Panamá, mientras el barco se aprovisionaba de leña, agua y alimentos, los judíos averiguaron que en Cajamarca podían encontrar, todavía, tierras baldías. No fue cierto, tampoco eso. Tuvieron que adentrarse al interior de sus provincias y muchos otros, tuvieron que hacer un largo viaje hasta las tierras conquistadas por el Inca Tupac Yupanqui en la selva del Perú. Así es como llegó mucha gente blanca a Amazonas y San Martín.
Zulmira Rodríguez Sandoval, mujer trigueña producto de la mezcla étnica entre algún judío sefardí errante que llegara a Moyobamba hacía ya más de cincuenta años, procedente de Celendín, y de una mujer descendiente de algún portugués llegado hasta La Ochora, junto con alguna de las piaras de mulas que traían mercadería procedente de Europa por el Amazonas, el bajo Marañón y el Huallaga hasta llegar a Yurimaguas, a la llegada a La Ochora del ruso Mijaíl, tenía diecinueve años, y se encontraba en la plenitud de su desarrollo biológico y en toda la esplendidez de su femineidad y belleza.
De pelo negro azabache, ojos negros como el choloque y piel acanelada, parecía una de las amazonas descubiertas por Orellana, en el tránsito de su viaje desde el río Putumayo hasta la desembocadura del Amazonas en el Atlántico, por lo cimbreante de su cuerpo bien formado y de sus movimientos casi felinos. En realidad, para el ruso Mijaíl la aparición de Zulmira ante sus ojos, acostumbrados a ver mujeres de piel muy blanca y, por lo general, de ojos azules, en su largo viaje desde Rusia y Europa hasta donde ahora estaba, fue como una bella alucinación. Nunca creyó que existieran mujeres tan bonitas con una piel que no fuera blanca, como la de sus paisanas.
Por eso, tan pronto se vieron Mijaíl y Zulmira, supieron que entre ellos iba a surgir un amor torrentoso, de una pasión desembocada y una eternidad profundamente deseada. Por su parte, el ruso era un hombre blanco muy atractivo, de cuerpo musculoso y de pelo ligeramente rubio, algo alto de estatura con respecto a la gente del pueblo y con dos ojos azules que relampaguearon al ver a la cimbreante mujer aquella.
Después de solo un mes de conocerse, Mijaíl se entrevistó con don Tolentino Rodríguez Tuesta, padre de Zulmira para pedirla en matrimonio formalmente, logrando la aceptación de aquel, con la condición de que le dé muchos nietos zarcos como él, en cuya crianza entretenerse, por ser viudo y con hijos, todos casados y con su propia familia. Su esposa Felícita Sandoval Hidalgo, hacía más de diez años que había muerto con neumonía fulminante, debido a que en ese tiempo esa enfermedad era mortal.
Mijaíl contrajo matrimonio civil ante el datario civil de la Municipalidad Distrital de “La Ochora”, el primer día útil del mes de abril y el matrimonio religioso en la ciudad de Moyobamba, cinco días después, ya que, no quisieron esperar hasta la celebración de la fiesta patronal del pueblo, que ocurría todos los años el día 8 del mes de septiembre, fecha en la cual venía un sacerdote desde la capital de la provincia y del departamento, por añadidura, para llevar a cabo todos los rituales propios de la religión católica que, dicha celebración conllevaba desde la fundación del pueblo.
Con el dinero que obtuvo de los diferentes trabajos realizados para la Misión Evangélica en Moyobamba y otros de índole similar que consiguió y que realizó en esa ciudad, en Calzada y otros lugares cercanos, más las monedas de oro que logró conservar del obsequio de su madre, Mijaíl compró un hermoso terreno a orillas del río Indoche, que encontró en calidad de baldío, que comenzaba en el puerto de Morillo y que iba hasta los linderos del terreno con trapiche de don Arturo Escalante Rojas, en ese tiempo, flamante profesor de una de las escuelas de Moyobamba.
A la fecha en que Mijaíl contrajo matrimonio con Zulmira, que fue a los seis meses de conocerse, o sea en el mes de septiembre de 1927, dos años después de su llegada al pueblo, éste ya tenía en esos terrenos muy buenas plantaciones y algunas en plena producción: como las papayas, los plátanos, el maíz y frejol, que se siembran juntas, y yucas, todo lo cual destinaba a su autoconsumo y algo que le sobraran a su venta a quien lo quisiera comprar. Tenía sembrados también paltas, ciruelas, mangos, guayabas, caimitos, zapotes, guabas con café, marañones o “casos”, entre otras cosas, pero para que produzca todo eso, pasarían todavía algunos años.
Además, a consecuencia de cosechas anteriores, tenía en su altillo huayungas de maíz, de maní y de frijol. Una huayunga no era otra cosa que un gran racimo, sea de mazorcas de maíz colgados de sus pancas formando un buen bulto o, de maní crudo y con cáscara, amarrados por sus tallos o, de frejol, que para el caso se cosechaba con partes de tallo, que puedan liarse en un bulto y colgarse de alguna de las vigas del techo.
Total, el ruso pronto aprendió todo eso y se adaptó tan bien a las usanzas y costumbres del pueblo, que parecía que hubiera vivido allí toda su vida, desde su nacimiento. Lo único que no pudo dejar para siempre, fue su modo peculiar de hablar el español, debido a la fuerte influencia que tiene en todas las personas el habla materna. Todo se puede perder, menos el dejo propio de la lengua materna que, en él, siempre fue una característica inconfundible.
― Pero, Mijail ¿cuántas veces te tengo que decir que no se dice “la problema”? Es “el problema” ―le corregía todas las veces que podía, con paciencia infinita, su esposa Zulmira―.
― Pehro esa palabrra termina en la letrra “a”, como gata, casa, puerrta. En todos esos casos se dice la palabra prrecedida de “la”, cómo la gata, la casa, la puerta ―le contestaba Mijaíl con la terquedad de creer que, en ese caso, tenía la razón. ¿Cómo no la iba a tener? ―.
― Ahí si pues es con “la”, pero en el caso de problema es con “el”, puesto que, nunca se dice “la problema” sino “el problema”, mi querido esposo. Suena feo decir “la problema”, Ahora, yo no te puedo decir por qué es así, porque esos aspectos muy técnicos, solo lo saben los profesores de lengua y literatura del Colegio de Moyobamba.
― Ay carramba. Eso es prrecisamente lo que yo no entender en tu idioma. Mi idioma ser muy sencillo. El tuyo muy difícil. Tiene muchas excepciones. Además, una palabra tiene muchos sinónimos. Muy difícil para mí, llegar a conocerlos todos.
― Si pues, así es, como tú lo dices. El español es muy difícil para extranjeros como tú. Pero, para enseñártelo bien estoy yo, Mijaíl.
― Bueno Zulmirra, eso sí me rreconforrta.
Aunque disparejos en la forma de hablar el español, Mijaíl y Zulmira constituían en La Ochora una parejita que, a todas luces, aparecía ante la gente del pueblo, como un feliz matrimonio. La verdad era que nosolo “parecía” una feliz pareja, era una feliz pareja. A los dos años nomás de aquello, Zulmira tuvo su primer vástago. Como fue mujercita la llamaron Nevenka.
Según averiguó Zulmira algún tiempo después del nacimiento de su primera hija, su esposo Mijaíl le puso ese nombre porque, al huir siendo joven de los primeros signos de la revolución bolchevique en Rusia, allá por el año de 1916, una mujer llamada Nevenka de origen eslavo, muy hermosa y bondadosa en extremo, lo acogió en su casa y le ayudó a conseguir trabajo. Mijaíl, que siempre andaba armado con un hermoso sable de caballería, se tardó más de nueve años en llegar desde Rusia hasta La Ochora, y en el trayecto desempeño muchos oficios y tareas.
Al año de su matrimonio, Zulmira le obsequió a Mijaíl una hermosa y rolliza bebé. Cuando por fin abrió los ojos después de que la limpiaron de todas esas cosas con las que aparece a la vida, cualquier persona después del parto, la niña tenía la piel canela y la cabellera muy negra de su madre, pero, los ojos azules eran igualitos a los de su padre. Zulmira quiso que su hija se llamara Felícita, como su madre, pero Mijaíl insistió para que se llamase Nevenka. Finalmente, le pusieron por nombre Nevenka a insistencia de Mijaíl, que su esposa Zulmira aceptó por complacer a su marido y luego con alegría.
Muchos años pasarían para que Zulmira llegue a enterarse que Nevenka fue una bella mujer de origen eslavo, de la que Mijaíl estuvo profundamente enamorado y, que conoció durante las primeras guerrillas que sostuvieron los campesinos armados con lo que tenían, de aquella Rusia casi medioeval, contra el ejército zarista allá por el año de 1916. Ella integró junto con Mijaíl una de las fuerzas que, recién en octubre de 1917, logró derrotar al ejército enemigo; pero que murió en una refriega, atravesada por un sable de un diestro soldado del ejército del zar.
Mijaíl logró dar muerte a aquel soldado del zar, en una lucha feroz cuerpo a cuerpo y a muerte. El soldado del zar con su sable y Mijaíl con una escopeta antigua que utilizara su padre para cazar. Si bien ambos eran fuertes y fornidos, Mijaíl solo disponía de la escopeta sin balas ya para defenderse; pero, aprovechando que el zarista le atravesó la pierna con su sable, a Mijaíl le bastó este instante para, de un certero culatazo en la cabeza echar a tierra al soldado zarista, que cayó de su caballo al suelo cubierto de nieve, con la cabeza partida y botando su sangre a chorros que tiñeron la nieve de rojo.
Mijaíl no resistió la pena de perderla cando recién comenzaba a conocerla. En la primera oportunidad que tuvo, huyó de allí ―desertó dirían otros―, gracias a que su madre le entregó 19 monedas de oro más una porción de monedas de plata que no contó, que era todo lo que poseía, por haber sido la esposa de un antiguo soldado zarista que murió hacía más de quince años en un combate que el ejército del zar, libro en la frontera con Austria.
Con ese dinero y, ha pedido expreso de su misma madre, que consideraba que la revolución campesina rusa no tendría mayor futuro, frente al poderoso y bien equipado ejército del Zar, Mijaíl se escapó del hospital de campaña en donde era atendido de una herida en la pierna.
La huida aquella, recordaba Mijaíl, fue espectacular. Escondido hasta curarse en la casa de una tía materna, emprendió el éxodo aquel sin tener tierra prometida por norte, vagando sin rumbo fijo, pero siempre hacia el oeste, por llevar una antigua brújula heredada de su padre. Por fin, después de mil peripecias llegó hasta un puerto en el Atlántico, consiguiendo allí, embarcarse como marinero. Lo más impresionante para él en ese viaje, fue su paso por el estrecho de Magallanes. Casi desembarca en el sur de Chile, pero el frío le hizo recordar a su patria y siguió hasta Pacasmayo, donde pidió al capitán darle de baja para dejar para siempre ese barco.
Conservaba todavía 14 de las monedas de oro que le diera su madre en Rusia, más 16 monedas de plata de su salario como marinero en un barco finlandés en el que vino hasta el Puerto de Pacasmayo. Con cinco monedas de oro llegó desde la casa de su tía en Rusia, primero hasta el Atlántico y luego hasta las costas sudamericanas del Océano Pacífico. Cuando su barco atracó en el Callao por primera vez, ya que Mijaíl pidió permiso para desembarcar y quedarse en Lima. Pero, esta enorme ciudad costera no fue atractiva para él, los trabajo que le ofrecieron fue de obrero, por lo que, nuevamente en barco, viajó hasta Pacasmayo, debido a que, el tramo que ahora se conoce como carretera “Panamericana del Perú”, se consolidó y formalizó recién durante el segundo gobierno de Oscar Benavides, entre los años 1933 y 1939.
El oro valía mucho en aquel entonces, por eso, pudo despreciar los trabajos de obrero que le ofrecieron, también, en Pacasmayo. Luego por la senda existente bordeando el Jequetepeque, llegó hasta Cajamarca. Este viaje lo hizo de a pocos, con diferentes acompañantes. De allí a Celendín, hizo el viaje como arriero de mulas de un comerciante de ese lugar y, en su misma compañía, llegó hasta Leymebamba, donde fue despedido de este trabajo por el dueño de la piara, por andar en amores con su hija. El resto es historia conocida: el ruso Mijaíl vivía ahora en La Ochora y estaba felizmente casado con Zulmira. Tenía un buen terreno y una casa construida a la usanza del pueblo, además de poseer muchos amigos.
Los amigos de Mijaíl, o eran naturales de La Ochora, o eran shilicos o eran guayachos. No había más. En ese tiempo era común que mucha gente de Cajamarca y Amazonas vengan a la selva a comprar un terreno. A Mijaíl le contaron, muchos años después de su llegada a La Ochora, uno de sus amigos “guayachos” muy versado en la historia de su tierra, que la conversión de Guayabamba en provincia, se hizo para enaltecer la memoria de Alejandro Toribio Rodríguez de Mendoza, sacerdote y educador nacido en Chachapoyas el 17 de abril de 1750, por ser considerado en todo el país, como precursor ideológico de la independencia nacional.
Aquel amigo le aclaró, igualmente, que la encomiable labor de su paisano, de crear la conciencia de nuestra independencia de España, la llevó a cabo siendo rector del Real Convictorios de San Carlos de Lima, ciudad en la que falleció el 12 de junio de 1825. También le manifestó que, los padres del insigne precursor, fueron Santiago Rodríguez de Mendoza Hernani de Arbildo y Juana Josefa Collantes García de Perea, chachapoyanos, razón por la cual bautizaron a su hijo el 18 de julio de 1750 en la Iglesia Parroquial de Nuestra Señora de Belén de su ciudad natal: Chachapoyas. Una vez convertida en provincia lo que era Guayabamba, los guayachos aceptaron felices llevar el nombre de su célebre paisano.