Este libro rinde
homenaje al fútbol, música en el cuerpo, fiesta de los ojos, y también denuncia
las estructuras de poder de uno de los negocios más lucrativos del mundo.
Hace unos meses en alguno de los grupos de interés que suelo frecuentar, un
profesor dedicado al fútbol solicitó colaboración porque quería saber el origen
de «la Chilena». Estamos hablando de una habilidad futbolística que consiste en
arquearse hacia atrás y en el aire pegarle a la pelota con el pie. Se suele
utilizar tanto para rechazar una pelota cuanto para sorprender en un remate al
arco desde una posición inesperada. Recuerdo un gol de Enzo Franchescoli en un
Torneo de Verano jugando para River y contra alguna selección europea. Y también
un gol de chilena del Tano Novello contra San Lorenzo. Y un rechazo de Mouzo de
chilena en plena área rodeado de atacantes.
Mientras consultaba el
libro de Eduardo Galeano para contestar -con esa solidaridad por compartir el
conocimiento que nos caracteriza a los adictos al correo electrónico- se me
ocurrió cuántas cuestiones nos dedicamos a enseñar y de las cuales pareciera ser
que sabemos muy poco.
El libro de Galeano
permite acercarse a una mirada sobre el fútbol: sus mitos, su historia, sus
personajes. En una galería que va desde Maradona a Pelé, pasando por Garrincha y
Sanfilippo; desde los viejos enfrentamientos del fútbol rioplatense hasta los
clásicos Fla y Flu, pasando por los Mundiales.
Es posible enterarse
sobre el origen del fútbol mismo, de la pelota, de los manejos del
fútbol-negocio de la FIFA y Havelange, del gol «olímpico», de la gambeta y del
creador de la mismísima «chilena».
Y hay mucho más...
Un libro escrito por un
«mendigo del buen fútbol», que recorre los estadios y pide una linda jugadita,
por amor de Dios.
El fútbol.
La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el
deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la
alegría de jugar porque sí.
En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil,
y es inútil lo que no es rentable.
A
nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato,
jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de
lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y
el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin
juez.
El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos
espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los
negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para
impedir que se juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo
un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia
la fantasía y prohíbe la osadía.
Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando,
algún descarado carasucia que sale del libreto y comete el disparate de
gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por
el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad.
¿El opio de los pueblos?.
¿En qué se parece el fútbol a Dios?. En la devoción que le tienen muchos
creyentes y en la desconfianza que de él tienen muchos intelectuales.
En 1880, en Londres, Rudyard Kipling se burló del fútbol y de «las almas
pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan». Un
siglo después, en Buenos Aires, Jorge Luis Borges fue más que sutil: dictó una
conferencias sobre el tema de la inmortalidad el mismo día, y a la misma hora,
en que la selección argentina estaba disputando su primer partido en el Mundial del
78.
El desprecio de muchos intelectuales conservadores se funda en la certeza
de que la idolatría de la pelota es la superstición que el pueblo merece.
Poseída por el fútbol, la plebe piensa con los pies, que es lo suyo, y en ese
goce subalterno se realiza. El instinto animal se impone a la razón humana, la
ignorancia aplasta a la Cultura, y así la chusma tiene lo que quiere.
En cambio, muchos intelectuales de izquierda descalifican al fútbol porque
castra a las masas y desvía su energía revolucionaria. Pan y circo, circo sin
pan: hipnotizados por la pelota, que ejerce una perversa fascinación, los
obreros atrofian su conciencia y se dejan llevar como un rebaño por sus enemigos
de clase.
Cuando el fútbol dejó de ser cosas de ingleses y de ricos, en el Río de la Plata
nacieron los primeros clubes populares, organizados en los talleres de los
ferrocarriles y en los astilleros de los puertos. En aquel entonces, algunos
dirigentes anarquistas y socialistas denunciaron esta maquinación de la
burguesía destinada a evitar las huelgas y enmascarar las contradicciones
sociales.
La difusión del fútbol en el mundo era el resultado de una maniobra imperialista
para mantener en la edad infantil a los pueblos oprimidos.
Sin embargo, el club Argentinos Juniors nació llamándose Mártires de Chicago, en
homenaje a los obreros anarquistas ahorcados un primero de mayo, y fue un
primero de mayo el día elegido para dar nacimiento al club Chacarita, bautizado
en una biblioteca anarquista de Buenos Aires. En aquellos primeros años del
siglo, no faltaron intelectuales de izquierda que celebraron al fútbol en lugar
de repudiarlo como anestesia de la conciencia.
Entre ellos, el marxista italiano Antonio Gramsci, que elogió «este reino de la
lealtad humana ejercida al aire libre».
La pelota como bandera.
En el verano de 1916, en plena guerra mundial, un capitán inglés se lanzó al
asalto pateando una pelota. El capitán Nevill saltó del parapeto que lo
protegía, y corriendo tras la pelota encabezó el asalto contra las trincheras
alemanas. Su regimiento, que vacilaba, lo siguió.
El capitán murió de un cañonazo, pero Inglaterra conquistó aquella tierra de
nadie y pudo celebrar la batalla como la primera victoria del fútbol inglés en
el frente de guerra.
Muchos años después, ya en los fines del siglo, el dueño del club Milán ganó las
elecciones italianas con una consigna, Forza Italia!, que provenía de las
tribunas de los estadios. Silvio Berlusconi prometió que salvaría a Italia como
había salvado al Milán, el superequipo campeón de todo, y los electores
olvidaron que algunas de sus empresas estaban a la orilla de la ruina.
El fútbol y la patria están siempre atados; y con frecuencia los políticos y los
dictadores especulan con esos vínculos de identidad. La escuadra italiana ganó
los mundiales del .34 y del .38 en nombre de la patria y de Mussolini, y sus
jugadores empezaban y terminaban cada partido vivando a Italia y saludando al
público con la palma de la mano extendida.
También para los nazis, el fútbol era una cuestión de Estado. Un monumento
recuerda, en Ucrania, a los jugadores del Dínamo de Kiev de 1942. En plena
ocupación alemana, ellos cometieron la locura de derrotar a una selección de
Hitler en el estadio local. Le habían advertido:
-Si ganan mueren.
Entraron resignados a perder, temblando de miedo y de hambre, pero no pudieron
aguantarse las ganas de ser dignos. Los once fueron fusilados con las camisetas
puestas, en lo alto de un barranco, cuando terminó el partido.
Fútbol y patria, fútbol y pueblo: en 1934, mientras Bolivia y Paraguay se
aniquilaban mutuamente en la guerra del Chaco, disputando un desierto pedazo de
mapa, la Cruz Roja paraguaya formó un equipo de fútbol, que jugó en varias
ciudades de Argentina y Uruguay y juntó bastante dinero para atender a los
heridos de ambos bandos en el campo de batalla.
Tres años después, durante la guerra de España, dos equipos peregrinos fueron
símbolos de la resistencia democrática. Mientras el general Franco, del brazo de
Hitler y Mussolini, bombardeaba a la república española, una selección vasca
recorría Europa y el club Barcelona disputaba partidos en Estados Unidos y en
México.
El gobierno vasco envió al equipo Euzkadi a Francia y a otros países con la
misión de hacer propaganda y recaudar fondos para la defensa. Simultáneamente,
el club Barcelona se embarcó hacia América. Corría el año 1937, y ya el
presidente del club Barcelona había caído bajo las balas franquistas. Ambos
equipos encarnaron, en los campos de fútbol y también fuera de ellos, a la
democracia acosada.
Sólo cuatro jugadores catalanes regresaron a España durante la guerra. De los
vascos, apenas uno. Cuando la República fue vencida, la FIFA declaró en rebeldía
a los jugadores exiliados, y los amenazó con la inhabilitación definitiva, pero
unos cuantos consiguieron incorporarse al fútbol latinoamericano. Con varios
vascos se formó, en México, el club España, que resultó imbatible en sus
primeros tiempos. El delantero del equipo Euzkadi, Isidro Lángara, debutó en el
fútbol argentino en 1939. En el primer partido metió cuatro goles. Fue en el
club San Lorenzo, donde también brilló Angel Zubieta, que había jugado en la
línea media de Euzkadi.
Después, en México, Lángara encabezó la tabla de goleadores de 1945 en el
campeonato local.
El club modelo de la España de Franco, el Real Madrid, reinó en el mundo entre
1956 y 1960. Este equipo deslumbrante ganó al hilo cuatro copas de la Liga
española, cinco copas de Europa y una intercontinental. El Real Madrid andaba
por todas partes y siempre dejaba a la gente con la boca abierta. La dictadura
de Franco había encontrado una insuperable embajada ambulante. Los goles que la
radio transmitía eran clarinadas de triunfo más eficaces que el himno Cara al
sol. En 1959, uno de los jefes del régimen, José Solís, pronunció un discurso de
gratitud ante los jugadores, «porque gente que antes nos odiaba, ahora nos
comprende gracias a vosotros».
Como el Cid Campeador, el Real Madrid reunía las virtudes de la Raza, aunque su
famosa línea de ataque se parecía más bien a la Legión Extranjera. En ella
brillaba un francés, Kopa, dos argentinos, Di Stéfano y Rial, el uruguayo
Santamaría y el húngaro Puskas.
A
Ferenk Puskas lo llamaban Cañoncito Pum, por las virtudes demoledoras de su
pierna izquierda, que también sabía ser un guante. Otros húngaros, Ladislao
Kubala, Zoltan Czibor y Sandor Kocsis, se lucían en el club Barcelona en esos
años. En 1954 se colocó la primera piedra del Camp Nou, el gran estadio que
nació de Kubala: el gentío que iba a verlo jugar, pases al milímetro, remates
mortíferos, no cabía en el estadio anterior.
Czibor, mientras tanto, sacaba chispas de los zapatos.
El otro húngaro del Barcelona, Kocsis, era un gran cabeceador.
Cabeza de oro, lo llamaban, y un mar de pañuelos celebraba sus goles. Dicen que
Kocsis fue la mejor cabeza de Europa, después de Churchill.
En 1950, Kubala había integrado un equipo húngaro en el exilio, lo que le valió
una suspensión de dos años, decretada por la FIFA. Después, la FIFA sancionó con
más de un año de suspensión a Puskas, Czibor, Kocsis y otros húngaros que habían
jugado en otro equipo en el exilio desde fines de 1956, cuando la invasión
soviética aplastó la resurrección popular.
En 1958, en plena guerra de la independencia, Argelia formó una selección de
fútbol que por primera vez vistió los colores patrios. Integraban su plantel
Makhloufi, Ben Tifour y otros argelinos que jugaban profesionalmente en el
fútbol francés.
Bloqueada por la potencia colonial, Argelia sólo consiguió jugar con Marruecos,
país que por semejante pecado fue desafiliado de la FIFA durante algunos años, y
además disputó unos pocos partidos sin trascendencia, organizados por los
sindicatos deportivos de ciertos países árabes y del este de Europa. La FIFA
cerró todas las puertas a la selección argelina y el fútbol francés castigó a
esos jugadores decretando su muerte civil. Presos por contrato, ellos nunca más
podrían volver a la actividad profesional.
Pero después Argelia conquistó la independencia, el fútbol francés no tuvo más
remedio que volver a llamar a los jugadores que sus tribunas añoraban.
El estadio.
Ha entrado usted, alguna vez, a un estadio vacío? Haga la prueba. Párese en
medio de la cancha y escuche. No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No
hay nada menos mudo que las gradas sin nadie. En Wembley suena todavía el
griterío del Mundial del 66, que ganó Inglaterra, pero aguzando el oído puede
usted escuchar gemidos que vienen del 53, cuando los húngaros golearon a la
selección inglesa. El Estadio Centenario, de Montevideo, suspira de nostalgia
por las glorias del fútbol uruguayo.
Maracaná sigue llorando la derrota brasileña en el Mundial del 50. En la
Bombonera de Buenos Aires, trepidan tambores de hace medio siglo. Desde las
profundidades del estadio Azteca, resuenan los ecos de los cánticos ceremoniales
del antiguo juego mexicano de pelota. Habla en catalán el cemento del Camp Nou,
en Barcelona, y en euskera conversan las gradas de San Mamés, en Bilbao. En
Milán, el fantasma de Giuseppe Meazza mete goles que hacen vibrar al estadio que
lleva su nombre. La final del Mundial del 74, que ganó Alemania, se juega día
tras día y noche tras noche en el Estadio Olímpico de Munich. El estadio del rey
Fahd, en Arabia Saudita, tiene palco de mármol y oro y tribunas alfombradas,
pero no tiene memoria ni gran cosa que decir.
El hincha.
Una vez por semana, el hincha huye de su casa y asiste al estadio.
Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven
las serpientes y el papel picado;
la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este
espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exhibe a sus divinidades.
Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de
la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver en
carne y hueso a sus ángeles, batiéndose a duelo contra los demonios de turno.
Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la
gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una
ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado.
Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte
la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos
los rivales son tramposos.
Rara vez el hincha dice: «hoy juega mi club». Más bien dice: «Hoy jugamos
nosotros». Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos
de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros
once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música.
Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna,
celebra su victoria; qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos, o llora su
derrota; otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces el sol se va y el
hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de
cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van
apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha
regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa,
se pierde, y el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas después de
la muerte del carnaval.
El fanático.
El fanático es el hincha en el manicomio. La manía de negar la evidencia ha
terminado por echar a pique a la razón y a cuanta cosa se le parezca, y a la
deriva navegan los restos del naufragio en estas aguas hirvientes, siempre
alborotadas por la furia sin tregua.
El fanático llega al estadio envuelto en la bandera del club, la cara pintada
con los colores de la adorada camiseta, erizado de objetos estridentes y
contundentes, y ya por el camino viene armando mucho ruido y mucho lío.
Nunca viene solo. Metido en la barra brava, peligroso ciempiés, el humillado se
hace humillante y da miedo el miedoso. La omnipotencia del domingo conjura la
vida obediente del resto de la semana, la cama sin deseo, el empleo sin vocación
o el ningún empleo: liberado por un día, el fanático tiene mucho que vengar.
En estado de epilepsia mira el partido, pero no lo ve.
Lo suyo es la tribuna. Ahí está su campo de batalla. La sola existencia del
hincha del otro club constituye una provocación inadmisible. El Bien no es
violento, pero el Mal lo obliga. El enemigo, siempre culpable, merece que le
retuerzan el pescuezo. El fanático no puede distraerse, porque el enemigo acecha
por todas partes. También está dentro del espectador callado, que en cualquier
momento puede llegar a opinar que el rival está jugando correctamente, y
entonces tendrá su merecido.
El jugador.
Corre, jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan los cielos de la gloria; al
otro, los abismos de la ruina.
El barrio lo envidia: el jugador profesional se ha salvado de la fábrica o de la
oficina, le pagan por divertirse, se sacó la lotería. Y aunque tenga que sudar
como una regadera, sin derecho a cansarse ni a equivocarse, él sale en los
diarios y en la tele, las radios dicen su nombre, las mujeres suspiran por él y
los niños quieren imitarlo.
Pero él, que había empezado jugando por el placer de jugar, en las calles de
tierra de los suburbios, ahora juega en los estadios por el deber de trabajar y
tiene la obligación de ganar o ganar.
Los empresarios lo compran, lo venden, lo prestan; y él se deja llevar a cambio
de la promesa de más fama y más dinero. Cuanto más éxito tiene, y más dinero
gana, más preso está. Sometido a disciplina militar, sufre cada día el castigo
de los entrenamientos feroces y se somete a los bombardeos de analgésicos y las
infiltraciones de cortisona que olvidan el dolor y mienten la salud. Y en las
vísperas de los partidos importantes, lo encierran en un campo de concentración
donde cumple trabajos forzados, come comidas bobas, se emborracha con agua y
duerme solo.
En los otros oficios humanos, el ocaso llega con la vejez, pero el jugador de
fútbol puede ser viejo a los treinta años. Los músculos se cansan temprano:
-Éste no hace un gol ni con la cancha en bajada.
-¿Éste? Ni aunque le aten las manos al arquero.
O
antes de los treinta, si un pelotazo lo desmaya de mala manera, o la mala suerte
le revienta un músculo, o una patada le rompe un hueso de esos que no tienen
arreglo. Y algún mal día el jugador descubre que se ha jugado la vida a una sola
baraja y que el dinero se ha volado y la fama también. La fama, señora fugaz, no
le ha dejado ni una cartita de consuelo.
El arquero.
También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero
bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas.
Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped.
Es un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos.
Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento.
Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado
de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores.
Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan.
El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el
aguafiestas, las deshace.
Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar?
Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa.
Y
si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el
castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de
la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el
pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos.
Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se
redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero:
él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso?
¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con
una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y
entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la
desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición.
El gol.
El gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el gol es cada vez menos
frecuente en la vida moderna.
Hace medio siglo, era raro que un partido terminara sin goles: 0 a 0, dos bocas
abiertas, dos bostezos. Ahora, los once jugadores se pasan todo el partido
colgados del travesaño, dedicados a evitar los goles y sin tiempo para hacerlos.
El entusiasmo que se desata cada vez que la bala blanca sacude la red puede
parecer misterio o locura, pero hay que tener en cuenta que el milagro se da
poco.
El gol, aunque sea un golecito, resulta siempre gooooooooooooooooooooooool en la
garganta de los relatores de radio, un do de pecho capaz de dejar a Caruso mudo
para siempre, y la multitud delira y el estadio se olvida de que es de cemento y
se desprende de la tierra y se va al aire.
El ídolo.
Y
un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el maltratado, el
despreciado pie, y de ese beso nace el ídolo del fútbol. Nace en cuna de paja y
choza de lata y viene al mundo abrazado a una pelota.
Desde que aprende a caminar, sabe jugar. En sus años tempranos alegra los
potreros, juega que te juega en los andurriales de los suburbios hasta que cae
la noche y ya no se ve la pelota, y en sus años mozos vuela y hace volar en los
estadios. Sus artes malabares convocan multitudes, domingo tras domingo, de
victoria en victoria, de ovación en ovación.
La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita. En el pecho de su pie, ella
descansa y se hamaca. Él le saca lustre y la hace hablar, y en esa charla de dos
conversan millones de mudos. Los nadies, los condenados a ser por siempre nadies,
pueden sentirse álguienes por un rato, por obra y gracia de esos pases devueltos
al toque, esas gambetas que dibujan zetas en el césped, esos golazos de taquito
o de chilena: cuando juega él, el cuadro tiene doce jugadores.
-¿Doce? ¡Quince tiene! ¡Veinte!
La pelota ríe, radiante, en el aire. Él la baja, la duerme, la piropea, la
baila, y viendo esas cosas jamás vistas sus adoradores sienten piedad por sus
nietos aún no nacidos, que no las verán.
Pero el ídolo es ídolo por un rato nomás, humana eternidad, cosa de nada; y
cuando al pie de oro le llega la hora de la mala pata, la estrella ha concluido
su viaje desde el fulgor hasta el apagón. Está ese cuerpo con más remiendos que
traje de payaso, y ya el acróbata es un paralítico, el artista una bestia:
-¡Con la herradura no!
La fuente de la felicidad pública se convierte en el pararrayos del público
rencor:
-¡Momia!
A
veces el ídolo no cae entero. Y a veces, cuando se rompe, la gente le devora los
pedazos.
El mejor negocio del planeta.
Al sur del mundo, éste es el itinerario del jugador con buenas piernas y buena
suerte: de su pueblo pasa a una ciudad del interior; de la ciudad del interior
pasa a un club chico de la capital del país; en la capital, el club chico no
tiene más remedio que venderlo a un club grande;
el club grande, asfixiado por las deudas, lo vende a otro club más grande de un
país más grande; y finalmente el jugador corona su carrera en Europa.
El director técnico.
Antes existía el entrenador, y nadie le prestaba mayor atención. El entrenador
murió, calladito la boca, cuando el juego dejó de ser juego y el fútbol
profesional necesitó una tecnocracia del orden. Entonces nació el director
técnico, con la misión de evitar la improvisación, controlar la libertad y
elevar al máximo el rendimiento de los jugadores, obligados a convertirse en
disciplinados atletas.
El entrenador decía:
Vamos a jugar.
El técnico dice:
Vamos a trabajar.
Ahora se habla en números. El viaje desde la osadía hacia el miedo, historia del
fútbol en el siglo veinte, es un tránsito desde el 2-3-5 hacia el 5-4-1 pasando
por el 4-3-3 y el 4-4-2. Cualquier profano es capaz de traducir eso, con un poco
de ayuda, pero después, no hay quien pueda. A partir de allí, el director
técnico desarrolla fórmulas misteriosas como la sagrada concepción de Jesús, y
con ellas elabora esquemas tácticos más indescifrables que la Santísima
Trinidad.
Del viejo pizarrón a las pantallas electrónicas; ahora las jugadas magistrales
se dibujan en una computadora y se enseñan en video. Esas perfecciones rara vez
se ven, después, en los partidos que la televisión transmite.
Más bien la televisión se complace exhibiendo la cris pación en el rostro del
técnico, y lo muestra mordiéndose los puños o gritando orientaciones que darían
vuelta al partido si alguien pudiera entenderlas.
Los periodistas lo acribillan en la conferencia de prensa, cuando el encuentro
termina. El técnico jamás cuenta el secreto de sus victorias, aunque formula
admirables explicaciones de sus derrotas:
Las instrucciones eran claras, pero no fueron escuchadas, dice, cuando el equipo
pierde por goleada ante un cuadrito de morondanga. O ratifica la confianza en sí
mismo, hablando en tercera persona más o menos así:
«Los reveses sufridos no empañan la conquista de una claridad conceptual que el
técnico ha caracterizado como una síntesis de muchos sacrificios necesarios para
llegar a la eficacia».
La maquinaria del espectáculo tritura todo, todo dura poco, y el director
técnico es tan desechable como cualquier otro producto de la sociedad de
consumo. Hoy el público le grita:
¡No te mueras nunca!
Y
el Domingo que viene lo invita a morirse.
El cree que el fútbol es una ciencia y la cancha un laboratorio, pero los
dirigentes y la hinchada no sólo le exigen la genialidad de Einstein y la
sutileza de Freud, sino también la capacidad milagrera de la Virgen de Lourdes y
el aguante de Gandhi.
El árbitro.
El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abominable tirano que ejerce
su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder
absoluto con gestos de ópera. Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos de
la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en mano, alza los
colores de la condenación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al
arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio.
Los jueces de línea, que ayudan pero no mandan, miran de afuera. Sólo el árbitro
entra al campo de juego;
y
con toda razón se persigna al entrar, no bien se asoma ante la multitud que
ruge.
Su trabajo consiste en hacerse odiar. Única unanimidad del fútbol: todos lo
odian. Lo silban siempre, jamás lo aplauden. Nadie corre más que él. Él es el
único que está obligado a correr todo el tiempo. Todo el tiempo galopa,
deslomándose como un caballo, este intruso que jadea sin descanso entre los
veintidós jugadores; y en recompensa de tanto sacrificio, la multitud aúlla
exigiendo su cabeza. Desde el principio hasta el fin de cada partido, sudando a
mares, el árbitro está obligado a perseguir la blanca pelota que va y viene
entre los pies ajenos.
Es evidente que le encantaría jugar con ella, pero jamás esa gracia le ha sido
otorgada. Cuando la pelota, por accidente, le golpea el cuerpo, todo el público
recuerda a su madre. Y sin embargo, con tal de estar ahí, en el sagrado espacio
verde donde la pelota rueda y vuela, él aguanta insultos, abucheos, pedradas y
maldiciones.
A
veces, raras veces, alguna decisión del árbitro coincide con la voluntad del
hincha, pero ni así consigue probar su inocencia. Los derrotados pierden por él
y los victoriosos ganan a pesar de él. Coartada de todos los errores,
explicación de todas las desgracias. Los hinchas tendrían que inventarlo si él
no existiera. Cuánto más lo odian, más lo necesitan.
Durante más de un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por él. Ahora
disimula con colores.
El Fútbol Criollo.
Fue un proceso imparable. Como el tango, el fútbol creció desde los suburbios...
Lindo viaje había hecho el futbol: había sido organizado en los colegios y
universidades inglesas, y en América del Sur alegraba la vida de gente que nunca
había pisado una escuela.
En las canchas de Buenos Aires y de Montevideo, nacía un estilo. Una manera
propia de jugar al fútbol iba abriéndose paso, mientras una manera propia de
bailar se afirmaba en los patios milongueros. Los bailarines dibujaban
filigranas, floreándose en una sola baldosa, y los futbolistas inventaban su
lenguaje en el minúsculo espacio donde la pelota no era pateada sino retenida y
poseída, como si los pies fueran manos trenzando el cuero. Y en los pies de los
primeros virtuosos criollos, nació el toque: la pelota tocada como si fuera
guitarra, fuente de música.
Simultáneamente, el fútbol se tropicalizaba en Río de Janeiro y San Pablo. Eran
los pobres quienes lo enriquecían, mientras lo expropiaban. Este deporte
extranjero se hacia brasileño a medida que dejaba de ser el privilegio de unos
pocos jóvenes acomodados, que lo jugaban copiando, y era fecundado por la
energía creadora del pueblo que lo descubría. Y así nacía el fútbol más hermoso
del mundo, hecho de quiebres de cintura, ondulaciones de cuerpo y vuelos de
piernas que venían de la capoeira, danza guerrera de los esclavos negros, y de
los bailongos alegres de los arrabales de las grandes ciudades.
El lenguaje de los doctores del fútbol.
Vamos a sintetizar nuestro punto de vista, formulando una primera aproximación a
la problemática táctica, técnica y física del cotejo que se ha disputado esta
tarde en el campo del Unidos Venceremos Fútbol Club, sin caer en
simplificaciones incompatibles con un tema que sin duda nos está exigiendo
análisis más profundos y detallados y sin incurrir en ambigüedades que han sido,
son y serán ajenas a nuestra prédica de toda una vida al servicio de la afición
deportiva.
Nos resultaría cómodo eludir nuestra responsabilidad atribuyendo el revés del
once locatario a la discreta performance de sus jugadores, pero la excesiva
lentitud que indudablemente mostraron en la jornada de hoy a la hora de
devolucionar cada esférico recepcionado no justifica de ninguna manera,
entiéndase bien, señoras y señores, de ninguna manera, semejante descalificación
generalizada y por lo tanto injusta. No, no y no. El conformismo no es nuestro
estilo, como bien saben quienes nos han seguido a lo largo de nuestra
trayectoria de tantos años, aquí en nuestro querido país y en los escenarios del
deporte internacional e incluso mundial, donde hemos sido convocados a cumplir
nuestra modesta función.
Así que vamos a decirlo con todas las letras, como es nuestra costumbre: el
éxito no ha coronado la potencialidad orgánica del esquema de juego de este
esforzado equipo porque lisa y llanamente sigue siendo incapaz de canalizar
adecuadamente sus expectativas de una mayor proyección ofensiva hacia el ámbito
de la valla ri-val.
Ya lo decíamos el Domingo próximo pasado y así lo afirmamos hoy, con la frente
alta y sin pelos en la lengua, porque siempre hemos llamado al pan pan y al vino
vino y continuaremos denunciando la verdad, aunque a muchos les duela, caiga
quien caiga y cueste lo que cueste.
El Mundial del 30.
Un terremoto sacudía el sur de Italia enterrando a mil quinientos napolitanos,
Marlene Dietrich interpretaba El ángel azul, Stalin culminaba su usurpación de
la revolución rusa, se suicidaba el poeta Vladimir Maiakovski.
Los ingleses arrojaban a la cárcel a Mahatma Gandhi, que exigía la independencia
y queriendo patria había paralizado a la India, mientras bajo las mismas
banderas AUGUSTO CESAR SANDINO alzaba a los campesinos de Nicaragua en las otras
Indias, las nuestras, y los marines norteamericanos intentaban vencerlo por
hambre incendiando las siembras.
En los Estados Unidos había quien bailaba el reciente boogie-woogie, pero la
euforia de los locos años 20 había sido noqueada por los feroces golpes de la
crisis del 29.
La bolsa de Nueva York había caído a pique y en derrumbe había volteado los
precios internacionales y estaba arrastrando al abismo a varios gobiernos
latinoamericanos.
En el despeñadero de la crisis mundial, la ruina del precio del estaño tumbaba
al presidente Hernando Siles, en Bolivia, y colocaba en su lugar a un general,
mientras el desplome de los precios de la carne y el trigo derribaban al
presidente Hipólito Yrigoyen, en la Argentina, y en su lugar instalaba a otro
general. En la República Dominicana, la caída del precio de la azú-
car habría el largo ciclo de la dictadura del también general Rafael Leónidas
Trujillo, que inauguraba su poder bautizando con su nombre a la capital y al
puerto.
En el Uruguay, el Golpe de Estado iba a estallar tres años después. En 1930, el
país sólo tenía ojos y oídos para el primer Campeonato Mundial de Fútbol. Las
victorias uruguayas en las dos últimas olimpíadas, disputadas en Europa, habían
convertido al Uruguay en el inevitable anfitrión del primer torneo.
Doce naciones llegaron al puerto de Montevideo. Toda Europa estaba invitada,
pero sólo cuatro seleccionados europeos atravesaron el océano hacia estas playas
del sur:
-Eso está muy lejos de todo- decían en Europa. y el pasaje sale caro.
Un barco trajo desde Francia el trofeo Jules Rimet, acompañado por el propio don
Jules, presidente de la FIFA, y por la selección francesa de fútbol, que vino a
regañadientes Uruguay estrenó con bombos y platillos un monumental escenario
construido en ocho meses. El estadio se llamó Centenario, para celebrar el
cumpleaños de la Constitución que un siglo antes había negado los derechos
civiles a las mujeres, a los analfabetos y a los pobres.
En las tribunas no cabía un alfiler cuando Uruguay y Argentina disputaron la
final del campeonato. El estadio era un mar de sombreros de paja. También los
fotógrafos usaban sombreros, y cámaras con trípode. Los arqueros llevaban gorras
y el juez lucía un bombachudo negro que le cubría las rodillas.
La final del Mundial del 30 no mereció más que una columna de veinte líneas en
el diario italiano La Gazzetta dello Sport. Al fin y al cabo, se estaba
repitiendo la historia de las Olimpíadas de Amsterdam, en 1928; los dos países
del río de la Plata ofendían a Europa mostrando dónde estaba el mejor fútbol del
mundo.
Como en el 28, Argentina quedó en segundo lugar.
Uruguay, que iba perdiendo 2 a 1 en el primer tiempo, acabó ganando 4 a 2 y de
consagró campeón. Para arbitra la final, el belga John Langenus había exigido un
seguro de vida, pero no ocurrió nada más grave que algunas trifulcas en las
gradas. Después, un gentío apedre ó el consulado uruguayo en Buenos Aires.
El tercer lugar del campeonato correspondió a los Estados unidos, que contaban
en sus filas con unos cuantos jugadores escoceses recién nacionalizados, y el
cuarto puesto fue para Yugoslavia.
Ni un solo partido terminó empatado. El argentino Stábile encabezó la lista de
goleadores, con ocho tantos, seguido por el uruguayo Cea, con cinco. El francés
Louis Laurent hizo el primer gol de las historia de los mundiales, jugando
contra México.
Las Fuerzas Ocultas.
«Un jugador uruguayo, Adhemar Canavessi, se sacrifico para conjurar el daño de
su propia presencia en la final de la Olimpiada del 28, en Amsterdam. Uruguay
iba a disputar esa final contra Argentina. Canavessi decidió quedarse en el
hotel y se bajo del autobús que llevaba a los jugadores al estadio. Todas las
veces que el había enfrentado a los argentinos, la selección uruguaya había
perdido, y en la ultima ocasión el había tenido la mala pata de hacerse un gol
en contra. En el partido de Amsterdam, sin Canavessi, Uruguay ganó.
El día anterior, Carlos Gardel había cantado para los jugadores argentinos en el
hotel donde se hospedaban.
Para darles suerte, había estrenado un tango llamado Dandy. Dos anos después, se
repitió la historia: Gardel volvió a cantar Dandy deseando éxito a la selección
argentina.
Esa segunda vez fue en vísperas de la final del Mundial del 30, que también ganó
Uruguay.
Muchos juran que la intención estaba fuera de toda sospecha, pero más de uno
cree que ahí tenemos la prueba de que Gardel era uruguayo».
El Mundial del 34.
Johnny Weissmüller lanzaba su primer aullido de Tarzán, el primer desodorante
industrial aparecía en el mercado, la policía de Louisiana acribillaba a balazos
a Bonnie and Clyde. Bolivia y Paraguay, los dos países más pobres de América del
Sur, se desangraban disputando el petróleo del Chaco en nombre de la Standard
Oil y la Shell. Sandino, que había vencido a los marines en Nicaragua, caía
acribillado en una emboscada y Somoza, el asesino, iniciaba su dinastía. Mao
desataba la larga marcha de la revolución en los campos de China.
En Alemania, Hitler se consagraba Führer del Tercer Reich y promulgaba la ley en
defensa de la raza aria, que obligaba a esterilizar a los enfermos hereditarios
y a los criminales, mientras que Mussolini inauguraba, en Italia, el segundo
Campeonato Mundial de Fútbol. Los carteles del campeonato mostraban un hércules
que hacía el saludo fascista con una pelota a sus pies. El Mundial del 34 en
Roma fue, para il Duce, una gran operación de propaganda. Mussolini asistió a
todos los partidos desde el palco de honor, el mentón alzado hacia las tribunas
repletas de camisas negras, y los once jugadores del equipo italiano le
dedicaron sus victorias con la palma extendida.
Pero el camino hacia el título no resultó fácil. El partido entre Italia y
España fue el más triturador de la historia de los mundiales: la batalla duró
210 minutos y terminó al día siguiente, cuando varios jugadores habían quedado
fuera de combate por las heridas de guerra o porque ya no daban más. Ganó
Italia, sin cuatro de sus jugadores titulares. España terminó con siete
titulares menos. Entre los españoles lastimados, estaban los dos mejores: el
atacante Lángara y el arquero Zamora, el que hipnotizaba en el área.
En el estadio del partido Nacional Fascista, Italia disputó contra
Checoslovaquia la final del campeonato.
Ganó en el alargue, 2 a 1. Dos jugadores argentinos, recién nacionalizados
italianos, aportaron lo suyo: Orsi metió el primer gol, gambeteando al arquero,
y otro argentino, Guaita, sirvió el pase del gol de Schiavio que brindó a Italia
su primera Copa mundial.
En el 34, participaron dieciséis países: doce europeos, tres americanos y
Egipto, solitario representante del resto del mundo. El campeón, Uruguay, se
negó a viajar, porque Italia no había venido al primer Mundial en Montevideo.
Detrás de Italia y Checoslovaquia, Alemania y Austria ganaron el tercer y cuarto
puesto. El jugador checoslovaco Nejedly fue el goleador, con cinco tantos,
seguido por Conen, de Alemania, y Schiavio, de Italia, con cuatro.
El Mundial del 38.
Max Theiler descubría la vacuna contra la fiebre amarilla, nacía la fotografía
en colores, Walt Disney estrenaba Blancanieves, Einsestein filmaba Alejandro
Nevski.
El nailon, recién inventado por un profesor de Harvard, empezaba a convertirse
en paracaídas y medias de mujer.
Se suicidaban los poetas argentinos Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones. Lázaro
Cárdenas nacionalizaba el petróleo en México y enfrentaba el bloqueo y otras
furias de las potencias occidentales. Orson Welles inventaba una invasión de los
marcianos a los Estados Unidos y la transmitía por radio, para asustar incautos,
mientras la Standard Oil exigía que los Estados Unidos invadieran México de
verdad, para castigar el sacrilegio de Cárdenas y prevenir el mal ejemplo.
En Italia se redactaba el Manifiesto sobre la raza, empezaban los atentados
antisemitas, Alemania ocupaba Austria, Hitler se dedicaba a cazar judíos y a
devorar territorios. El gobierno inglés enseñaba a los ciudada nos a defenderse
de los gases asfixiantes y mandaba acopiar alimentos. Franco acorralaba los
últimos bastiones de la república española y el Vaticano reconocía su gobierno.
Cesar Vallejo moría en París, quizás con aguacero, mientras Sartre publicaba La
náusea. Y ahí, en París, donde Picasso exhibía su Guernica denunciando el tiempo
de la infamia, se inauguraba el tercer Campeonato Mundial de Fútbol bajo la
sombra acechante de la guerra que se venía. En el estadio de Colombes, el
presidente de Francia, Albert Lebrun, dio el puntapié inicial: apuntó a la
pelota, pero pegó en el suelo.
Como el anterior, éste fue un campeonato de Europa, Sólo dos países americanos,
y once europeos, participaron en el Mundial del 38. La selección de Indonesia,
que todavía se llamaba Indias Holandesas, llegó a París en solitaria
representación de todo el resto del planeta.
Alemania incorporó cinco jugadores de la recién anexada Austria. La escuadra
alemana así reforzada irrumpió dándose aires de muy imbatible, con la cruz
esvástica en el pecho y toda la simbología nazi del poder, pero tropezó y cayó
ante la modesta Suiza. La derrota alemana ocurrió pocos días antes de que la
supremacía aria sufriera un duro golpe en Nueva York, cuando el boxeador negro
Joe Louis pulverizó al campeón germano Max Schmeling.
Italia, en cambio, repitió su campaña de la Copa anterior.
En las semifinales, los azzurri derrotaron al Brasil.
Hubo un penal dudoso, los brasileños protestaron en vano. Como en el 34, todos
los árbitros eran europeos.
Después llegó la final, que Italia disputó contra Hungría. Para Mussolini, este
triunfo era una cuestión de Estado. En la víspera, los jugadores italianos
recibieron, desde Roma, un telegrama de tres palabras, firmado por el jefe del
fascismo: Vencer o morir. No hubo necesidad de morir, porque Italia ganó 4 a 2.
Al día siguiente, los vencedores vistieron uniforme militar en la ceremonia de
celebración, que el Duce presidió.
El diario La Gazzetta dello Sport exaltó entonces «la apoteosis del deporte
fascista en esta victoria de la raza».
Poco antes, la prensa oficial italiana había celebrado así la derrota de la
selección brasileña: «Saludamos el triunfo de la itálica inteligencia sobre la
fuerza bruta de los negros».
La prensa internacional eligió, mientras tanto, a los mejores jugadores del
torneo. Entre ellos, dos negros, Leônidas y Domingos da Guia. Leônidas fue,
además, el goleador, con ocho tantos, seguido por el húngaro Zsengeller, con
siete. De los goles de Leônidas, el más hermoso fue hecho contra Polonia, a pie
descalzo.
Leônidas había perdido el zapato, en el barro del área, bajo la lluvia
torrencial.
Gol de Atilio.
Fue en 1939, Nacional de Montevideo y Boca Juniors de Buenos Aires iban
empatados en dos goles, y el partido estaba llegando a su fin. Los de Nacional
atacaban; los de Boca, replegados, aguantaban, Entonces Atilio García recibió la
pelota, enfrentó una jungla de piernas, abrió espacio por la derecha y se tragó
la cancha comiendo rivales.
Atilio estaba acostumbrado a los hachazos. Le daban con todo, sus piernas eran
un mapa de cicatrices. Aquella tarde, en el camino al gol, recibió trancazos
duros de Angeletti y Suárez, y él se dio el lujo de eludirlos dos veces. Valussi
le desgarró la camisa, lo agarró de un brazo y le tiró una patada y el
corpulento Ibáñez se le planto delante en plena carrera, pero la pelota formaba
parte del cuerpo de Atilio y nadie podía parar esa tromba que volteaba jugadores
como si fueran muñecos de trapo, hasta que por fin Atilio se desprendió de la
pelota y su disparo tremebundo sacudió la red.
El aire olía a pólvora. Los jugadores de Boca rodearon al árbitro: le exigían
que anulara el gol por las faltas que ELLOS habían cometido. Como el árbitro no
les hizo caso, los jugadores se retiraron, indignados, de la cancha.
El Mundial del 50.
Nacía la televisión en colores, las computadoras hac ían mil sumas por segundo,
Marilyn Monroe asomaba en Hollywood. Una película de Buñuel, Los olvidados, se
imponía en Cannes. El automóvil de Fangio triunfaba en Francia. Bertrand Russell
ganaba el Nobel. Neruda publicaba su Canto general y aparecían las primeras
ediciones de La vida breve, de Onetti, y de El laberinto de la soledad, de
Octavio Paz.
Albizu Campos, que mucho había peleado por la independencia de Puerto Rico, era
condenado en Estados Unidos a setenta y nueve años de prisión. Un delator
entregaba a Salvatore Giuliano, el legendario bandido del sur de Italia, que
caía acribillado por la policía. En China, el gobierno de Mao daba sus primeros
pasos prohibiendo la poligamia y la venta de niños. Las tropas norteamericanas
entraban a sangre y fuego en la península de Corea, envueltas en la bandera de
las Naciones Unidas, mientras los jugadores de fútbol aterrizaban en Río de
Janeiro para disputar la cuarta Copa Rimet, después del largo paréntesis de los
años de la guerra mundial.
Siete países americanos y seis naciones europeas, recién resurgidas de los
escombros, participaron en el torneo brasileño del 50. La FIFA prohibió que
jugara Alemania.
Por primera vez, Inglaterra se hizo presente en el campeonato mundial. Hasta
entonces, los ingleses no habían creído que tales escaramuzas fueran dignas de
sus desvelos. El combinado inglés cayó derrotado ante los Estados Unidos, créase
o no, y el gol de la victoria norteamericana no fue obra del general George
Washington sino de un centrodelantero haitiano y negro llamado Larry Gaetjens.
Brasil y Uruguay disputaron la final en Maracaná. El dueño de casa estrenaba el
estadio más grande del mundo.
Brasil era una fija, la final era una fiesta. Los jugadores brasileños, que
venían aplastando a todos sus rivales de goleada en goleada, recibieron en la
víspera, relojes de oro que al dorso decían: Para los campeones del mundo. Las
primeras páginas de los diarios se habían impreso por anticipado, ya estaba
armado el inmenso carruaje de carnaval que iba a encabezar los festejos, ya se
había vendido medio millón de camisetas con grandes letreros que celebraban la
victoria inevitable.
Cuando el brasileño Friaça convirtió el primer gol, un trueno de doscientos mil
gritos y muchos cohetes sacudió al monumental estadio. Pero después Schiaffino
clavó el gol del empate y un tiro cruzado de Ghiggia otorgó el campeonato a
Uruguay, que acabó ganando 2 a 1. Cuando llegó el gol de Ghiggia, estalló el
silencio en Maracaná, el más estrepitoso silencio de la historia del fútbol, y
Ary Barroso, el músico autor de Aquarela do Brasil, que estaba transmitiendo el
partido a todo el país, decidió abandonar para siempre el oficio de relator de
fútbol.
Después del pitazo final, los comentaristas brasileños definieron la derrota
como la peor tragedia de la historia de Brasil. Jules Rimet deambulaba por el
campo, perdido, abrazado a la copa que llevaba su nombre:
-Me encontré solo, con la copa en mis brazos y sin saber qué hacer. Terminé por
descubrir al capitán uruguayo, Obdulio Varela, y se la entregué casi a
escondidas.
Le estreché la mano sin decir ni una palabra.
En el bolsillo, Rimet tenía el discurso que había escrito en homenaje al campeón
brasileño.
Uruguay se había impuesto limpiamente: la selección uruguaya cometió once faltas
y la brasileña, 21.
El tercer puesto fue para Suecia. El cuarto, para España. El brasileño Ademir
encabezó la tabla de goleadores, con nueve tantos, seguido por el uruguayo
Schiaffino, con seis, y el español Zarra, con cinco.
Moacir Barbosa.
A
la hora de elegir el arquero del campeonato, los periodistas del Mundial del 50
votaron, por unanimidad, al brasileño Moacir Barbosa. Barbosa era también, sin
duda, el mejor arquero de su país, piernas con resortes, hombre sereno y seguro
que transmitía confianza al equipo, y siguió siendo el mejor hasta que se retiró
de las canchas, tiempo después, con más de cuarenta años de edad. En tantos años
de fútbol, Barbosa evitó quién sabe cuántos goles, sin lesionar jamás a ningún
delantero.
Pero en aquella final del 50, el atacante uruguayo Ghiggia lo había sorprendido
con un certero disparo desde la punta derecha. Barbosa, que estaba adelantado,
pegó un salto hacia atrás, rozó la pelota y cayó. Cuando se levantó, seguro de
que había desviado el tiro, encontró la pelota al fondo de la red. Y ése fue el
gol que apabulló al estadio de Maracaná y consagró campeón al Uruguay.
Pasaron los años y Barbosa nunca fue perdonado. En 1993, durante las
eliminatorias para el Mundial de Estados Unidos, él quiso dar aliento a los
jugadores de la selección brasileña. Fue a visitarlos a la concentración, pero
las autoridades le prohibieron la entrada. Por entonces, vivía de favor en casa
de una cuñada, sin más ingresos que una jubilación miserable. Barbosa comentó:
-
«En Brasil, la pena mayor por un crimen es de treinta años de cárcel. Hace 43
años que yo pago por un crimen que no cometí.»
Obdulio.
Yo era chiquilín y futbolero, y como todos los uruguayos estaba prendido a la
radio, escuchando la final de la Copa del Mundo. Cuando la voz de Carlos Solé me
transmitió la triste noticia del gol brasileño, se me cayó el alma al piso.
Entonces recurrí al más poderoso de mis amigos. Prometí a Dios una cantidad de
sacrificios a cambió de que Él se apareciera en Maracaná y diera vuelta el
partido.
Nunca conseguí recordar las muchas cosas que había prometido, y por eso nunca
pude cumplirlas. Además, la victoria de Uruguay ante la mayor multitud jamás
reunida en un partido de fútbol había sido sin duda un milagro, pero el milagro
había sido más bien obra de un mortal de carne y hueso llamado Obdulio Varela.
Obdulio había enfriado el partido, cuando se nos venía encima la avalancha, y
después se había echado el cuadro entero al hombro y a puro coraje había
empujado contra viento y marea.
Al fin de aquella jornada, los periodistas acosaron al héroe. Y él no se golpeó
el pecho proclamando que somos los mejores y no hay quien pueda con la garra
charrúa:
-Fue casualidad - murmuró Obdulio, meneando la cabeza. Y cuando quisieron
fotografiarlo, se puso de espaldas.
Pasó esa noche bebiendo cerveza, de bar en bar, abrazado a los vencidos, en los
mostradores de Río de Janeiro.
Los brasileños lloraban. Nadie lo reconoció. Al día siguiente, huyó del gentío
que lo esperaba en el aeropuerto de Montevideo, donde su nombre brillaba en un
enorme letrero luminoso. En medio de la euforia, se escabulló disfrazado de
Humphrey Bogart, con un sombrero metido hasta la nariz y un impermeable de
solapas levantadas.
En recompensa por la hazaña, los dirigentes del fútbol uruguayo se otorgaron a
sí mismos medallas de oro.
A
los jugadores les dieron medallas de plata y algún dinero.
El premio que recibió Obdulio le alcanzó para comprar un Ford del año 31, que
fue robado a la semana.
El Mundial del 54.
Gelsomina y Zampanó brotaban de la mano mágica de Fellini y se echaban a
payasear por La strada, sin apuro, mientras a toda velocidad Fangio se
consagraba campeón mundial de automovilismo por segunda vez.
Jonas Salk preparaba la vacuna contra la poliomelitis.
En el Pacífico estallaba la primera bomba de hidrógeno.
En Vietnam, el general Giap noqueaba al ejército francés en la fulminante
batalla de Dien Bien Phu. En Argelia, otra colonia francesa, nacía la guerra de
la independencia.
El general Stroessner era elegido presidente del Paraguay, en reñida competencia
contra ningún candidato.
En Brasil, se estrechaba el cerco de los militares y empresario, armas y
dineros, contra el presidente Getulio Vargas, que poco después se rompería el
corazón de un balazo. Aviones norteamericanos bombardeaban Guatemala, con la
bendición de la OEA, y un ejército fabricado en el norte invadía, mataba y
vencía. Mientras en Suiza se cantaban los himnos de dieciséis países,
inaugurando el quinto Campeonato Mundial de Fútbol, en Guatemala los vencedores
cantaban el himno de los Estados Unidos celebrando la caída del presidente
Arbenz, cuya ideología marxistaleninista estaba fuera de toda duda porque se
había metido con las tierras de la United Fruit.
En el Mundial del 54, participaron once equipos europeos, tres americanos,
Turquía y Corea del Sur. Brasil estrenó la camiseta amarilla con cuello verde,
en vista de que la anterior camiseta, blanca, le había dado mala suerte en
Maracaná. Pero el color canarito no tuvo efecto inmediato: Brasil fue derrotado
por Hungría en un partido violento, y no pudo llegar ni a las semifinales. La
delegación brasileña denunció ante la FIFA al árbitro inglés, que había actuado
«al servicio del comunismo internacional, contra la Civilización Occidental y
Cristiana».
Hungría era la gran favorita de esta Copa. El demoledor equipo de Puskas, Kocsis
y Hidegkuti llevaba cuatro años invicto, y poco antes del Mundial había goleado
a Inglaterra 7 a 1. Pero éste fue un campeonato extenuante.
Tras el duro enfrentamiento con los brasileños, los húngaros exprimieron sus
energías contra los uruguayos.
Hungría y Uruguay jugaron a muerte, sin darse tregua, y se agotaron mutuamente
hasta que dos goles de Kocsis definieron el partido en el alargue.
La final fue contra Alemania. Hungría ya la había derrotado por paliza, 8 a 3,
al comienzo del Mundial, y en aquel partido había quedado fuera de combate el
capitán Puskas. En la final, Puskas reapareció, jugando a duras penas en una
sola pierna, al frente de un equipo brillante pero gastado. Hungría, que iba
ganando 2 a 0, acabó perdiendo 3 a 2, y Alemania conquistó su primer título
mundial. Austria obtuvo el tercer lugar. Uruguay, el cuarto.
El húngaro Kocsis fue el goleador de la Copa, con once tantos, seguido por el
alemán Morlock, con ocho, y el austríaco Probst, con seis. De los once goles de
Kocsis, el más golazo fue hecho contra Brasil. Kocsis se lanzó como un avión,
voló un buen rato en el aire y cabeceó al ángulo.
Gol de Di Stéfano.
Fue en 1957. España jugaba contra Bélgica. Miguel madrugó a la defensa belga, se
infiltró por la derecha y lanzó un centro. Di Stéfano se arrojó en plancha y
desde el aire remató, de taco, al gol. Alfredo Di Stéfano, el astro argentino
que se había nacionalizado español, tenía la costumbre de meter goles así. Toda
valla abierta era una crimen imperdonable, que exigía de inmediato castigo, y él
ejecutaba la pena metiendo estocadas de duende bandido.
El Mundial del 58.
Los Estados Unidos lanzaban un satélite a los altos cielos: la nueva lunita
giraba en torno a la tierra, se cruzaba con los sputniks soviéticos y no los
saludaba. Y mientras las grandes potencias competían en el más allá, en el más
acá comenzaba la guerra civil de el Líbano, Argelia ardía, se incendiaba Francia
y el general De Gaulle alzaba sus dos metros de altura sobre las llamas y
prometía la salvación. En Cuba fracasaba la huelga general de Fidel Castro
contra la dictadura de Fulgencio Batista, pero en Venezuela otra huelga general
volteaba la dictadura de Pérez Jiménez. En Colombia, conservadores y liberales
bendecían con elecciones su reparto del poder, al cabo de una década de guerra
de exterminio mutuo, mientras Richard Nixon era recibido a pedradas en su gira
latinoamericana. José María Arguedas publicaba Los ríos profundos. Aparecían La
región más transparente, de Carlos Fuentes, y los Poemas de amor de Idea
Vilariño.
En Hungría, caían fusilados Imre Nagy y otros rebeldes del 56, que habían
querido democracia en lugar de burocracia, y en Haití morían los rebeldes que se
habían alzado al asalto del palacio donde Papa Doc Duvalier reinaba rodeado de
brujos y verdugos. Juan XXIII, Juan el Bueno, era el nuevo Papa de Roma, el
príncipe Carlos era el futuro monarca de Inglaterra, Barbie era la nueva reina
de las muñecas, João Havelange conquistaba la corona brasileña en el negocio del
fútbol, mientras en el arte del fútbol un muchacho de diecisiete años, llamado
Pelé, se consagraba rey del mundo.
La consagración de Pelé tuvo lugar en Suecia, durante el sexto Campeonato
Mundial. Participaron del torneo doce equipos europeos, cuatro americanos y
ninguno de otras latitudes.
Los suecos pudieron ver los partidos en las canchas y también en sus casas. Ésta
fue la primera vez que la Copa se transmitió por televisión, aunque sólo llegó
en vivo y en directo al ámbito nacional y el resto del mundo la recibió después.
Ésta fue, también, primera vez que un país ganó la Copa jugando fuera de su
continente. En el Mundial del
58, la selección brasileña empezó más o menos, pero fue arrolladora a partir del
momento en que los jugadores se sublevaron y pudieron imponer al director
técnico el equipo que ellos querían. Entonces, cinco suplentes se hicieron
titulares. Entre ellos, Pelé, un adolescente desconocido, y Garrincha, que ya
traía mucha fama desde Brasil y mucho se había lucido en los juegos previos,
pero había sido excluido del Mundial porque los estudios psicotécnicos le habían
diagnosticado debilidad mental. Ellos, suplentes negros de jugadores blancos,
brillaron con luz propia en el nuevo equipo de estrellas, junto a otro negro de
juego deslumbrante, Didí, que desde atrás les organizaba las magias.
Juego y fuego: el periódico World Sports, de Londres, dijo que había que
restregarse los ojos para creer que aquello era cosa de este planeta. En las
semifinales, contra la Francia de Kopa y Fontaine, los brasileños gana ron 5 a
2, y otra vez 5 a 2 en la final contra el dueño de casa. El capitán de Suecia,
Liedholm, uno de los jugadores más limpios y elegantes de la historia del
fútbol, convirtió el primer gol del partido, pero después Vavá, Pelé y Zagalo
pusieron las cosas en su lugar, ante la atónita mirada del rey Gustavo Adolfo.
Brasil fue campeón invicto.
Cuando terminó el partido, los jugadores regalaron la pelota a su hincha más
devoto, el negro Américo, masajista.
Francia ocupó el tercer lugar y Alemania Federal, el cuarto.
El francés Fontaine encabezó la tabla de goleadores, con una lluvia de trece
tantos, ocho de pierna derecha, cuatro de izquierda y uno de cabeza, seguido por
Pelé y el alemán Helmut Rahn, que metieron seis.
Garrincha.
Alguno de sus muchos hermanos lo bautizó Garrincha, que es el nombre de un
pajarito inútil y feo. Cuando empezó a jugar al futbol, los médicos le hicieron
la cruz, diagnosticaron que nunca llegará a ser un deportista este anormal, este
pobre resto del hambre y de la poliomelitis, burro y cojo, con un cerebro
infantil, una columna vertebral hecha una S y las dos piernas torcidas para el
mismo lado.
Nunca hubo un puntero derecho como él. En el Mundial del 58 fue el mejor de su
puesto. En el Mundial del
62, el mejor jugador del campeonato. Pero a lo largo de sus años en las canchas,
Garrincha fue más: él fue el hombre que dio más alegrías en toda la historia del
fútbol.
Cuando él estaba allí, el campo de juego era un picadero de circo, la pelota un
bicho amaestrado, el partido, una invitación a la fiesta. Garrincha no se dejaba
sacar la pelota, niño defendiendo su mascota, y la pelota y él cometían
diabluras que mataban de risa a la gente;
él saltaba sobre ella, ella brincaba sobre él, ella se escondía, él se escapaba,
ella lo corría. Garrincha ejercía sus picardías de malandra a la orilla de la
cancha, sobre el borde derecho, lejos del centro; criado en los suburbios, en
los suburbios jugaba. Jugaba para un club llamado Botafogo, que significa
prendefuego, y ése era él; el botafogo que encendía los estadios, loco por el
aguardiente y por todo lo ardiente, el que huía de las concentraciones,
escapándose por la ventana, porque desde los lejanos andurriales lo llamaba
alguna pelota que pedía ser jugada, alguna música que exigía ser bailada, alguna
mujer que quería ser besada.
¿Un ganador? Un perdedor con buena suerte. Y la buena suerte no dura. Bien dicen
en Brasil que si la mierda tuviera valor, los pobres nacerían sin culo.
Garrincha murió de su muerte: pobre, borracho y solo.
El Mundial del 62.
Unos astrólogos hindúes y malayos habían anunciado el fin del mundo pero el
mundo seguía girando, y entre vuelta y vuelta nacía una organización que se
bautizaba con el nombre de Amnistía Internacional y Argelia daba sus primeros
pasos de vida independiente, al cabo de más de siete años de guerra contra
Francia. En Israel ahorcaban al criminal nazi Adolf Eichmann, los mineros de
Asturias se alzaban en huelga, el para Juan quería cambiar la Iglesia y
devolverla a los pobres. Se fabricaban los primeros disquetes para computadoras,
se realizaban las primeras operaciones con rayo láser, Marilyn Monroe perdía las
ganas de vivir.
¿En cuánto se cotizaba el voto internacional de un país? Haití vendía su voto a
cambio de quince millones de dólares, una carretera, una represa y un hospital y
así otorgaba a la OEA la mayoría necesaria para expulsar a Cuba, la oveja negra
del panamericanismo. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente
caída de Fidel Castro, que iba a desplomarse en cuestión de horas. Setenta y
cinco demandas de prohibición se presentaban ante los tribunales norteamericanos
contra la novela Trópico de Cáncer, de Henry Miller, que por primera vez se
había publicado sin censura. Linus Pauling, que estaba por recibir su segundo
premio Nobel, caminaba ante la Casa Blanca portando un cartel de protesta contra
las explosiones nucleares, mientras Benny Kid Paret, cubano, negro, analfabeto,
caía muerto, aniquilado por los golpes, en el ring del Madison Square Garden.
En Memphis, Elvis Presley anunciaba su retiro, después de vender trescientos
millones de discos, pero se arrepentía al ratito, y en Londres una empresa de
discos, la Decca, se negaba a grabar canciones de unos músicos peludos que se
llamaban los Beatles. Carpentier publicaba El siglo de las luces, Gelman
publicaba Gotán, los militares argentinos volteaban al presidente Frondizi,
moría el pintor brasileño Cándido Portinari. Aparecían las Primeras estórias, de
Guimaraes Rosa, y los poemas que Vinícius de Moraes escribió para vivir um
grande amor. João Gilberto susurraba el samba de uma nota só, en el Carnegie
Hall, mientras los jugadores de Brasil aterrizaban en Chile, dispuestos a
conquistar el séptimo Campeonato Mundial de Fútbol ante cinco países americanos
y diez europeos.
En el Mundial del 62, Di Stéfano no tuvo buena suerte.
Iba a jugar en la selección de España, su país de adopción. A los 36 años de
edad, era su última oportunidad.
En vísperas del estreno, se lastimó la rodilla derecha, y no hubo caso. Di
Stéfano, la Saeta Rubia, uno de los mejores jugadores de la historia del fútbol,
nunca pudo jugar un Mundial. Pelé, otra estrella de todos los tiempos, no llegó
muy lejos en el Mundial de Chile: sufrió de entrada un desgarramiento muscular y
quedó fuera. Y otro monstruo sagrado del fútbol, el ruso Yashin, anduvo también
con mala pata: el mejor arquero del mundo se comió cuatro goles ante Colombia,
porque parece que se le fue la mano con los traguitos que lo entonaban en el
vestuario.
Brasil ganó el torneo. Sin Pelé, y bajo la batuta de Didí. Amarildo se lució en
el difícil lugar de Pelé, atrás Djalma Santos fue una muralla y adelante
Garrincha deliraba y hacía delirar. «¿De qué planeta procede Garrincha?», se
preguntaba el diario El Mercurio, mientras Brasil liquidaba a los dueños de
casa. Los chilenos se habían impuesto a Italia, en un partido que fue una
batalla campal, y también habían vencido a Suiza y a la Unión Soviética. Se
habían servido spaguettis, chocolate y vodka, pero se les atragantó el café: los
brasileños ganaron 4 a 2.
En la final, Brasil derrotó a Checoslovaquia 3 a 1 y fue, como en el 58, campeón
invicto. Por primera vez, la final de un campeonato mundial se pudo ver en
directo por la televisión en transmisión internacional, aunque fue en blanco y
negro y llegó a pocos países.
Chile conquistó el tercer lugar, la mejor clasificación de su historia, y
Yugoslavia ganó el cuarto puesto gracias a un pájaro llamado Dragoslav Sekularac,
que ninguna defensa pudo atrapar.
El campeonato no tuvo un goleador, pero varios jugadores convirtieron cuatro
tantos: los brasileños Garrincha y Vavá, el chileno Sánchez, el yugoslavo
Jerkovic, el húngaro Albert y el soviético Ivanov.
El Mundial del 66.
Los militares bañaban a Indonesia en sangre, medio millón de muertos, un millón,
quién sabe, y el general Suharto iniciaba su larga dictadura asesinando a los
pocos rojos, rosados o dudosos que quedaban vivos. Otros militares volteaban a
N.Krumah, presidente de Guinea y profeta de la unidad africana, mientras sus
colegas de Argentina desalojaban al presidente Illia por golpe de Estado.
Por primera vez en la historia, una mujer, Indira Gandhi, gobernaba la India.
Los estudiantes echaban abajo a la dictadura militar del Ecuador. La aviación de
los Estados Unidos bombardeaba Hanoi, en una nueva ofensiva, pero en la opinión
pública norteamericana crecía la certeza de que nunca debían haber entrado en
Vietnam, que no debían haberse quedado y que debían salir cuanto antes.
Truman Capote publicaba A sangre fría. Aparecían Cien años de soledad, de García
Márquez, y Paradiso, de Lezama Lima. El cura Camilo Torres caía peleando en las
montañas de Colombia, el Che Guevara cabalgaba su flaco Rocinante por los campos
de Bolivia, Mao desataba la revolución cultural en China. Varias bombas atómicas
caían en la costa española de Almería, y aunque no estallaban, sembraban el
pánico. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel
Castro, que iba a desplomarse en cuestión de horas.
En Londres, Harold Wilson mascaba su pipa y celebraba la victoria en las
elecciones, las muchachas andaban en minifalda, Carnaby Street dictaba la moda y
todo el mundo tarareaba las canciones de los Beatles, mientras se inauguraba el
octavo Campeonato Mundial de Fútbol.
Éste fue el último Mundial de Garrincha, y también fue la despedida del arquero
mexicano Antonio Carbajal, el único jugador que había estado cinco veces en el
torneo.
Participaron dieciséis equipos: diez europeos, cinco americanos y, cosa rara,
Corea del Norte. Asombrosamente, la selección coreana eliminó a Italia con gol
de Pak, un dentista de la ciudad de Pyongyang que practicaba el fútbol en sus
ratos libres. En la selección italiana jugaban nada menos que Gianni Rivera y
Sandro Mazzola. Pier Paolo Pasolini decía que ellos jugaban al fútbol en buena
prosa interrumpida por versos fulgurantes, pero el dentista los dejó mudos.
Por primera vez se transmitió todo el campeonato en directo, vía satélite, y el
mundo entero pudo ver, todavía en blanco y negro, el show de los jueces. En el
mundial anterior, los jueces europeos habían arbitrado 26 partidos;
en éste, dirigieron 24 de los 32 partidos disputados.
Un juez alemán obsequió a Inglaterra el partido contra Argentina, mientras un
juez inglés regalaba a Alemania el partido contra Uruguay. Brasil no tuvo mejor
suerte: Pelé fue impunemente cazado a patadas por Bulgaria y Portugal, que lo
desalojaron del campeonato.
La reina Isabel asistió a la final. No gritó ningún gol, pero aplaudió
discretamente. El Mundial se definió entre la Inglaterra de Bobby Charlton,
hombre de temible empuje y puntería, y la Alemania de Beckenbauer, que recién
empezaba su carrera y ya jugaba de galera, guantes y bastón. Alguien había
robado la copa Rimet, pero un perro llamado Pickles la encontró tirada en un
jardín de Londres. Así, el trofeo pudo llegar a tiempo a manos del vencedor.
Inglaterra se impuso 4 a 2. Portugal entró tercero. En cuarto lugar, la Unión
Soviética. La reina Isabel otorgó título de nobleza a Alf Ramsey, el director
técnico de la selección triunfante, y el perro Pickles se convirtió en héroe
nacional.
El Mundial del 66 fue usurpado por las tácticas defensivas.
Todos los equipos practicaban el cerrojo y dejaban un jugador escoba barriendo
la línea final detrás de los zagueros.
Sin embargo, Eusebio, el artillero africano de Portugal, pudo atravesar nueve
veces esas impenetrables murallas en las retaguardias rivales. Tras él, en la
lista de goleadores, figuró el alemán Haller, con seis tantos.
Pelé.
Cien canciones lo nombran. A los diecisiete años fue campeón del mundo y rey del
fútbol. No había cumplido veinte cuando el gobierno de Brasil lo declaró tesoro
nacional y prohibió su exportación. Ganó tres campeonatos mundiales con la
selección brasileña y dos con el club Santos. Después de su gol número mil,
siguió sumando.
Jugó más de mil trescientos partidos, en ochenta países, un partido tras otro a
ritmo de paliza, y convirtió casi mil trescientos goles. Una vez, detuvo una
guerra:
Nigeria y Biafra hicieron una tregua para verlo jugar.
Verlo jugar, bien valía una tregua y mucho más. Cuando Pelé iba a la carrera,
pasaba a través de los rivales, como un cuchillo. Cuando se detenía, los rivales
se perdían en los laberintos que sus piernas dibujaban. Cuando saltaba, subía en
el aire como si el aire fuera una escalera.
Cuando ejecutaba un tiro libre, los rivales que formaban la barrera querían
ponerse al revés, de cara a la meta, para no perderse el golazo.
Había nacido en casa pobre, en un pueblito remoto, y llegó a las cumbres del
poder y la fortuna, donde los negros tienen prohibida la entrada. Fuera de las
canchas, nunca regaló un minuto de su tiempo y jamás una moneda se le cayó del
bolsillo. Pero quienes tuvimos la suerte de verlo jugar, hemos recibido ofrendas
de rara belleza: momentos esos tan dignos de inmortalidad que nos permiten creer
que la inmortalidad existe.
Gol de Pelé.
Fue en 1969. El club Santos jugaba contra el Vasco da Gama en el estadio
Maracaná.
Pelé atravesó la cancha en ráfaga, esquivando a los rivales en el aire, sin
tocar el suelo, y cuando ya se metía en el arco con pelota y todo, fue
derribado. El árbitro pitó penal. Pelé no quiso tirarlo. Cien mil personas lo
obligaron, gritando su nombre.
Pelé había hecho muchos goles en Maracaná. Goles prodigiosos, como aquel en
1961, contra el club Fluminense, cuando había gambeteado a siete jugadores y al
arquero también. Pero este penal era diferente:
la gente sitió que algo tenía de sagrado. Y por eso hizo silencio el pueblo más
bullanguero del mundo. El clamor de la multitud calló de pronto, como
obedeciendo una orden: nadie hablaba, nadie respiraba, nadie estaba allí.
Súbitamente en las tribunas no hubo nadie, y en la cancha tampoco. Pelé y el
arquero, Andrada, estaban solos. A solas, esperaban. Pelé, parado junto a la
pelota en el punto blanco del penal. Doce pasos más allá, Andrada, encogido, al
acecho, entre los palos.
El guardamenta alcanzó a rozarla, pero Pelé clavó la pelota en la red. Era su
gol número mil. Ningún otro jugador había hecho mil goles en la historia del
fútbol profesional.
Entonces la multitud volvió a existir, y saltó como un niño loco de alegría,
iluminando la noche.»
El Mundial del 70.
En Praga moría Jiri Trnka, maestro del cine de marionetas, y en Londres moría
Bertrand Russell, tras casi un siglo de vida muy viva. A los veinte años de
edad, el poeta Rugama caía en Managua, peleando solito contra un batallón de la
dictadura de Somoza. El mundo perdía su música: se desintegraban los Beatles,
por sobredosis de éxito, y por sobredosis de drogas se nos iban el guitarrista
Jimi Hendrix y la cantante Janis Joplin.
Un ciclón arrasaba Pakistán y un terremoto borraba quince ciudades de los Andes
peruanos. En Washington ya nadie creía en la guerra de Vietnam pero la guerra
seguía, según el Pentágono los muertos sumaban un millón, mientras los generales
norteamericanos huían hacia adelante invadiendo Camboya. Allende iniciaba su
campaña hacia la presidencia de Chile, después de tres derrotas, y prometía dar
leche a todos los niños y nacionalizar el cobre. Fuentes bien informadas de
Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro que iba a desplomarse en
cuestión de horas. Comenzaba la primera huelga en la historia del Vaticano, en
Roma se cruzaban de brazos los funcionarios del Santo Padre, mientras en México
movían las piernas los jugadores de dieciséis países y comenzaba el noveno
Campeonato Mundial de Fútbol.
Participaron nueve equipos europeos, cinco americanos, Israel y Marruecos. En el
partido inaugural, el juez alzó por primera vez una tarjeta amarilla. La tarjeta
amarilla, señal de amonestación, y la tarjeta roja, señal de expulsión, no
fueron las únicas novedades del Mundial de México. El reglamento autorizó a
cambiar dos jugadores en el curso de cada partido. Hasta entonces, sólo el
arquero podía ser sustituido, en caso de lesión; y no resultaba muy difícil
reducir a patadas al elenco adversario.
Imágenes de la Copa del 70: la estampa de Beckenbauer, con un brazo atado,
batiéndose hasta el último minuto;
fervor de Tostão, recién operado de un ojo y aguantándose a pie firme todos los
partidos; las volanderías de Pelé en su último Mundial: «Saltamos juntos», contó
Burgnich, el defensa italiano que lo marcaba, «pero cuando volví a tierra, vi
que Pelé se mantenía suspendido en la altura».
Cuatro campeones del mundo, Brasil, Italia, Alemania y Uruguay, disputaron las
semifinales. Alemania ocupó el tercer lugar, Uruguay el cuarto. En la final,
Brasil apabulló a Italia 4 a 1. La prensa inglesa comentó: «Debería estar
prohibido un fútbol tan bello». El último gol se recuerda de pie: la pelota pasó
por todo Brasil, la tocaron los once, y por fin Pelé la puso en bandeja, sin
mirar, para que rematara Carlos Alberto, que venía en tromba.
El Torpedo Müller, de Alemania, encabezó la tabla de goleadores, con diez
tantos, seguido por el brasileño Jairzinho, con siete.
Campeón invicto por tercera vez, Brasil se quedó con la copa Rimet en propiedad.
A fines de 1983, la copa fue robada y vendida, después de ser reducida a casi
dos quilos de oro puro. Una copia ocupa su lugar en las vitrinas.
Gol de Maradona.
Fue en 1973. Se medían los equipos infantiles de Argentinos Juniors y River
Plate, en Buenos Aires.
El número 10 de Argentinos recibió la pelota de su arquero, esquivó al delantero
centro del River y emprendió la carrera. Varios jugadores le salieron al
encuentro: a uno se la pasó por el jopo, a otro entre las piernas y al otro lo
engañó de taquito. Después, sin detenerse, dejó paralíticos a los zagueros y al
arquero tumbado en el suelo, y se metió caminando con la pelota en la valla
rival. En la cancha habían quedado siete niños fritos y cuatro que no podían
cerrar la boca.
Aquel equipo de chiquilines, los Cebollitas, llevaba cien partidos invicto y
había llamado la atención de los periodistas.
Uno de los jugadores, El Veneno, que tenía trece años, declaró:
-
Nosotros jugamos por divertirnos. Nunca vamos a jugar por plata. Cuando entra la
plata, todos se matan por ser estrellas, y entonces vienen la envidia y el
egoísmo.
Habló abrazado al jugador más querido de todos, que también era el más alegre y
el más bajito: Diego Armando Maradona, que tenía doce años y acababa de meter
ese gol increíble.
Maradona tenía la costumbre de sacar la lengua cuando estaba en pleno envión.
Todos sus goles habían sido hechos con la lengua fuera. De noche dormía abrazado
a la pelota y de día hacía prodigios con ella. Vivía en una casa pobre de un
barrio pobre y quería ser técnico industrial.
El Mundial del 78.
En Alemania moría el popular escarabajo de la Volkswagen, el Inglaterra nacía el
primer bebé de probeta, en Italia se legalizaba el aborto. Sucumbían las
primeras víctimas del sida, una maldición que todavía no se llamaba así. Las
Brigadas Rojas asesinaban a Aldo Moro, los Estados Unidos se comprometían a
devolver a Panamá el canal usurpado a principios de siglo. Fuentes bien
informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro, que iba a
desplomarse en cuestión de horas.
En Nicaragua tambaleaba la dinastía de Somoza, en Irán tambaleaba la dinastía
del Sha, los militares de Guatemala ametrallaban una multitud de campesinos en
el pueblo de Panzós. Domitila Barrios y otras cuatro mujeres de las minas de
estaño iniciaban una huelga de hambre contra la dictadura militar de Bolivia, al
rato toda Bolivia estaba en huelga de hambre, la dictadura caía. La dictadura
militar argentina, en cambio, gozaba de buena salud, y para probarlo organizaba
el undécimo Campeonato Mundial de Fútbol.
Participaron diez países europeos, cuatro americanos, Irán y Túnez. EL Papa de
Roma envió su bendición. Al son de una marcha militar, el general Videla
condecoró a Havelange en la ceremonia de la inauguración, en el estadio
Monumental de Buenos Aires. A unos pasos de allí, estaba en pleno funcionamiento
el Auschwitz argentino, el centro de tormento y exterminio de la Escuela de
Mecánica de la Armada. Y algunos kilómetros más allá, los aviones arrojaban a
los prisioneros vivos al fondo de la mar.
«Por fin el mundo puede ver la verdadera imagen de la Argentina», celebró el
presidente de la FIFA ante las cámaras de la televisión. Henry Kissinger,
invitado especial, anunció:
-Este país tiene un gran futuro a todo nivel.
Y
el capitán del equipo alemán, Berti Vogts, que dio la patada inicial, declaró
unos días después:
-Argentina es un país donde reina el orden. Yo no he visto a ningún preso
político.
Los dueños de casa vencieron algunos partidos, pero perdieron ante Italia y
empataron con Brasil. Para llegar a la final contra Holanda, debían ahogar a
Perú bajo una lluvia de goles. Argentina obtuvo con creces el resultado que
necesitaba, pero la goleada, 6 a 0, llenó de dudas a los malpensados, y a los
bienpensados también.
Los peruanos fueron apedreados al regresar a Lima.
La final entre Argentina y Holanda se definió por alargue.
Ganaron los argentinos 3 a 1, y en cierta medida la victoria fue posible gracias
al patriotismo del palo que salvó al arco argentino en el último minuto del
tiempo reglamentario. Ese palo, que detuvo un pelotazo de Rensenbrink, nunca fue
objeto de honores militares, por esas cosas de la ingratitud humana. De todos
modos, más decisivos que el palo resultaron los goles de Mario Kempes, un potro
imparable que se lució galopando, con la pelambre al viento, sobre el césped
nevado de papelitos.
A
la hora de recibir los trofeos, los jugadores holandeses se negaron a saludar a
los jefes de la dictadura argentina.
El tercer puesto fue para Brasil. El cuarto, para Italia.
Kempes fue el mejor jugador de la Copa y también el goleador, con seis tantos.
Detrás figuraron el peruano Cubillas y el holandés Rensenbrink, con cinco goles
cada uno.
El Mundial del 86.
Baby Doc Duvalier huía de Haití, robándose todo, y robándose todo huía Ferdinand
Marcos de Filipinas, mientras los archivos norteamericanos revelaban, más vale
tarde que nunca, que Marcos, el alabado héroe filipino de la segunda guerra
mundial, había sido en realidad un desertor.
El cometa Halley visitaba nuestro cielo después de mucha ausencia, se descubrían
nueve lunas en torno al planeta Urano, aparecía el primer agujero en la capa de
ozono que nos protege del sol. Se difundía una nueva droga, hija de la
ingeniería genética, contra la leucemia.
En el Japón se suicidaba una cantante de moda y tras ella elegían la muerte
veintitrés de sus devotos. Un terremoto dejaba sin casa a doscientos mil
salvadoreños y la catástrofe nuclear soviética de Chernobyl desataba una lluvia
de veneno radioactivo, imposible de medir y de parar, sobre quién sabe cuántas
leguas y gentes.
Felipe González decía sí a la OTAN, la alianza militar atlántica, después de
haber gritado no, y un plebiscito bendecía el viraje mientras España y Portugal
entraban al mercado común europeo. El mundo lloraba la muerte de Olof Palme, el
primer ministro de Suecia, asesinado en la calle. Tiempos de luto para las artes
y las letras: se nos iban el escultor Henry Moore y los escritores Simone de
Beauvoir, Jean Genet, Juan Rulfo y Jorge Luis Borges.
Estallaba el escándalo Irangate, que implicaba al presidente Reagan, a la CIA y
a los contras de Nicaragua en el tráfico de armas y de drogas, y estallaba la
nave espacial Challenger, al despegar de Cabo Cañaveral, con siete tripulantes a
bordo. La aviación norteamericana bombardeaba Libia y mataba a una hija del
coronel Gaddafi, para castigar un atentado que años después se atribuyó a Irán.
En una cárcel de Lima morían ametrallados cuatrocientos presos. Fuentes bien
informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro, que iba a
desplomarse en cuestión de horas. Se habían desplomado muchos edificios sin
cimientos, con toda la gente adentro, cuando un terremoto había sacudido a la
ciudad de México, el año anterior, y buena parte de la ciudad estaba todavía en
ruinas mientras se inauguraba allí el decimotercer Campeonato Mundial de Fútbol.
En la Copa del 86, participaron catorce países europeos y seis americanos,
además de Marruecos, Corea del Sur, Irak y Argelia. En México nació la ola en
las tribunas, que a partir de entonces suele mover a las hinchadas del mundo al
ritmo de la mar bravía. Hubo partidos de esos que ponen los pelos de punta, como
el de Francia contra Brasil, donde los jugadores infalibles, Platini, Zico,
Sócrates, fracasaron en los penales; y hubo dos goleadas espectaculares de
Dinamarca, que propinó seis tantos a Uruguay y recibió cinco de España.
Pero éste fue el Mundial de Maradona. Contra Inglaterra, Maradona vengó con dos
goles de zurda al orgullo patrio malherido en las Malvinas: hizo uno con la mano
izquierda, que él llamó mano de Dios, y el otro con la pierna izquierda, después
de haber tumbado por los suelos a la defensa inglesa.
Argentina disputó la final contra Alemania. Fue de Maradona el pase decisivo,
que dejó solo a Burruchaga para que Argentina se impusiera 3 a 2 y ganara el
campeonato cuando ya el reloj señalaba el fin del partido, pero antes había
ocurrido otro gol memorable: Valdano arrancó con la pelota desde el arco
argentino, cruzó toda la cancha y cuando Schumacher le salió al cruce, la colocó
contra el poste derecho. Valdano venía hablando con la pelota, le venía rogando:
-Por favor, entrá.
Francia se clasificó en tercer lugar, seguida por Bélgica.
El inglés Lineker encabezó la tabla de goleadores, con seis tantos. Maradona
hizo cinco goles, como el brasileño Careca y el español Butragueño.
Romario.
Venido desde quién sabe qué región del aire, el tigre aparece, pega su zarpazo y
se esfuma. El arquero, atrapado en su jaula, no tiene tiempo ni de pestañear. En
un fogonazo, Romario asesta sus goles de media vuelta, de chilena, de volea, de
chanfle, de taco, de punta, o de perfil.
Romario nació en la miseria, en la favela de Jacarezinho, pero desde niño
ensayaba la firma para los muchos autógrafos que iba a firmar en la vida. Trepó
a la fama sin pagar los impuestos de la mentira obligatoria:
este hombre muy pobre se dio siempre el lujo de hacer lo que quería, disfrutón
de la noche, parrandero, y siempre dijo lo que pensaba sin pensar lo que decía.
Ahora tiene una colección de Mercedes Benz y doscientos cincuenta pares de
zapatos, pero sus mejores amigos siguen siendo aquellos impresentables
buscavidas que en la infancia le enseñaron el secreto del zarpazo.
Maradona.
Jugó, venció, meó, perdió. El análisis delató efedrina y Maradona acabó de mala
manera su Mundial del 94.
La efedrina, que no se considera droga estimulante en el deporte profesional de
los Estados Unidos y de muchos otros países, está prohibida en las competencias
internacionales.
Hubo estupor y escándalo. Los truenos de la condenación moral dejaron sordo al
mundo entero, pero mal que bien se hicieron oír algunas voces de apoyo al ídolo
caído. Y no sólo en su dolorida y atónita Argentina, sino en lugares tan lejanos
como Bangladesh, donde una manifestación numerosa rugió en las calles repudiando
a la FIFA y exigiendo el retorno del expulsado. Al fin y al cabo, juzgarlo era
fácil, y era fácil condenarlo, pero no resultaba tan fácil olvidar que Maradona
venía cometiendo desde hacía años el pecado de ser el mejor, el delito de
denunciar a viva voz las cosas que el poder manda callar y el crimen de jugar
con la zurda, lo cual, según el Pequeño Larousse Ilustrado, significa «con la
izquierda» y también significa «al contrario de como se debe hacer».
Diego Armando Maradona nunca había usado estimulantes, en vísperas de los
partidos, para multiplicarse el cuerpo. Es verdad que había estado metido en la
cocaína, pero se dopaba en las fiestas tristes, para olvidar o ser olvidado,
cuando ya estaba acorralado por la gloria y no podía vivir sin la fama que no lo
dejaba vivir. Jugaba mejor que nadie a pesar de la cocaína, y no por ella.
Él estaba agobiado por el peso de su propio personaje.
Tenía problemas en la columna vertebral, desde el lejano día en que la multitud
había gritado su nombre por primera vez. Maradona llevaba una carga llamada
Maradona, que le hacía crujir la espalda. El cuerpo como metáfora: le dolían las
piernas, no podía dormir sin pastillas.
No había demorado en darse cuenta de que era insoportable la responsabilidad de
trabajar de dios en los estadios, pero desde el principio supo que era imposible
dejar de hacerlo. «Necesito que me necesiten», confesó, cuando ya llevaba muchos
años con el halo sobre la cabeza, sometido a la tiranía del rendimiento
sobrehumano, empachado de cortisona y analgésicos y ovaciones, acosado por las
exigencias de sus devotos y por el odio de sus ofendidos.
El placer de derribar ídolos es directamente proporcional a la necesidad de
tenerlos. En España, cuando Goicoechea le pegó de atrás y sin la pelota y lo
dejó fuera de las canchas por varios meses, no faltaron fanáticos que llevaron
en andas al culpable de este homicidio premeditado, y en todo el mundo sobraron
gentes dispuestas a celebrar la caída del arrogante sudaca intruso en las
cumbres, el nuevo rico ése que se había fugado del hambre y se daba el lujo de
la insolencia y la fanfarronería.
Después, en Nápoles, Maradona fue santa Maradonna y san Gennaro se convirtió en
san Gennarmando. En las calles se vendían imágenes de la divinidad de pantalón
corto, iluminada por la corona de la Virgen o envuelta en el manto sagrado del
santo que sangra cada seis meses, y también se vendían ataúdes de los clubes del
norte de Italia y botellitas con lágrimas de Silvio Berlusconi. Los niños y los
perros lucían pelucas de Maradona. Había una pelota bajo el pie de la estatua
del Dante y el tritón de la fuente vestía la camiseta azul del club Nápoles.
Hacía más de medio siglo que el equipo de la ciudad no ganaba un campeonato,
ciudad condenada a las furias del Vesubio y a la derrota eterna en los campos de
fútbol, y gracias a Maradona el sur oscuro había logrado, por fin, humillar al
norte blanco que lo despreciaba.
Copa tras copa, en los estadios italianos y europeos, el club Nápoles vencía, y
cada gol era una profanación del orden establecido y una revancha contra la
historia. En Milán odiaban al culpable de esta afrenta de los pobres salidos de
su lugar, lo llamaban jamón con rulos. Y no sólo en Milán: en el Mundial del 90,
la mayor ía del público castigaba a Maradona con furiosas silbatinas cada vez
que tocaba la pelota, y la derrota argentina ante Alemania fue celebrada como
una victoria italiana.
Cuando Maradona dijo que quería irse de Nápoles, hubo quienes le echaron por la
ventana muñecos de cera atravesados de alfileres. Prisionero de la ciudad que lo
adoraba y de la camorra, la mafia dueña de la ciudad, él ya estaba jugando a
contracorazón, a contrapié; y entonces, estalló el escándalo de la cocaína.
Maradona se convirtió súbitamente en Maracoca, un delincuente que se había hecho
pasar por héroe.
Más tarde, en Buenos Aires, la televisión trasmitió el segundo ajuste de
cuentas: detención en vivo y en directo, como si fuera un partido, para deleite
de quienes disfrutaron el espectáculo del rey desnudo que la policía se llevaba
preso.
«Es un enfermo», dijeron. Dijeron: «Está acabado». El mesías convocado para
redimir la maldición histórica de los italianos del sur había sido, también, el
vengador de la derrota argentina en la guerra de las Malvinas, mediante un gol
tramposo y otro gol fabuloso, que dejó a los ingleses girando como trompos
durante algunos años; pero a la hora de la caída, el Pibe de Oro no fue más que
un farsante pichicatero y putañero. Maradona había traicionado a los niños y
había deshonrado al deporte. Lo dieron por muerto.
Pero el cadáver se levantó de un brinco. Cumplida la penitencia de la cocaína,
Maradona fue el bombero de la selección argentina, que estaba quemando sus
últimas posibilidades de llegar al Mundial 94. Gracias a Maradona, llegó. Y en
el Mundial, Maradona estaba siendo otra vez, como en los viejos tiempos, el
mejor de todos, cuando estalló el escándalo de la efedrina.
La máquina del poder se la tenía jurada. Él le cantaba las cuarenta, eso tiene
su precio, el precio se cobra al contado y sin descuentos. Y el propio Maradona
regaló la justificación, por su tendencia suicida a servirse en bandeja en boca
de sus muchos enemigos y esa irresponsabilidad infantil que lo empuja a
precipitarse en cuanta trampa se abre en su camino.
Los mismos periodistas que lo acosan con los micrófonos, le reprochan su
arrogancia y sus rabietas, y lo acusan de hablar demasiado. No les falta razón;
pero no es eso lo que no pueden perdonarle: en realidad, no les gusta lo que a
veces dice. Este petiso respondón y calentón tiene la costumbre de lanzar golpes
hacia arriba. En el 86 y en el 94, en México y en Estados Unidos, denunció a la
omnipotente dictadura de la televisión, que estaba obligando a los jugadores a
deslomarse al mediodía, achicharrándose al sol, y en mil y una ocasiones más,
todo a lo largo de su accidentada carrera, Maradona ha dicho cosas que han
sacudido el avispero. Él no ha sido el único jugador desobediente, pero ha sido
su voz la que ha dado resonancia universal a las preguntas más insoportables:
¿Por qué no rigen en el fútbol las normas universales del derecho laboral? Si es
normal que cualquier artista conozca las utilidades del show que ofrece, ¿por
qué los jugadores no pueden conocer las cuentas secretas de la opulenta
multinacional del fútbol?
Havelange calla, ocupado en otros menesteres, y Joseph Blatter, burócrata de la
FIFA que jamás ha pateado una pelota pero anda en limusinas de ocho metros y con
chófer negro, se limita a comentar:
-El último astro argentino fue Di Stéfano.
Cuando Maradona fue, por fin, expulsado del Mundial del 94, las canchas de
fútbol perdieron a su rebelde más clamoroso. Y también perdieron a un jugador
fantástico. Maradona es incontrolable cuando habla, pero mucho más cuando juega:
no hay quien pueda prever las diabluras de este inventor de sorpresas, que jamás
se repite y que disfruta desconcertando a las computadoras.
No es un jugador veloz, torito corto de piernas, pero lleva la pelota cosida al
pie y tiene ojos en todo el cuerpo. Sus artes malabares encienden la cancha. El
puede resolver un partido disparando un tiro fulminante de espaldas al arco o
sirviendo un pase imposible, a lo lejos, cuando está cercado por miles de
piernas enemigas; y no hay quien lo pare cuando se lanza a gambetear rivales.
En el frígido fútbol de fin de siglo, que exige ganar y prohíbe gozar, este
hombre es uno de los pocos que demuestra que la fantasía puede también ser
eficaz.
Los dueños de la pelota.
La FIFA, que tiene trono y corte en Zurich, el Comité Olímpico Internacional,
que reina desde Lausana, y la empresa ISL Marketing, que en Lucerna teje sus
negocios, manejan los campeonatos mundiales de fútbol y la olimpíadas. Como se
ve, las tres poderosas organizaciones tienen su sede en Suiza, un país que se ha
hecho famoso por la punterías de Guillermo Tell, la precisión de sus relojes y
su religiosa devoción por el secreto bancario.
Casualmente, las tres tienen un extraordinario sentido del pudor en todo lo que
se refiere al dinero que pasa por sus manos y al que en sus manos queda.
La ISL Marketing posee, al menos hasta fin de siglo, los derechos exclusivos de
venta de la publicidad en los estadios, los filmes y videocasetes, las
insignias, banderines y mascotas de las competencias internacionales.
Este negocio pertenece a los herederos de Adolph Dassler, el fundador de la
empresa Adidas, hermano y enemigo del fundador de la competidora Puma. Cuando
otorgaron el monopolio de esos derechos a la familia Dassler, Havelange y
Samaranch estaban ejerciendo el noble deber de la gratitud. La empresa Adidas,
la mayor fabricante de artículos deportivos en el mundo, había contribuido muy
generosamente a edificarles el poder. En 1990, los Dassler vendieron Adidas al
empresario francés Bernard Tapie, pero se quedaron con la ISL, que la familia
sigue controlando en sociedad con la agencia publicitaria japonesa Dentsu.
El poder sobre el deporte mundial no es moco de pavo.
A
fines de 1994, hablando en Nueva York ante un círculo de hombres de negocios,
Havelange confesó algunos números, lo que en él no es nada frecuente:
-Puedo afirmar que el movimiento financiero del fútbol en el mundo alcanza,
anualmente, la suma de 225 mil millones de dólares.
Y
se vanaglorió comparando esa fortuna con los 136 mil millones de dólares
facturados en 1993 por la General Motors, que figura a la cabeza de las mayores
corporaciones multinacionales.
En ese mismo discurso, Havelange advirtió que «el fútbol es un producto
comercial que debe venderse lo más sabiamente posible», y recordó la ley primera
de la sabiduría en el mundo contemporáneo:
-Hay que tener mucho cuidado con el envoltorio.
La venta de los derechos para televisión es la veta que más rinde, dentro de la
pródiga mina de las competencias internacionales, y la FIFA y el Comité Olímpico
Internacional reciben la parte del león de lo que paga la pantalla chica. El
dinero se ha multiplicado espectacularmente desde que la tele empezó a trasmitir
en directo, para todos los países, los torneos mundiales. Las Olimpíadas de
Barcelona recibieron de la televisión en 1993, seiscientas treinta veces más
dinero que las Olimpíadas de Roma en 1960, cuando la transmisión sólo llegaba al
ámbito nacional.
Y
a la hora de decidir cuáles serán las empresas anunciantes de cada torneo, tanto
Havelange y Samaranch como la familia Dassler lo tienen claro: hay que elegir a
las que pagan más. La máquina que convierte toda pasión en dinero no puede darse
el lujo de promover los productos más sanos y más aconsejables para la vida
deportiva: lisa y llanamente se pone siempre al servicio de la mejor oferta, y
sólo le interesa saber si Mastercard paga mejor o peor que Visa y si Fujifilm
pone o no pone sobre la mesa más dinero que Kodak. La Coca-Cola, nutritivo
elixir que no puede faltar en el cuerpo de ningún atleta, encabeza siempre la
lista. Sus millonarias virtudes la ponen fuera de discusión.
En este fútbol de fin de siglo, tan pendiente del marketing y de los sponsors,
nada tiene de sorprendente que algunos de los clubes más importantes de Europa
sean empresas que pertenecen a otras empresas. La Juventus de Turín forma parte,
como la Fiat, del grupo Agnelli. El Milan integra la constelación de trescientas
empresas del grupo Berlusconi. El Parma es de Parmalat. La Sampdoria, del grupo
petrolero Mantovani. La Fiorentina, del productor de cine Cecchi Gori. El
Olympique de Marsella fue lanzado al primer plano del fútbol europeo cuando se
convirtió en una de las empresas de Bernard Tapie, hasta que un escándalo de
sobornos arruinó al exitoso empresario. El París Saint-Germain pertenece al
Canal Plus de la televisión. La peugeot, sponsor del club Sochaux, es también
dueña de su estadio. La Philips es la dueña del club holandés PSV de Eindhoven.
Se llaman Bayer los dos clubes de la primera división alemana que la empresa
financia: el Bayer Leverkusen y el Bayer Uerdingen. El inventor y dueño de las
computadoras Astrad es también propietario del club británico Tottenham Hotspur,
cuyas acciones se cotizan en bolsa, y el Blackburn Rover pertenece al grupo
Walker. En Japón, donde el fútbol profesional tiene poco tiempo de vida, las
principales empresas han fundado clubes y han contratado estrellas
internacionales, a partir de la certeza de que el fútbol es un idioma universal
que puede contribuir a la proyección de sus negocios en el mundo entero. La
empresa eléctrica Furukawa fundó el club Nagoya Grampus, que contó en sus filas
con el goleador inglés Gary Lineker. El veterano pero siempre brillante Zico
jugó para el Kashima, que pertenece al grupo industrial y financiero Sumitomo.
Las empresas Mazda, Mitsubishi, Nissan, Panasonic y Japan Airlines también
tienen sus propios clubes de fútbol.
El club puede perder dinero, pero este detalle carece de importancia si brinda
buena imagen a la constelación de negocios que integra. Por eso la propiedad no
es secreta: el fútbol sirve a la publicidad de las empresas y en el mundo no
existe un instrumento de mayor alcance popular para las relaciones públicas.
Cuando Silvio Berlusconi compró el club Milan, que estaba en bancarrota, inició
su nueva era desplegando toda la coreografía de un gran lanzamiento
publicitario. Una tarde de
1987, los once jugadores del Milan descendieron lentamente en helicóptero hacia
el centro del estadio, mientras en los altavoces cabalgaban las Walkirias de
Wagner.
Bernard Tapie, otro especialista en su propio protagonismo, solía celebrar las
victorias del Olympique con grandes fiestas, fulgurantes de fuegos artificiales
y rayos láser, donde trepidaban las mejores bandas de música rock.
El fútbol, fuente de emociones populares, genera fama y poder. Los clubes que
tienen cierta autonomía, y que no dependen directamente de otras empresas, están
habitualmente dirigidos por opacos hombres de negocios y políticos de segunda
que utilizan el fútbol como una catapulta de prestigio para lanzarse al primer
plano de la popularidad. Hay, también, raros casos al revés:
hombres que ponen su bien ganada fama al servicio del fútbol, como el cantante
inglés Elton John, que fue presidente del Watford, el club de sus amores, o el
director de cine Francisco Lombardi, que preside el Sporting Cristal de Perú.
OTROS ESCRITOS.
El Mundial del 90.
Se venden piernas.
(Para Ángel Ruocco)
Hasta el Papa de Roma ha suspendido sus viajes por un mes. Por un mes, mientras
dure el Mundial de Italia, estaré yo también cerrado por fútbol, al igual que
muchos otros millones de simples mortales.
Nada tiene de raro. Como todos los uruguayos, de niño quise ser jugador de
fútbol. Por mi absoluta falta de talento, no tuve más remedio que hacerme
escritor. Y ojal á pudiera yo, en algún imposible día de gloria, escribir con el
coraje de Obdulio, la gracia de Garrincha, la belleza de Pelé y la penetración
de Maradona.
En mi país, el fútbol es la única religión sin ateos; y me consta que también la
profesan, en secreto, a escondidas, cuando nadie los ve, los raros uruguayos que
públicamente desprecian al fútbol o lo acusan de todo.
La furia de los fiscales enmascara un amor inconfesable.
El fútbol tiene la culpa, toda la culpa, y si el fútbol no existiera,
seguramente los pobres harían la revolución social y todos los analfabetos
serían doctores; pero en el fondo de su alma, todo uruguayo que se respete
termina sucumbiendo, tarde o temprano, a la irresistible tentación del opio de
los pueblos.
Y
la verdad sea dicha este hermoso espectáculo, esta fiesta de los ojos, es
también un cochino negocio. No hay droga que mueva fortunas tan inmensas en los
cuatro puntos cardinales del mundo. Un buen jugador es una muy valiosa
mercancía, que se cotiza y se compra y se vende y se presta, según la ley del
mercado y la voluntad de los mercaderes.
Ley del mercado, ley del éxito. Hay cada vez menos espacio para la improvisación
y la espontaneidad creadora.
Importa el resultado, cada vez más, y cada vez menos el arte, y el resultado es
enemigo del riesgo y la aventura. Se juega para ganar, o para no perder, y no
para gozar la alegría de dar alegría. Año tras año, el fútbol se va enfriando; y
el agua en las venas garantiza la eficacia. La pasión de jugar por jugar, la
libertad de divertirse y divertir, la diablura inútil y genial, se van
convirtiendo en temas de evocación nostalgiosa.
El fútbol sudamericano, el que más comete todavía estos pecados de leso
eficiencia, parece condenado por las reglas universales del cálculo económico.
Ley del mercado, ley del más fuerte. En la organización desigual del mundo, el
fútbol sudamericano es una industria de exportación produce para otros. Nuestra
región cumple funciones de sirvienta del mercado internacional. En el fútbol,
como en todo lo demás, nuestros países han perdido el derecho de desarrollarse
hacia adentro. No hay más que ver los seleccionados de Argentina, Brasil y
Uruguay en este mundial del 90. Los jugadores se conocen en el avión. Solamente
un tercio juega en el propio país; los dos tercios restantes han emigrado y
pertenecen, casi todos, a los equipos europeos. El Sur no sólo vende brazos,
sino también piernas, piernas de oro, a los grandes centros extranjeros de la
sociedad de consumo;
y
al fin y al cabo, los buenos jugadores son los únicos inmigrantes que Europa
acoge sin tormentos burocráticos ni fobias racistas.
Parece que muy pronto cambiará la reglamentación internacional. Los clubes
europeos podrían, de aquí a poco, contratar a cuatro, o quizá cinco, jugadores
extranjeros.
En ese caso, me pregunto qué será del fútbol sudamericano. No nos van a quedar
ni los masajistas.
En estos tiempos de tanta duda, uno sigue creyendo que la tierra es redonda por
lo mucho que se parece al balón que gira, mágicamente, sobre el césped de los
estadios.
Pero también el fútbol demuestra que esta tierra no es muy redonda, que digamos.
(1990)
El mundial del .98.
Enseñanzas del Mundial.
Gracias a la reciente Copa del Mundo, hemos podido aprender, o confirmar
-Que las tarjetas MasterCard tonifican los músculos, y que la Coca-Cola y las
hamburguesas McDonalds no pueden faltar en el menú de un buen atleta
-Que en la final, Francia apabulló a Brasil, y que eso también significa; Adidas
se impuso sobre Nike. El amor de Nike por el fútbol brasileño hizo que la
empresa pagara cuatrocientos millones de dólares a su selección, y otra
millonada a su estrella, Ronaldo. Denuncias bien fundadas revelan que Nike
impuso la presencia de Ronaldo en el partido último; son numerosos los indicios
de que así Ronaldo fue arrancado del hospital. Gravemente afectado por una
convulsión, jugó pero no jugó.
-Que la selección triunfante fue un equipo de inmigrantes. Según las encuestas,
la mitad de los franceses cree que hay que echar a los inmigrantes, pero todos
los franceses celebraron el triunfo como si los negros y los árabes fueran hijos
de Juana de Arco.
-Que el fútbol sigue teniendo, milagrosamente, capacidad de sorpresa. Por
Croacia nadie daba dos vintenes, y a punta de coraje conquistó el tercer lugar.
-Que el fútbol sigue teniendo, milagrosamente, capacidad de belleza. Ví todos
los partidos, y no me arrepiento.
El fútbol de fin de siglo, calculador, defensivo, es amarrete en hermosura; pero
que lo hubo, lo hubo.
Después del Mundial .98.
FÚTBOL EN PEDACITOS.
Campeones.
Brasil no pudo ser pentacampeón. Adidas, sí. Desde la Copa del 54, que Adidas
ganó cuando ganó Alemania, ésta es la quinta consagración de los seleccionados
que representan la marca de las tres barras. Adidas levantó, con Francia, el
trofeo mundial de oro macizo y conquistó, con Zinedine Zidane, el premio al
mejor jugador del campeonato. La empresa rival, Nike, tuvo que conformarse con
el segundo y el cuarto lugar, que obtuvieron sus selecciones de Brasil y
Holanda. La estrella de Nike, Ronaldo, no se lució demasiado. Una empresa menor,
Lotto, dio el batacazo con la sorprendente Croacia, que entró tercera.
Según un reciente estudio científico publicado por el Daily Telegraph de
Londres, los hinchas segregan, durante los partidos, casi tanta testosterona
como los jugadores.
Pero hay que reconocer que también las empresas multinacionales transpiran la
camisa como si fuera camiseta.
Estrellas.
Los jugadores de fútbol más famosos son productos que venden productos. En
tiempos de Pelé, el jugador jugaba, y eso era todo, o casi todo. En tiempos de
Maradona, ya en pleno auge de la televisión y de la publicidad masiva, las cosas
habían cambiado. Maradona cobró mucho, y mucho pagó cobró con las piernas, pagó
con el alma. Cuando ya llevaba algunos años en las canchas, la crisis lo rompió,
y enfermó gravemente por sobredosis de éxito.
El éxito espectacular de Ronaldo le permite facturar mil dólares por hora,
incluyendo las horas que duerme.
En el Mundial del 98, a los veintipoquitos años de edad, Ronaldo sufrió una
crisis temprana convulsiones, ataque de nervios. Dicen que la presión de Nike lo
metió a prepo en la final contra Francia. El hecho es que jugó enfermo, y no
pudo exhibir como debía las virtudes del nuevo modelo de botines, el R-9, que
Nike estaba lanzando al mercado por medio de sus pies.
Precios.
Al fin del siglo, los periodistas especializados hablan cada vez menos de las
habilidades de los jugadores y cada vez más de sus cotizaciones. Los dirigentes,
los empresarios, los contratistas y demás cortadores del bacalao ocupan un
espacio creciente en las crónicas futboleras. Antes, los «pases» se referían al
viaje de la pelota de un jugador al otro; ahora, los «pases» aluden más bien al
viaje del jugador de uno a otro club o de un país a otro. ¿Cuánto están
rindiendo los famosos en relación a la inversión? Los especialistas nos
bombardean con el vocabulario de los tiempos oferta, compra, opción de compra,
venta, cesión en préstamo, valorización, desvalorización.
El año pasado, un aviso de televisión de Fox Sports exhortaba a mirar fútbol
prometiendo «Sea testigo de cómo el pez grande se come al pez chico». Era una
invitación al aburrimiento. Afortunadamente, en el Mundial
98, en más de una ocasión el pez chico se comió al pez grande, con espinas y
todo. Eso es lo bueno que tienen, a veces, el fútbol y la vida.
Sudamericanos.
De los equipos sudamericanos, el que más me gustó fue Holanda.
La selección naranja ofreció un fútbol vistoso, de buen toque y pases cortos,
gozador de la pelota. Este estilo sudamericano se debió, en gran medida, al
aporte de sus jugadores venidos de América del Sur descendientes de esclavos,
nacidos en Surinam. No había negros entre los diez mil hinchas que viajaron a
Francia desde Holanda, pero en la cancha sí que los había. Fue una fiesta verlos
Seedorf, Reiziger, Winter, Bogarde, Kluivert, Davids. Kluivert es sutil como
Francescoli, y cabecea como él. Davids, motor del equipo, juega y crea juego
mete pierna y mete líos, porque no acepta que los negros cobren menos que los
blancos en los clubes de Holanda.
Africanos.
Njanka, jugador de Camerún, arrancó de atrás, dejó por el camino a toda la
población de Austria y clavó el golazo más lindo del Mundial. Pero Camerún no
llegó lejos.
Cuando Nigeria derrotó, con su fútbol divertido, a la selección española, y
Paraguay empató, el presidente Aznar comentó que «hasta un nigeriano o un
paraguayo pueden ponerte en tu lugar». Después, cuando Nigeria se fue de
Francia, un comentarista argentino sentenció
«Son todos albañiles, ninguno usa la cabeza para pensar
»La FIFA, que otorga los premios fair play, no jugó limpio con Nigeria le
impidió ser cabeza de serie, aunque el fútbol nigeriano venía de conquistar el
trofeo olímpico.
Las selecciones del África negra se fueron temprano del campeonato mundial, pero
algunos jugadores africanos o nietos de africanos deslumbraron en Holanda,
Francia, Brasil y otros equipos. Hubo locutores y comentaristas que los llamaban
«negritos», aunque nunca llamaron «blanquitos» a los demás.
Mundial del 98, las pantallas de la televisión brindaron espacio a la emoción
colectiva, la más colectiva de las emociones, y también fueron vidrieras de
exhibición mercantil
Franceses.
El padre de Zidane fue uno de los albañiles que levantaron el estadio donde su
hijo se consagró como el mejor de todos. Zidane es de familia argelina. Thuram,
elevado a la categoría de héroe nacional por dos golazos, nació en el Caribe, en
la isla Guadalupe, y de allí llegaron a Francia los padres de Henry. Desailly
vino de Ghana, Viera de Senegal, Karembeu de Nueva Caledonia.
Djorkaeff es de origen ruso y armenio. Trezeguet se crió en Argentina.
Eran inmigrantes casi todos los jugadores que vestían la camiseta azul y
cantaban La Marsellesa antes de cada partido. Una encuesta, publicada en esos
días por Le Fígaro Magazine, reveló que la mitad de los franceses quería la
expulsión de los inmigrantes, pero el doble discurso racista permite ovacionar a
los héroes y maldecir a los demás. El trofeo mundial fue celebrado por una
multitud sólo comparable a la que desbordó las calles, hace más de medio siglo,
cuando llegó a su fin la ocupación alemana.
Hubo alzas y caídas en la bolsa de piernas.
El Mundial del 2002.
Modelos.
Son dos los campeonatos mundiales de fútbol. En uno juegan los deportistas de
carne y hueso. En el otro, al mismo tiempo, juegan los robots. Las selecciones
humanoides disputan la RoboCup 2002 en el puerto japonés de Fukuoka, frente a la
costa coreana.
Los torneos de robots ocurren, cada año, en un lugar diferente. Este es el
sexto. Sus organizadores tienen la esperanza de competir, de aquí a algún
tiempo, contra las selecciones de verdad. Al fin y al cabo, dicen, ya una
computadora ha derrotado al campeón Gary Kasparov en un tablero de ajedrez, y no
les cuesta tanto imaginar que los atletas mecánicos lleguen a lograr una hazaña
semejante en una cancha de fútbol.
Los robots, programados por ingenieros, son fuertes en defensa y rápidos y
cañoneros en el ataque. Jamás se entretienen con la pelota. Cumplen sin chistar
las órdenes del director técnico y ni por un instante cometen la locura de creer
que los jugadores juegan.
***
¿Cuál es el sueño más frecuente de los empresarios, los tecnócratas, los
burócratas y los ideólogos de la industria del fútbol? En el sueño, cada vez más
parecido a la realidad, los jugadores imitan a los robots.
Triste signo de los tiempos, el siglo XXI sacraliza la mediocridad en nombre de
la eficiencia y sacrifica la libertad en los altares del éxito. «Uno no gana
porque vale sino que vale porque gana», había comprobado, hace ya algunos años,
Cornelius Castoriadis. El no se refería al fútbol, pero era como si.
Prohibido perder tiempo, prohibido perder convertido en trabajo, sometido a las
leyes de la rentabilidad, el juego deja de jugar. Cada vez más, como todo lo
demás, el fútbol profesional parece regido por la Uenbe (Unión de Enemigos de la
Belleza), poderosa organización que no existe, pero manda.
Ignacio Salvatierra, un árbitro injustamente desconocido, merece la
canonización. El dio testimonio de la nueva fe. Hace seis años exorcizó al
demonio de la fantasía en la ciudad boliviana de Trinidad. El árbitro
Salvatierra expulsó de la cancha al jugador Abel Vacca Saucedo. Le sacó tarjeta
roja «para que aprenda a tomarse el fútbol en serio». Vaca Saucedo había
cometido un gol imperdonable. Eludió a todo el equipo rival, en un desenfreno de
gambetas, túneles, sombreros y taquitos y culminó su orgía de espaldas al arco,
con un certero culazo que clavó la pelota en el ángulo.
***
Obediencia, velocidad, fuerza, y nada de firuletes éste es el molde que la
globalización impone.
Se fabrica en serie un fútbol más frío que una heladera.
Y
más implacable que una máquina trituradora.
Según los datos publicados hace un par de años por France Football, el tiempo de
vida útil de los jugadores profesionales ha bajado a la mitad en los últimos
veinte años. El promedio, que era de doce años, se ha reducido a seis. Los
obreros del fútbol rinden cada vez más y duran cada vez menos. Para responder a
las exigencias del ritmo de trabajo, muchos no tienen más remedio que recurrir a
la ayuda química, inyecciones y pastillas que les aceleran el desgaste, las
drogas tienen mil nombres, pero todas nacen de la obligación de ganar y merecen
llamarse exitoína.
Las comunidades indígenas disputan en Brasil su propio campeonato de fútbol. En
la Copa del año 2000, el equipo de los indios makuxis llegó a la final después
de jugar tres partidos seguidos a lo largo de ocho horas.
La proeza se explica por los prodigiosos poderes de otra droga, que el fútbol
profesional no puede pagar. Esa pócima mágica, que no tiene precio, se llama
entusiasmo.
La palabra no viene de la lengua de los makuxis sino del idioma de la Grecia
antigua y significa tener a los dioses adentro..
***
Dos mil quinientos años antes de Blatter, los atletas competían desnudos y sin
ningún tatuaje publicitario en el cuerpo. Los griegos, fragmentados en muchas
ciudades, cada cual con sus propias leyes y sus propios ejércitos, se juntaban
en los Juegos Olímpicos. Haciendo deporte, aquellos pueblos dispersos decían
«Nosotros somos griegos», como si recitaran con sus cuerpos los versos de La
Ilíada que habían fundado su conciencia de nación.
Mucho después, durante buena parte del siglo XX, el fútbol fue el deporte que
mejor expresó y afirmó la identidad nacional. Las diversas maneras de jugar han
revelado, y celebrado, las diversas maneras de ser. Pero la diversidad del mundo
está sucumbiendo a la uniformización obligatoria. El fútbol industrial, que la
televisión ha convertido en el más lucrativo espectáculo de masas, impone un
modelo único, que borra los perfiles propios, como ocurre con esas caras que se
vuelven máscaras, todas iguales, al cabo de continuas operaciones de cirugía
plástica.
Se supone que este aburrimiento es el progreso, pero el historiador Arnold
Toynbee había pasado por muchos pasados cuando comprobó «La más consistente
característica de las civilizaciones en decadencia es la tendencia a la
estandarización y la uniformidad».
***
Desde hace ya un buen tiempo, la selección brasileña parece dedicada a dejar de
ser brasileña. «Aquel fútbol de gambetas espectaculares ha pasado a la
historia», sentencia el director técnico de la selección, Luiz Felipe Scolari.
Mientras emite su certificado de defunción al fútbol más hermoso del mundo, este
fervoroso de la mediocridad practica la disciplina militar. Scolari admira al
general Pinochet, adora el orden y desconfía del talento. Condena al exilio a
los desobedientes Romario y Djalminha, como en otros tiempos hubiera fusilado a
aquel ingobernable rey del circo llamado Garrincha.
***
El fútbol profesional practica la dictadura. Los jugadores no pueden decir ni
pío en el despótico señorío de los dueños de la pelota, que desde su castillo de
la FIFA reinan y roban. El poder absoluto se justifica por la costumbre así es
porque así debe ser, y así debe ser porque así es.
Pero, ¿ha sido siempre así? Vale la pena recordar, ahora, una experiencia que
ocurrió en el país de Scolari, hace no más que veinte años, todavía en tiempos
de la dictadura militar. Los jugadores conquistaron la dirección del club
Corinthians, uno de los clubes más poderosos del Brasil, y ejercieron el poder
durante 1982 y 1983. Insólito, jamás visto los jugadores decidían todo entre
todos, por mayoría. Democráticamente discutían y votaban el método de trabajo,
el sistema de juego, la distribución del dinero y todo lo demás. En sus
camisetas, se leía Democracia Corinthiana. Al cabo de dos años, los dirigentes
desplazados recuperaron la manija y mandaron a parar. Pero mientras duró la
democracia, el Corinthians, gobernado por sus jugadores, ofreció el fútbol más
audaz y vistoso de todo el país, atrajo las mayores multitudes a los estadios y
ganó dos veces seguidas el campeonato local.