Nota de JAC.- Un interesante ensayo acerca de las posibles causas de la muerte de Vallejo y de las relaciones del vate con personalidades de su tiempo. Rosas Ribeyro nos entrega en este brillante ensayo, evidencia irrefutable con la que su mente inquisidora rompe la tradicional predisposición de santidad con la que, generalmente, se juzga la vida y obra del gran vate universal.
José Rosas Ribeyro nació en Lima y vive
en Francia desde 1977. Es periodista y productor de programas culturales en
Radio Francia Internacional.
Un Vallejo propio y mío
Por José Rosas Ribeyro
¿Cuál era la relación real
de Vallejo con la señora Philippart? Unas líneas de la carta que le
escribe el 5 de mayo de 1927 a Juan Larrea dicen mucho sobre ello,
tanto que Georgette, que en sus propias aproximaciones biográficas hizo
del poeta un santo varón, se indigna por lo escrito y se lo reprocha
explícitamente al que fuera su compañero sentimental. Escribe Vallejo:
“En cuanto a zorrillas, peleé con Georgette y he hecho volver a
Henriette. Así son las cosas de inesperadas. En todo caso, estoy más
tranquilo, porque, además, me he venido al Hotel Garibaldi, para
evitarme complicaciones mujeriles”. Quizás sea triste decirlo, pero si
damos crédito a estas líneas, Georgette para Vallejo era una “zorrilla”
más, como Henriette y las otras mujeres de su vida: amigas, amantes o
prostitutas. En sus Apuntes biográficos sobre Cesar Vallejo, la
señora Philippart comenta: “Vallejo, injustamente, se expresa en forma
poco menos que injuriosa de una adolescente. Digo adolescente con el
significado absoluto del término…”. La adolescente injuriada es, por
cierto, ella. Y para explicar las palabras tan duras de Vallejo,
refiere que estando en la clínica Arago el poeta “quizás” sintiera
hacia ella “remordimiento y desesperación”. ¿Por qué? De eso no dice
nada.
El tema de la enfermedad
vuelve con fuerza en carta del 30 de mayo de 1928 dirigida a Pablo
Abril de Vivero. Ha trascurrido poco más de un año desde la alusión a
las “zorrillas” y las “complicaciones mujeriles”. Vallejo, en
diferentes cartas expresa su deseo de quedarse en Europa “para toda la
vida”; dice que en Lima, entre los limeños es difícil hallar “amigos
verdaderos”; quiere pedirle al gobierno peruano que auspicie
económicamente la publicación en francés de su “novela de folklore americano Hacia el reino de los Shiris”;
menciona la posibilidad de ir a Nueva York “a liquidar mi vida de un
solo golpe”; escribe: “tengo 34 años y me avergüenza vivir todavía
becado”; planea volver al Perú “por unos cuantos meses”; se queja:
“sólo este pobre indígena se queda al margen del festín”, y recién el
18 de abril, en carta a Abril de Vivero, expresa cierto sentimiento de
revuelta contra el sistema establecido: “Puesto que no hay hombres
dirigentes con quienes contar, necesario es, por lo menos, unirse en un
apretado haz de gentes heridas e indignadas y reventar, haciendo
trizas todo cuanto nos rodea o está a nuestro alcance. Y, sobre todo:
hay que destruirse a sí mismo y, después, lo demás. Sin el sacrificio
previo de uno mismo, no hay salud posible”. Así, pues, llegamos a ese
30 de mayo en que la enfermedad vuelve a expresarse: “Hace un mes estoy
enfermo de una enfermedad de lo más complicada: estómago, corazón y
pulmones. Estoy hecho un cadáver. No puedo ya ni pensar. Sufro también
al cerebro. Un mes que no duermo. Una debilidad horrible”. Con ayuda de
unos y otros Vallejo va a descansar a “un campo de los alrededores de
Fontainebleau”, como lo señala en carta del 8 de septiembre de 1928 a
Abril de Vivero. En esa misma misiva, refiriéndose a Georgette, dice:
“la pobre chica que me acompaña”, lo cual tampoco debe de haberle
gustado mucho a su fiel admiradora, aunque Vallejo diga inmediatamente
después que la “pobre chica” “se ha portado con mucha nobleza…”. Y al
mes siguiente, tras casi noventa días de reposo en el campo y haber
conseguido un dinerillo, anuncia: “Hoy parto para Moscú”. Tiene la idea
absurda de quedarse allá, lo “que sería mi ideal”, dice. Lenin ha
muerto cuatro años antes y las grandes purgas de Stalin aún no han
empezado, y la Rusia que descubre le parece a Vallejo “un país
formidable”. En otra carta a Abril de Vivero escribe: “Lo del Soviet es
una cosa formidable. Más todavía: milagrosa”. Pero por más formidable
que fuera la Rusia soviética, tendrá que irse de allí y regresar a
París, la otra “prisión” que conoce bien, además de la cárcel de
Trujillo. Es una prisión sin murallas ni rejas y él vuelve incluso al
hotelito de la rue Molière. En carta del 27 de diciembre de 1928 le
confesará a la misma persona: “no pude sacar más del viaje” (a la Unión
Soviética). Y ya casi para terminar la misiva escribe la frase que
Georgette y demás feligreses de la religión comunista-vallejiana
llevarán al cuello por los siglos de los siglos como un sambenito: “Voy
sintiéndome revolucionario y revolucionario por experiencia vivida,
más que por ideas aprendidas”. Esta frase contradice por completo la
descripción del poeta realizada por la señora Philippart cuando
escribe: “Vallejo trabaja como un presidiario en su iniciación, casi
profesional, al marxismo”, ya que ella presenta a un Vallejo que en
París estudiaba de la mañana a la noche los textos esenciales y
sagrados del marxismo-leninismo y dejaba su salud en ese tremendo
esfuerzo intelectual. Es, empero, una contradicción más entre las
muchas de Georgette, pero sigamos adelante.
El 5 de julio de 1929 Vallejo se confía a Juan Larrea, el amigo entrañable con el que suele acudir a bares cabarets y maison closes
parisinos: “Me he separado de Georgette y ya no vivo allí sino en 32
rue Ste. Anne”. Veintitrés días más tarde, en fecha en que suele
festejarse en el Perú el día de la patria, le escribe a Abril de Vivero
una frase en la que, una vez más, la enfermedad aparece ligada a
cuestiones “mujeriles”: “Tras de que estoy enfermo, acabo de tener un
encuentro violento con Georgette, que me ha puesto en un estado
verdaderamente fuera de mí mismo”. Y unas líneas más abajo, arrepentido
al parecer por la violencia, escribe: “Estoy pulverizado”. Dos meses y
medio después, otra vez en tono confesional, le dice misterioso a Juan
Larrea que la mujer que ama “sigue siendo, ella objetivamente, un
problema terrible”. Y luego añade: “Sudo a chorros con ella. O me
salvo, salvándola, o me salvo sin ella”. Vallejo un tanto misógino y
siempre misterioso: las mujeres le hacen daño, tiene que huir de las
mujeres.
Pasan los años, 1930, 1931,
1932… Vallejo sigue pidiendo dinero prestado a un amigo y a otro
contrariado siempre “por mil dificultades económicas”. No obstante,
viaja por Europa. “Hoy parto para Berlín”, le escribe tanto a Abril de
Vivero como a Larrea y Domingo Córdoba, y luego envía cartas o tarjetas
postales, tanto de esa ciudad como de Leningrado, Moscú, Praga,
Budapest, Viena, Venecia, Roma, Niza, sin dejar de pensar, a veces, en
un regreso definitivo al Perú y, otras veces, en una visita breve, “sólo
por pocas semanas”. Va también, de nuevo, a España en abril de 1930, y
en carta desde Salamanca a Abril de Vivero, escribe: “Esto es
asqueroso”. París, la prisión a la que vuelve tras sus viajes, se le
hace también “cada vez más insoportable”, como le escribe a Juan
Domingo Córdoda el 10 de octubre de 1930. De regreso a España en enero
de 1932, le escribe a Juan Larrea desde la capital: “Madrid es
insoportable para vivir aquí”. Ya de regreso en París, el 15
de agosto de 1932, le cuenta al mismo amigo, con quien comparte sus
intimidades, que Georgette “recayó como era de temer y ha vuelto al
hospital. Esto debido a sus imprudencias”. ¿Cuáles son las imprudencias
de la señora Philippart?, ¿acaso los embarazos indeseados que
llevaron a abortos sucesivos? No hay que olvidar que, según ella, un
revolucionario (y Vallejo, para Georgette, tenía que ser un
revolucionario) no debía tener hijos. Leamos lo que ella escribe en sus Apuntes biográficos:
“César Vallejo, marxista-leninista, se negaba terminantemente a tener
hijos, por ser ellos, para todo militante revolucionario, las más
graves trabas, pues son trabas humanas, inculpables e indefensas”. En
febrero de 1933, en carta a Gerardo Diego, otro de los amigos que le ha
prestado dinero en diversas circunstancias, le informa que Georgette
está enferma “y acaban, al fin, de operarla. Hace tres meses que está
en cama”. Otra misteriosa enfermedad, otra operación, ¿otro aborto?
Vallejo muere el 15 de abril
de 1938. Un mes antes, exactamente, le escribió a Luis José de
Orbegoso: “Un terrible surmenage me tiene postrado en cama desde hace
un mes, y los médicos no saben aún cuanto tiempo seguiré así”.
Hambre, tristeza, hipo y hasta paludismo…
¿De qué murió Vallejo? No
soy el primero ni el último que se ha hecho esta pregunta. Su muerte un
tanto misteriosa forma parte de la leyenda del poeta y se ha
convertido incluso en tema de obras literarias recientes, como Monsieur Pain
de Roberto Bolaño. Se ha dicho de todo, sea en el registro realista,
sea en el metafórico. Que murió de tristeza. Que murió de Perú. Que
murió de hambre. Que murió de hipo. Que murió de España. Que murió
víctima de una enfermedad de los pulmones o del estómago o del corazón.
Tuberculosis o cáncer. Y la última verdad revelada sobre el tema es
que Vallejo murió de “un viejo paludismo, reactivado como consecuencia
de factores exteriores desfavorables actuando sobre un organismo
debilitado”, como escribe la señora Philippart en el texto ya varias
veces mencionado. Sin embargo, en la correspondencia del autor de Trilce
no hay ninguna referencia a dicha enfermedad y eso por una razón
sencilla: ¿dónde pudo Vallejo infectarse del paludismo? ¿Acaso en
Santiago de Chuco? ¿En Trujillo? ¿En Lima? ¿En París? ¿En Moscú? ¿En
Madrid? ¿Dónde? Seamos serios: el paludismo o la malaria es una
enfermedad de las regiones tropicales que se transmite sólo de dos
maneras: a través de la picadura de un insecto o de la madre embarazada
al feto que lleva en el vientre. Vallejo nunca estuvo en una de las
zonas tropicales del mundo en donde una hembra del mosquito anófeles le
hubiera podido transmitir el plasmodium de la malaria ni
nació con el paludismo en la sangre porque lo contagió su madre. Que el
doctor Lejard, que atendió a Vallejo en la clínica Arago en los
momentos finales de su vida, le haya prescrito quinina, sustancia que
se utilizaba para combatir el paludismo, no prueba nada sino la
absoluta ignorancia francesa en relación a los países latinoamericanos,
identificados todos con un exótico trópico que forma parte de un
imaginario que subsiste hasta nuestros días. Cuarenta años después de
la muerte de Vallejo, cualquier latinoamericano que acudía a un
hospital francés era casi automáticamente dirigido hacia el servicio de
enfermedades tropicales aunque viniera de las alturas andinas. Las
recetas del doctor Lejard no prueban nada aparte de su incompetencia.
“¡Nunca se hubiera visto
morir a un hombre que sólo está cansado!”, dice la señora Philippart
que exclamó el doctor Max Arias Schreiber al visitarlo a Vallejo en la
clínica y encontrarlo con fiebre y sin apetito. Y el propio poeta había
escrito poco antes: “Un terrible surmenage me tiene postrado en cama
desde hace un mes…”. ¿Pero se muere acaso de cansancio? ¿No era más
bien el cansancio una manifestación de la enfermedad crónica que estaba
matando al poeta? ¿Qué enfermedad? En vez de especulaciones vanas y
antojadizas propongo que se vea el caso médico de Vallejo sin
anteojeras, basándonos sólo en signos irrefutables. Y para ello su
correspondencia es sumamente útil, ya que, además de una “hemorragia
intestinal” y diversas manifestaciones del “abatimiento espiritual”,
Vallejo sólo menciona concretamente una enfermedad, la blenorragia o
gonorrea. Sobre ella dice, además, que no la trata debidamente y le
produce fiebres y cansancio. ¿Y qué explica la ciencia médica sobre la
gonorrea que no se cura con el debido cuidado? Pues que puede producir
meningitis (inflamación de las membranas que cubren el cerebro),
ceguera, pulmonía, enfermedades del corazón, hígado, riñones, próstata,
artritis, esterilidad, etcétera. O sea, algunas de las cosas de las
que sufrió Vallejo y que lo llevaron a la tumba.
¿Por qué el ocultamiento?
Por la sencilla razón de que, tras los pasos de Georgette Philippart,
se ha querido hacer de Vallejo un santo. Y un santo no muere a causa de
una enfermedad venérea, sino de algo como el paludismo que remite al
sacrificio de los misioneros en tierras de evangelización en el
trópico, sea éste africano, asiático o americano. A pesar de todo lo
que hemos leído en la correspondencia del poeta sobre sus problemas de
salud, la que fuera su compañera sentimental se permite escribir en sus Apuntes biográficos:
“En nueve años que estuve a su lado, ni una vez se enfermó Vallejo”.
La mentira habla por sí sola. ¿Pero por qué miente Georgette? Por
fervor ciego hacia Vallejo, porque desde que lo conoció en febrero de
1927 y lo arrancó de los brazos de Henriette Maisse, hizo de él el
objeto absoluto de su vida. Creo que ella no amó al Vallejo real, sino a
un Vallejo que se construyó en la imaginación, lo cual ocurre a menudo
en las relaciones erótico-afectivas. Al describir en los Apuntes
las circunstancias en que lo conoció, en la calle Montpensier, “a
media cuadra de la casa donde mi madre y yo vivimos”, la señora
Philippart escribe esta frase increíble que ilustra perfectamente lo
que digo: “Vallejo quitándose el sombrero me saluda y veo una gran
luminosidad blanco-azul alrededor de su cabeza”. En otras palabras, nos
está diciendo que el sombrero de Vallejo escondía la aureola de
santidad que emanaba de su cabeza. El amor es ciego, es loco, y por
amor se dicen muchas tonterías y mentiras. Eso es tan viejo como el
mundo.
Falsos amigos, impostores e inmorales
No hay prácticamente quien
se salve del odio de Georgette Philippart hacia todos los seres humanos
que frecuentaron al poeta o que, de una manera u otra, tuvieron que
ver con él. Una excepción que confirma la regla es Raúl Porras
Barrenechea, otra, Francisco Moncloa, ya que ambos se plegaron
amablemente a sus exigencias y caprichos. Probablemente el personaje más
detestado sea Juan Larrea, el escritor español, amigo íntimo de
Vallejo, a quienes le están destinadas 39 cartas de los 281 documentos
que contiene la Correspondencia completa. El “querido Juan” de
las cartas de Vallejo es calificado, entre otras cosas, de “impostor” y
es víctima de los peores ataques e insultos a lo largo de los Apuntes biográficos.
En verdad, lo que no le perdona la señora Philippart a Larrea es el
haber dado a conocer las cartas que pintan a un Vallejo humano y
contradicen la imagen celestial que ella construyó. Odia también, con
toda el alma, a quienes han mencionado lo que todo el mundo sabe cuando
se leen las cartas: Vallejo vivía de préstamos que por lo general
nunca devolvía. Y entre ellos, uno de los prestamistas desinteresados
es Gerardo Diego.
Yo era un adolescente cuando
concurrí a una conferencia que este señor, Gerardo Diego, ofrecía,
creo, en el Museo de Arte del Paseo Colón. Debo confesar que sobre él,
en ese entonces, no sabía gran cosa. Al leer Trilce me había dado con “Valle Vallejo”:
Albert Samain diría Vallejo dice
Gerardo Diego enmudecido dirá mañana
y por una sola vez Piedra de estupor
y madera dulce de establo querido amigo
hermano en la persecución gemela de los
sombreros desprendidos por la velocidad de los astros…
Y me había enterado después
que este amigo de Vallejo, una vez derrotada la República, había
colaborado con el régimen franquista. Así que, cuando fui a escuchar su
conferencia, lo hice más por curiosidad por Vallejo que por simpatía
hacia el conferenciante. Nacido en 1896, Gerardo Diego tendría entonces
poco menos de setenta años. Era un señor discreto, extremadamente
amable, que hablaba con voz pausada y sin cambios de tono. No recuerdo
detalles exactos de lo que dijo, sólo sé que rememoró su relación con
Vallejo, la vida de éste tanto en Francia como en España, y sus
constantes dificultades económicas. Y que al hacerlo evocó algunas
ayudas pecuniarias que él mismo le hizo. Nada había en sus palabras que
denigrara al autor de Trilce, ni ironía, ni burla ni
desprecio. Mostraba más bien un profundo respeto por el poeta que, pese
a dichas dificultades, había escrito algunas de las páginas más
importantes de las letras contemporáneas en castellano. No obstante, de
repente, sin que yo ni nadie, creo, se espera un tal exabrupto, una
mujer también de cierta edad se acercó a la mesa de Gerardo Diego y le
lanzó monedas a la cara mientras le gritaba que con eso le pagaba lo
que Vallejo le debía o algo así. Ella misma relata que años antes,
durante una conferencia en la Universidad de San Marcos, se acercó una
primera vez al poeta español, amigo de Vallejo, y al alcanzarle un
sobre con billetes dentro (que él no aceptó) le dijo: “Aquí tiene su
dinero”. Como puede apreciarse, la segunda vez el acto fue mucho más
violento. Me quedé frío: yo a los quince años (más o menos) había sido
testigo presencial de una de las tantas manifestaciones de los odios de
la señora Philippart. Odios que he vuelto a encontrar al leer los Apuntes biográficos que ella exigía que se publicaran acompañando las Obras completas de Vallejo.
Georgette a veces opta por
ignorar a ciertas personas y, por lo general, prefiere recurrir al
insulto. Ignora casi por completo a Alfonso Silva y a Pablo Abril de
Vivero, a pesar de la enorme importancia que ambos tuvieron en la vida
de Vallejo. E insulta a todos los demás amigos y conocidos o minimiza
la relación que tuvieron con él. Pese a las evidencias que contradicen
su afirmación, para ella la relación con Juan Larrea “no tuvo mayor
gravitación en la vida de Vallejo”. Este intelectual y otros, como Luis
Monguió, André Coyné y James Higgins, a los cuales menciona, son “loros
descerebrados”. Según la señora Philippart, “Vallejo no tenía amigos
apristas sino relaciones apristas”, aunque el poeta en una carta
califica a Haya de la Torre de “amigo” y cuenta que se ha emborrachado
con él en París. Tampoco se salvan de su furia los comunistas, ya que,
según ella, Gonzalo More no es sino “un amigo relativo de Vallejo” y un
ser “totalmente amoral por no decir inmoral”. En otro momento,
vinculando a More con el “impostor” Larrea, escribe: “Juanito Larrea y
Gonzalo More, igualmente reaccionarios, igualmente oportunistas e
igualmente inmorales en la circunstancia de la guerra civil de España”.
El odio no tiene fin y una
vez que empieza se alimenta con más odio. Y así, a Armando Bazán, otro
amigo de Vallejo, el odio le cae con particular virulencia: “Me parece
más cerca del enfermo que del hombre sano”, dice. Y añade luego: “Creo
comprender que Bazán sufre de impotencia sexual”. Casi nadie se salva
de la lengua viperina de Georgette Philippart, y Vallejo, allí en
Montparnasse, 12ª división - 4 ligne du Nord, número 7, se da
vueltas y más vueltas en su tumba y alimenta en el dolor su misoginia.
¿Ninguna de las personas que frecuentó Vallejo valía nada?, ¿todos eran
lo peor de lo peor? Difícil creerlo, ¿no?
Salida por la calle Moliére: mis días ordinarios
El 18 de mayo de 2008, con mi caligrafía infantil y desordenada anoté en un cuaderno rojo de Los días ordinarios:
“Me detengo ante el hotelito, rue Molière, donde viviste tres o cuatro
años. La Ópera ya estaba allí mismo, al lado, y más al lado todavía,
la Comédie française. Los señores en esmoquin y las damas
encopetadas ya lucían sus joyas y su cultura en espectáculos que les
estaban destinados, mientras tú soportabas el frío, la suciedad, las
fiebres de la gonorrea y a la insoportable Georgette. Soportabas y
escribías, sobre todo poesía, felizmente, porque sino te hubiéramos
olvidado como se olvida a los narradores mediocres y a los ensayistas y
cronistas poco lúcidos. Tú eras sobre todo poeta. Y a ti no te he
olvidado. No por la placa en la que figura tu nombre, en el hotelito de
la calle Molière, hacia la izquierda, sino precisamente por los poemas
que escribiste allí y en otras partes a pesar del frío, el hambre, las
borracheras, las enfermedades, las zorrillas y Georgette. ¿Fuiste
alguna vez a la Ópera o a la Comédie française a ver un
espectáculo? No recuerdo que haya indicios de ello en tus crónicas. Qué
triste la calle Molière el domingo (como hoy) al morir la tarde, qué
triste tu tristeza que me llega a través del tiempo y se me incrusta en
el pecho. Te confieso que no vine a tu barrio especialmente a
visitarte. Estuve antes con Sophie Calle (¿una zorrilla acaso?). No, no
la conociste, ella recién nació en 1953 y tú ya estabas muerto y
enterrado. Fui a la vieja Biblioteca Nacional, que ya estaba allí
cuando tú vivías en el barrio, para ver la carta de despedida de un ex
amante de Madame Calle y los ciento y no sé cuántos comentarios
especializados de sus diversos y variados invitados. Y al salir de
allí, divagando mientras erraba por las calles me di con la tuya, la
rue Molière, y me detuve frente al hotel en el que viviste. Y ahora por
fin, en Saint-Michel, te nombro: César Vallejo”.
Cierro mi cuaderno y repito contigo, mi Vallejo propio y mío: ¡Cúidate del leal ciento por ciento! ¡Cúidate de los que te aman! ¡Cúidate del futuro!
© José Rosas Ribeyro, 2009
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