José Ingenieros |
Por José Ingenieros.
Los países son expresiones geográficas y los Estados son formas de equilibrio político. Una patria es mucho más y es otra cosa: sincronismo de espíritus y de corazones, temple uniforme para el esfuerzo y homogénea disposición para el sacrificio, simultaneidad en la aspiración de la grandeza, en el pudor de la humillación y en el deseo de la gloria. Cuando falta esa comunidad de esperanzas, no hay patria, no puede haberla: hay que tener ensueños comunes, anhelar juntos grandes cosas y sentirse decididos a realizarlas, con la seguridad de que al marchar todos en pos de un ideal, ninguno se quedará en mitad del camino contando sus talegas. La patria está implícita en la solidaridad sentimental de una raza y no en la confabulación de los politiquistas que medran a su sombra.
No basta acumular riquezas para crear una patria: Cartago no lo fue. Era una empresa. Las áureas minas, las industrias afiebradas y las lluvias generosas hacen de cualquier país un rico emporio: se necesitan ideales de cultura para que en él haya una patria. Se rebaja el valor de este concepto cuando se lo aplica a países que carecen de unidad moral, más parecidos a factorías de logreros autóctonos o exóticos que a legiones de soñadores cuyo ideal parezca un arco tendido hacia un objetivo de dignificación común.
La patria tiene intermitencias: su unidad moral desaparece en ciertas épocas de rebajamiento, cuando se eclipsa todo afán de cultura y se enseñorean viles apetitos de mando y de enriquecimiento. Y el remedio contra esa crisis de chatura no está en el fetichismo del pasado, sino en la siembra del porvenir, concurriendo a crear un nuevo ambiente moral propicio a toda culminación de la virtud, del ingenio y del carácter.
Cuando no hay patria no puede haber sentimiento colectivo de la nacionalidad inconfundible con la mentira patriótica explotada en todos los países por los mercaderes y los militaristas. Sólo es posible en la medida que marca el ritmo unísono de los corazones para un noble perfeccionamiento y nunca para una innoble agresividad que hiera el mismo sentimiento de otras nacionalidades.
No hay manera más baja de amar a la patria que odiando a las patrias de los otros hombres, como si todas no fuesen igualmente dignas de engendrar en sus hijos iguales sentimientos. El patriotismo debe ser emulación colectiva para que la propia nación ascienda a las virtudes de que dan ejemplo otras mejores; nunca debe ser envidia colectiva que haga sufrir de la ajena superioridad y mueva a desear el alejamiento de los otros hasta el propio nivel. Cada Patria es un elemento de la Humanidad; el anhelo de la dignificación nacional debe ser un aspecto de nuestra fe en la dignificación humana. Asciende cada raza a su más alto nivel, como Patria, y por el esfuerzo de todos remontará el nivel de la especie, como Humanidad.
Mientras un país no es patria, sus habitantes no constituyen una nación. El celo de la nacionalidad sólo existe en los que se sienten acomunados para perseguir el mismo ideal. Por eso es más hondo y pujante en las mentes conspicuas; las naciones más homogéneas son las que cuentan hombres capaces de sentirlo y servirlo. La exigua capacidad de ideales impide a los espíritus bastos ver en el patrimonio un alto ideal: los tránsfugas de la moral, ajenos a la sociedad en que viven, no pueden concebirlo; los esclavos y los siervos tienen, apenas, un país natal. Sólo el hombre digno y libre puede tener una patria.
Puede tenerla; no la tiene siempre, pues tiempos hay en que sólo existe en la imaginación de pocos: uno, diez, acaso algún centenar de elegidos. Ella está entonces en ese punto ideal donde converge la aspiración de los mejores, de cuantos la sienten sin medrar de oficio a horcajadas de la política. En esos pocos está la nacionalidad y vibra en ellos; mantiénense ajenos a su afán los millones de habitantes que comen y lucran en el país.
El sentimiento enaltecedor nace en muchos soñadores jóvenes, pero permanece rudimentario o se distrae en la apetencia común; en pocos elegidos llega a ser dominante, anteponiéndose a pequeñas tentaciones de piara o de cofradía. Cuando los intereses venales se sobreponen al ideal de los espíritus cultos, que constituyen el alma de una nación, el sentimiento nacional degenera y se corrompe: la patria es explotada como una industria. Cuando se vive hartando groseros apetitos y nadie piensa que en el canto de un poeta o la reflexión de un filósofo puede estar una partícula de la gloria común, la nación se abisma. Los ciudadanos vuelven a la, condición de habitantes. La patria a la de país.
Eso ocurre periódicamente: como si la nación necesitara parpadear en su mirada hacia el porvenir. Todo se tuerce y abaja, desapareciendo la molicie individual en la común: diríase que en la culpa colectiva se esfuma la responsabilidad de cada uno. Cuando el conjunto se dobla, como en el harquinazo de un buque, parece, por relatividad, que ninguna cosa se doblará. Sólo el que se levanta y mira desde otro plano a los que navegan, advierte su descenso, como si frente a ellos fuese un punto inmóvil: un faro en la costa.
Cuando las miserias morales asolan a un país, culpa es de todos los que por falta de cultura y de ideal no han sabido amarlo como patria: de todos los que vivieron de ella sin trabajar para ella.
"El hombre mediocre" (José Ingenieros).
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