A los 50 años de la tragedia de Yungay.
Tiembla la tierra,el suelo se parte,
tiembla mi cuerpo,
mi alma se quiebra.
El aire se llena de pánico,
las tejas caen y gritan,
las paredes cambian de espacio y lloran,
el revoltijo manda, domina la tragedia.
Ya no tiembla la tierra…
Pero, el Huascarán no espera,
se disgusta, ruge, se abre,
ordena: “¡Cornisa, afuera!”,
ella se desplaza, con daga mortal.
Andanada de rocas gigantes,
saltan, se elevan, bajan,
ruedan, se quiebran,
dispersan azotes por doquier.
Paquetes enormes de hielo
chocan, multiplican sus impactos,
sus horrendos picadillos hieren el suelo,
dibujan zanjas con fuerza letal.
El barro, ¡ah!, el maldito barro,
entrevera todo, engulle y acelera,
con propia fuerza, con ajeno poder,
precipita el terror, conduce la muerte.
Yungay está en trance de alivio,
lágrimas y risas vuelan, no se sabe qué;
parece que se apacigua la tierra,
parece que se acuesta, ¿viene el tiempo del letargo?
En eso, a tres minutos, las retinas se detienen,
súbitamente: la mente se obnubila, se pierde;
los cuerpos ya no tienen tiempo de temblar,
los abrazos están lejanos, no tienen tiempo de ser.
Un furibundo mazazo cubre cielo y tierra,
los gritos se ocultan, la risa queda petrificada,
el último suspiro de la muerte
acompaña el ataúd de veinte y cinco mil personas.
Un gran crujido se aleja en cielo turbado,
luego, el silencio se adueña del aire,
en solemne homenaje a los caídos
y en reproche a la insolente argamasa.
Pero, el Huascarán no espera,
se disgusta, ruge, se abre,
ordena: “¡Cornisa, afuera!”,
ella se desplaza, con daga mortal.
Andanada de rocas gigantes,
saltan, se elevan, bajan,
ruedan, se quiebran,
dispersan azotes por doquier.
Paquetes enormes de hielo
chocan, multiplican sus impactos,
sus horrendos picadillos hieren el suelo,
dibujan zanjas con fuerza letal.
El barro, ¡ah!, el maldito barro,
entrevera todo, engulle y acelera,
con propia fuerza, con ajeno poder,
precipita el terror, conduce la muerte.
Yungay está en trance de alivio,
lágrimas y risas vuelan, no se sabe qué;
parece que se apacigua la tierra,
parece que se acuesta, ¿viene el tiempo del letargo?
En eso, a tres minutos, las retinas se detienen,
súbitamente: la mente se obnubila, se pierde;
los cuerpos ya no tienen tiempo de temblar,
los abrazos están lejanos, no tienen tiempo de ser.
Un furibundo mazazo cubre cielo y tierra,
los gritos se ocultan, la risa queda petrificada,
el último suspiro de la muerte
acompaña el ataúd de veinte y cinco mil personas.
Un gran crujido se aleja en cielo turbado,
luego, el silencio se adueña del aire,
en solemne homenaje a los caídos
y en reproche a la insolente argamasa.
Pocos, los del circo y del cementerio,
atan la desesperación en sus entrañas,
no ven nada y nadie los ve a ellos,
la vida casi se les va, están muertos en vida.
Tres palmeras decoran el colosal ataúd,
miles de personas llevan luto en el alma,
ayer no más fue, cincuenta años han pasado,
pero la tragedia hiere, duele más que nunca.
¡Tiembla mi cuerpo,
mi alma se quiebra!
Lima, mayo de 2020
atan la desesperación en sus entrañas,
no ven nada y nadie los ve a ellos,
la vida casi se les va, están muertos en vida.
Tres palmeras decoran el colosal ataúd,
miles de personas llevan luto en el alma,
ayer no más fue, cincuenta años han pasado,
pero la tragedia hiere, duele más que nunca.
¡Tiembla mi cuerpo,
mi alma se quiebra!
Lima, mayo de 2020
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