Siempre, no siempre.

Foto R.C.G.

Por Roberto Cordova García

Y en tanto pueda amarte, lo haré, siempre sin defectos, siempre sin rodeos; he de cumplir sin quejarme, he de morir sin quererte.

Eres toda mujer de emoción como tu corazón, tan cercano a tu aliento abrazando mi alma, hoy que vuelves a nacer otra vez en mi existencia, mi amor de forma inconsciente no sesgará pensamientos, solo deseos que partirán tu alma, mi santa, mi celebrada vida.

Anhelo aquel tiempo guardado en mis recuerdos, jamás perdido, jamás deforme, en aquellos horizontes del sur, cuyo soleado momento siempre reconocerás, en este lugar de piedras tersas y de tibias brisas que siempre acariciaron tus formas.

Siento aquel susurro, cuando decía que te amaba, cuando dudaba en casi nada, cuando intuía tu inocencia de flor virgen encantada, y siendo nosotros los dueños de ese encuentro cuando buscaba oro en tu alma, ni siquiera el tiempo ingrato me negó encontrarla.

Apretaría tu corazón, ese en el que todo cabe, mi razón, mis locas normas, mis descubrimientos de colores, mis veranos serenos, mis alegres infiernos, ese cuya novedad de alejada pubertad se muestra con plasmada inocencia sobre mis momentos.

Pleno recuerdo de mi tiempo encarnado, en cuyo punto de fisura descansa tu nombre, aquel bautizo con olor de emoción, con sensación de canción, melodiosa como tus frescos cabellos, como tu rostro, y tus lágrimas alegres, siempre sobre el mar, ese pacífico, que siempre amaremos.