Por Jener Roa
Mi vida, tu poema.
Y a mí nunca me escribiste un poema.
Tus palabras cayeron en mi interior
como la madera cae al fuego
y alimenta las lenguas de una pena
y martilla con astillas el dolor.
Vivíamos en un sueño.
Una pesadilla de aquellas que no
terminan
aunque uno se ahogue o se despierte.
Pesadilla de lágrimas ardientes,
de color salado por tus aguas marinas
y endulzada por tus deliciosas
vertientes.
Pesadilla que uno desea que acabe
pero que extraña sus olores
cuando ebrio se conduce a ultramar.
Pesadilla que es uno mismo
amándose y odiándose,
matándose y reviviéndose
solo para seguir sintiendo
el ardor de un sueño perdido
en el ancho caos de la tormenta.
Tormentoso recuerdo aquél
que se me viene a la memoria
en los sueños más profundos
o en los retratos más eróticos
en los que me reclamas a cada
instante.
Instantes de pesadillas, de gustos y
de placeres,
de besos abrazadores y caricias
infinitas,
de salvajadas deslumbrantes y dolores
constringentes,
de amar al amor y negar la vida
como el mayor delito castrante
que deja siempre abierta mi herida.
Instantes de amor que cayeron en
julio,
aquel día que me abrazaste
y me dejaste desfallecer
para perderte para siempre,
y jamás volver.
Es cierto, jamás te escribí un poema,
porque todas mis alegrías y penas,
mis traviesos cariños de primavera,
mi alma concentrada y mi vida entera
eran poesía inédita únicamente para
ti.
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