Daniel Baruc Espinal Rivera |
Por Daniel Baruc
Daniel Baruc Espinal Rivera es un excelso poeta y religioso nacido en República Dominicana.
(A la memoria de Julio Espinal Jiménez).
I
Mi padre no fue un arameo errante, ni durmió bajo lunas de cristal en la asfixiante luz de las arenas.
No estuvo en el acto fundacional de la primera piedra que sepultaron como semilla túrgida para que de ella nacieran las pirámides de Keops, Kefrén y Micerino.
No se bañó en el Nilo con Cleopatra, ni estuvo en el sitio de Troya, ni con las hordas de Atila asoló los estremecidos territorios donde ya jamás volvió a crecer la hierba.
Tampoco vio el sol de medianoche en las regiones antárticas, ni apacentó rebaños en las praderas de altura de las Montañas Rocallosas, ni se embriagó de verde y de frescura en los ríos y canales de Bangkok, o en los trigales de Kansas no hizo el amor con una muchacha tibia de pelo ensortijado y oloroso a lavanda que gustaba olvidar sus depresiones teniendo cada noche un hombre entre las piernas.
II
Mi padre no fue un arameo errante, ni tampoco fue un inca, y por eso nunca rezó de hinojos ante una soberbia siembra de maíz al dios Sol o Inti que lo fecunda todo; y nunca conoció el gran templo inmemorial de la ciudad de Cuzco.
Mi padre no fue un azteca y por eso no estuvo en Tenochtitlan cuando el hombre con barba, y cuatro patas, y una cola, el que venía del mar, rasgó la piel del mundo y profanó a los dioses; nunca abrió el pecho de otro hombre buscando su corazón aún palpitante para ofrecerlo a la voracidad sagrada del gran dios “Huitzilopochtli”.
Ni bajó a lo profundo de las minas donde se suicidaban los subyugados indios del nuevo mundo ganado con la cruz y con la espada; ni en los molinos o en los ingenios de azúcar adoró a ningún ser venido desde el África en el corazón doliente de los que fueron arrebatados de su tierra, sus ríos y su dicha.
III
Mi padre no fue un arameo errante.
Mi padre fue un obrero.
Un obrero antillano, simplemente.
Un obrero con luz en sus pupilas y mares que le corrían por las venas con la misma alegría de la lluvia temprana mojando las colinas; un obrero de bronce, y nada menos, que un hombre de acero y resolana, fuerte como los cedros y los toros del sur que mugen mientras pastan con estrellas y cardos.
Él conoció muy bien los tambores terribles de la fiebre, el cantar de la ausencia y las saetas del huracán sobre el parcelamiento infinito de las islas.
IV
Y a esta altura precisa del poema tengo que repetir, por enésima vez, que mi padre no fue un arameo errante, no fue un visir, ni fue un maquinista de una locomotora de vapor, ni un alfarero, ni un productor de cine, ni el dueño de un hotel de cinco estrellas; no surcó los cielos y puso un pie en la luna, ni firmó ningún tratado de fin de hostilidades, ni escribió una novela que se volvió Best-seller, pero nunca faltó en mi casa pan o leña para quemar inviernos, y siempre su palabra estuvo a ras de todos como un inmenso árbol cargado de manzanas.
V
Mi padre no fue un arameo errante.
Tampoco vio el fragor paradigmático de la toma feliz de la Bastilla, ni las cabezas que fueron al patíbulo a ser cortadas por la guillotina, ni coqueteó con la mujer de Urías, ni conoció a Natán, el gran profeta, ni junto con Moisés cruzó el Mar Rojo, ni levantó en vilo la serpiente, ni estuvo con Borges cuando escribía «El aleph» o con Dido, cuando se suicidaba por el amor de Eneas; ni siquiera oyó hablar largo de Cervantes y jamás estuvo de acuerdo con la agonía de Sísifo y la espada terrible de Damocles; con Edipo lloró, por su destino, y acompañó a Ulises hasta Ítaca; a Neruda lo amó en Isla Negra en su casa llena de caracoles y de libros, y a Hemingway en Cuba, antes de abandonarnos para siempre; un día le hablé (seguro que lo hice) de Cabrera Infante y sus “Tres tristes tigres”, pero él se conmovió recordando a Aureliano Buendía amarrado al castaño del olvido y la muerte, y a otro que llegó a Comala en busca de su padre: un tal Pedro Páramo…
VI
Mi padre no fue un arameo errante, tampoco fue un cosmos, un hijo de Manhattan como Walt Whitman; no mereció medallas del congreso, ni tuvo calles con su propio nombre, pero fue lo mejor que pudo darme el cielo, pues tuvo un corazón dulce y tan grande como un árbol cargado de manzanas.
Mi padre fue un obrero, un obrero apegado a su viejo testamento de sueños y amor, amor de antepasados…
No hay comentarios:
Publicar un comentario