Por Daniel Baruc Espinal
resina elemental, ámbar de luz,
si las horas, coquetas, la acompañan
-dulcemente, paulatinas, juguetonas-
como galgos que corren por un prado.
Y más allá del umbral de los crepúsculos
es divina gaviota, ave de mar
que canta, remontando las mareas
del húmedo deseo,
entre archipiélagos de sal.
Su cuerpo es cristalino monumento
de la tenue pesadilla
de algún dios
que quizás deseó, estando ebrio,
reunir en una misma arcilla,
en un mismo barro,
los pecados primeros
y los más tiernos deleites de la tierra.
Posee montañas altas y sinuosas
su brillante territorio,
curvas, que conducen hacia hondos
precipicios de penumbras,
y sobre el pubis,
que es un bosque
de exquisitas gardenias con neblina,
tiene señales ciertas como las del infierno:
quien entre aquí, que abandone la esperanza.
En su inocencia de manzana roja,
en sus espumas blancas con abismos,
la mujer es la estrella polar
en las mañanas
y es también el lucero vespertino
que a las noches justifica
su valladar de sombras y guijarros.
Tiene la impronta de las maravillas.
Su dulce efigie es como una copiosa
llovizna que humedece los rincones
del alma, en tardes mustias
cuando el otoño, tántrico, señala
con la punta de un dedo hacia al invierno.
La mujer es la tierra y es el cielo,
es el alfa y la omega,
son las nubes que pasan y es su lluvia,
es la hierba del campo, y la montaña
que señala, en la bruma, el desnivel
de la tierra que aúpa, con el cántico
de las aves que huyen de la noche,
los misterios de coral y de sargazos
con que el mar pretende estrangularla.
La mujer es el río que lleva flores
entre sus aguas mansas, cristalinas,
pero es también
el océano y sus tormentas,
el abordaje vil, el hundimiento,
y la playa desierta y los relámpagos,
y el fuego, el desatado fuego
que palpita dentro del horno ardiente,
y siempre es el metal de las espadas,
y de los puñales,
metal que es dúctil en las manos del fuego,
en sus jadeos de isla.
La mujer es un árbol,
una rosa de nieve, un camafeo,
es una enredadera
con flores diminutas sobre un muro,
y en su devenir, es transparencia,
y la clorofila del amor llena sus cauces.
Ella conoce de lágrimas y besos,
de noches infinitas sin estrellas,
de nidos donde caben los amantes,
de palabras de plata en madrugadas frías,
de fidelidad hacia el paisaje
de la casa paterna, y sabe todo,
todo lo que es preciso saber
sobre las cartas náuticas.
A su lado, entre sus brazos tibios,
respirando su aroma de albahaca,
de hojitas de menta y clavo dulce,
y sintiendo a estribor su corazón,
no existen,
no son posibles, los naufragios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario