Estuve en Vietnam el último año de la guerra.
Era el albor de mi juventud y había ido a los Estados Unidos en busca del “sueño americano”, como su mismo nombre lo dice, es solo un sueño, cuando despiertas ya estás jodido.
Motivado por el rimbombante nombre que le dan a los infantes de la Armada y por una decepción amorosa que tuve en mi país, me enlisté una fría mañana de invierno. En esa edad, el frío es solo una cerveza helada que se toma en un bar cualquiera.
Con el primer entrenamiento, me arrepentí de haber cometido este gran error. No sé de donde mi cuerpo había sacado tanta fortaleza para resistir aquellas pruebas que deberían ser para los más feroces asesinos. Cuando entramos al manejo de armas, como que me inyecté de emoción para seguir en el servicio, me sentía un “Rambo” de provincia. Fue emocionante, ya era un “marine”. Hice algunos amigos.
Todo iba bacán, hasta que llegó un tipo uniformado impecablemente y lleno de pitas en los hombros y medallas en el pecho. Su voz estremeció hasta al mar, a mí me temblaron las mandíbulas cuando dijo: “¡Atención! Ya están listos para servir a su patria, hoy mismo saldrán para Vietnam”. Cerré los ojos y me encomendé a Dios. Sabía lo que pasaba en esa absurda guerra, lo había leído en los diarios. Mi memoria vagó por un mundo lleno de recuerdos, la primera farra, el primer amor y la primera decepción.
Cuando volví a la realidad, ya estaba en un lugar que era sucursal del infierno. Nos dividieron en grupos de ocho soldados, comandados por un recio teniente. Nos dio todas las pautas necesarias, debíamos ir a tomar una aldea de Nom Phen, donde se encontraba camuflada una tropa de militares comunistas.
A mitad de camino, hicimos un descanso bajo el sofocante calor de aquel maldito bosque sin fin. Me puse a observar al grupo y nos fuimos presentando, ninguno de los amigos que hice estaba allí. Luego empezaron ligeras conversaciones. Uno se quejaba que había discutido con su esposa un día antes, otro decía que perdió a su mujer porque le adornó la frente con dos hermosos cuernos. Más allá alguien agregó que le hizo prueba de ADN a su hijo y no era de él. Yo no dije nada de mí, porque seguramente íbamos a llorar y exclamé:¡de aquí ya no salimos, si no nos matan las balas, nos matan las penas!
Sigilosamente avanzamos unos doscientos metros. El enemigo nos estaba esperando, comenzó el tiroteo. Lo que se ve en las películas no es ni el veinte por ciento de lo que se vive en una guerra. El sonido de los proyectiles, granadas y los gritos de los que caen, retumban hasta las puertas del “jato” de Satanás.
Empecé a disparar como loco, no sé a cuantos maté o quizá más cayeron serpientes, que vietnamitas. Luego solo recuerdo que sentí un golpe y un ardor insoportable en el lado izquierdo del tórax, muy cerca de la clavícula. Al ver como brotaba la sangre, sentí ganas de vomitar y desvanecerme. Oí que un compañero pedía ayuda para mí. Caí en la nada.
Al abrir los ojos, estaba postrado en la cama de un improvisado hospital de guerra. Habían extraído la bala y estaba conectado a una botella de suero. Llegó el momento de llorar. Lo que vi, me caló en lo profundo del alma. Marines muertos, sin brazos, sin piernas. Sangre por doquier. Me pregunté si esto era el costo para “defender a una patria”, ¿cuál patria?.
EDGAR WILDE - D. R. - JULIO-2022
(Edgar Pejerrey Vásquez)
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