Por Gloria Acosta
Él me subía en una banqueta alta, ¡qué chica era yo!, y mis manos aprendieron de las suyas a desflorar la piña parida para que no se ahongara el bago.
“Préstame ese cuchillo bien amolado papá”. Y él cortaba el aire con el filo silbante echando a volar el hilillo de la hoja. “ Aún eres muy niña”, y me sentaba en el borde de la poceta para verlo deshijar o arrancar la abuela para que el hijo medrara.
“¿ Por qué esa y no otra papá?” Y me lo explicaba y yo no lo entendía, pero le miraba hacer. Luego estaban los días de riego, cuando abría las compuertas y el agua reía por la tarjea y se desparramaba entera por los canteros.
Los días tristes los traía la pica. “Este mes la cosa está fea”.
Y así crecí vestida de olor a platanera . Ropa de sabia negra en la pileta. Así aprendí del sudor de su cuerpo, quebrado el hombro que aguantó la piña, que nada viene regalado, que el valor, el honor y el agradecimiento bailan en el filo de una guataca.
Aprendí que solo se aprende de quien enseñó con el ejemplo.
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