Julio Rolando Villanueva Sotomayor |
Con sumo agrado publico esta excelsa entrega del poeta ancashino Julio R. Villanueva a quien felicito por las bondades de su registro literario. Julio tiene una mágica manera de hacernos vivir y vividamente compartir la vida inmersa en su creación literaria. Estoy seguro que seguiré leyendo los versos de este gran vate peruano que es el actual presidente de la Asociación de Escritores Ancashinos. A.E.A.
Felicitaciones.
Jorge Aliaga Cacho.
Por Julio R. Villanueva Sotomayor
I
En un recreo de tantos,
bajo la sombra de un añoso sauce,
estaba desvistiendo un caramelo
y escuché una voz amiga:
- Te cambio por mi fiambre…
- ¿Fiambre…?
Desenvolvió un poncho negro
y apareció un atado con tocuyo.
- ¡Aquí está…!
Tendió su manto en el suelo,
quitó el envoltorio de raída tela
y el travieso aire se contagió de unos deliciosos olores
de queso, carne y papa sin pelar…
- Hummm… ¡Ya!
Le di mis caramelos y comí un poco de lo suyo.
La amistad con él fue la delicia de los otros días.
II
- ¿Ya está su fiambre?
- Yo quiero cuye, cancha y papas sancochadas…
- ¡Sí hijito! Cerca de Sicuana lo comes…
- ¡Ya mamita!
Eran las ocho de la mañana en Colcabamba.
Puse un pie en el estribo
y, antes de elevar el otro, toqué mi alforja
y, con el bulto, una sonrisa apareció en mi rostro.
Era mi primer viaje, solo, de ida y vuelta,
con mil y una recomendaciones;
para demostrar mi hechura de hombre.
El caballito tenía que subir y subir,
de yunga a puna, por camino de herradura
de interminables arabescos y curvones sin fin;
con mirada humana que terminaba pronto
y, luego, el ichu rumoroso era la única compañía.
Llegar a la cumbre de Sicuana
era un regalo de Dios, alivio para el alma.
El graznido de patitos, su rumboso vuelo
entre totorillas y otros yerbajos
eran adornos de Santa Lucía, una laguna encantada,
espejo del cielo lleno de azules y blancos,
agua cristalina para saciar la sed
de dos viajeros que despojaron su cansancio.
Rocas macizas, grises, con piel de caimanes,
por líquenes y algas que no querían dejarlas,
amurallaban el contorno de la laguna.
- ¡Ahí! -me dije-, en esa roca plana.
Dejé libre al caballo para que ramoneé,
acomodé la pelloneta, metí la mano a la alforja
y con avidez tendí mi fiambre.
Santa Lucía se tiñó también con mi imagen.
La cancha en mis dientes y el viento de mediodía
se acoplaron en sonido de rápido diapasón.
Los huesillos del cuy se perdieron por la hojarasca
y la cáscara de papas fue devorada ávidamente
por dos amistosos polluelos,
mientras cundía la felicidad en todo mi ser.
Extendí mis piernas, di cara al cielo
y soñé que estaba en el paraíso.
¡Por mí, por mí y solo por mí!
me hubiera eternizado en ese lugar,
me sentía dios, rey, amo del universo,
dueño de esa maravilla,
con sabor a fiambre,
en el punto final de la total libertad.
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