Jorge Aliaga Cacho ha escrito "La Casa de la Magdalena" (1977), una historia de la casa de Simón Bolívar en el Perú; "Essays of Resistance" (1991), tres ensayos sobre América Latina, "Terrorism in Peru" (1995), un relato de la guerra entre el gobierno del Perú y Sendero Luminoso. Ha traducido el ensayo "El destino de Norte América", de José Carlos Mariátegui, al inglés: The destiny of North America. Publicó la novela "Secreto de desamor" (2007), el libro de cuentos "Mufida, la angolesa" (2011). Su obra ha sido incluida en varias antologías en el Perú y el extranjero.
KLM, VUELO 236
Por Jorge Aliaga Cacho
Al llegar al aeropuerto escucharon por el auto parlante: 'KLM, anuncia la salida de su vuelo 236, con destino a la ciudad de Londres, pasajeros dirigirse a la puerta de embarque número dos'. Estaban felices. Paseaban por los corredores del 'Jorge Chávez'. Qué importante era, para él, viajar a esa ciudad que conocía, tan sólo, a través de los documentales de Pepe Ludmir. Las imágenes de Shakespeare, Churchill, y Los Beatles, relampagueaban en su mente. Qué bello era para Flavio la alegría de saber que ella le correspondía. Había pasado horas esperando el vuelo en aquel aeropuerto limeño. Ella era dulce y vital. ¡Tanta bondad en su mirada! ¡Tanta seguridad en su paso! Una beldad encapsulada en un alma pura. Vestía un atuendo de algodón blanco, a la usanza de las nativas ecuatorianas, con bordados de flores. Ella misma era una flor, quiso decirle. La tomó de la mano. La atrajo hacía sí, abrazándole la cintura, para besarla. Flavio lucía enfermo, esquelético. Bzyana era más bien espejo de salud. Flavio pensó que seguramente en ella no influyó, como lo fue en él, el desgaste infligido por la pobreza, la represión y el hambre que azotaba el Perú del 81. Tanto habían esperado la salida de ese vuelo que en su entusiasmo estuvieron a punto de perderlo. No habían escuchado la última llamada del vuelo. Dos terramozas los interceptaron en una sala de espera y los llevaron, corriendo, hasta la escalinata del avión que ya se aprestaba a partir. Flavio subió con sus botines desgastados y su chaqueta verde olivo. Bzyana sonreía. Flavio con el alma en suspenso llegó hasta la escotilla de la nave. Le parecía irreal. No lo creía. Y no lo creería hasta no cruzar la barrera, tan frágil y tan cruel, que impone migraciones. Sus 49 kilos de huesos, y algo de carne, se sumergieron en el asiento. Las azafatas, mujeres de belleza indiscutible, explicaban las acciones de salvataje e inmediatamente después se disponían a ofrecer refrescos. Flavio guardaba las bolsitas de pimienta, de sal, las servilletitas. Pensaba que podría obsequiarlas como souvenirs. Podría usarlas también como evidencia del hecho mismo: su viaje a Londres, al Parliament House, a Liverpool, a la Escocia de Sir Walter Scott, Robert Burns y de Lulu.
Primero vendría la escala de rigor en Bogotá. Allí, los pasajeros, podrían descender para, estirar las piernas o, saborear el café colombiano. Flavio no vestía ropa elegante. Su indumentaria no le daba un razonable look. Ni siquiera parecía turista pobre. Su cabello lucía grasiento. Sus botines lucían gastados, en demasía, por la vida. Y se podría asegurar que sus calcetines rememoraban coladeras. Al descender de la nave, vinieron a su encuentro, por el corredor, una comitiva de soldados sudorosos que parecían sufrir el frotamiento de las camisas almidonadas sobre sus golletes empapados en sudor. Un soldado chato y fornido empujó a Flavio contra la pared y le propinó un puntapié en su botín derecho que casi se desintegra con el impacto de la punta de acero del zapato militar. Le dejaron adolorido y con sus piernas abiertas. Quiso huir traspasando la pared que olía su naríz. Se acordó de las patadas que le propinaron los Sinchis por el solo hecho de salir a demostrar, en forma pacífica, su apoyo al General Velasco. Levantó las sudorosas manos. Le efectuaron una requisa, un tanto descortés, se diría, al juzgar por el dolor que le venía del tobillo, las ariscas caras de los uniformados y el tamaño de los cañones que sentía hundírseles en la espalda.
-¿Qué llevas en ese paquete, cabrón? – le interrogaron los soldados.
- ¡Abre las piernas! ¡Carajo!
- ¡Arriba las manos! ¡Huevón!
Esto último lo confundió más, porque pensó que sus piernas más abiertas no podrían estar; además sus brazos ya le empezaban a doler de tanto tener las manos levantadas.
Asustado de perder su avión, Flavio, se daba cuenta que los modales de la policía de ese país, era igual a la que operaba en su patria. Abusiva se dijo, al tiempo que le venía un acceso de tos que lanzó un escupitajo de sangre en la pared del aeropuerto colombiano, El Dorado.
Bzyana había quedado aturdida ante aquel atropello a la razón y atinó a nada. Sintió miedo, nervios, confusión. Sus ojos azul plomos veían algo que no entendían. Se decía que algún malentendido habría ocurrido. Luego, su mente anglosajona se compuso y salió de la duda firmemente para decir:
- ¡Stop it! ¡Stop it! –por un momento Flavio pensó que llamaba a un ómnibus.
¡Abre el paquete, mierda! - le ordenó la soldadesca.
En su maletín, Flavio, llevaba envueltas en un ejemplar de " El diario de Marka", dos botellas de pisco. Los soldados al desenvolverlas descubrieron el líquido cristalino.
¿Y esto? – le preguntó el Chato que le apuntalaba la metralleta con gran diligencia.
Flavio, lo miró y dijo:
-¡Pisco!-pronunció la palabra como preámbulo de absolución.
-¡Pisco!- dijo nuevamente.
-¡Pisco! se dijo mirando "El caballo rojo", suplemento del periódico.
-¿Pisco?-repreguntaron los gendarmes sumidos en la ignorancia.
-¡Sí! Pisco de uva. – dijo Flavio
-¡Pisco de Ica! ¡Pisco peruano!- continuó Flavio con una luz de esperanza en la
mirada.
Los soldados se relajaron un poco y se secaron el sudor con un papel verde, extraído de un rollo, que yacía en la mesa de requisa y lo reponían arrugados sobre la misma mesa, a falta de tachos.
Bzyana ya salía de la confusión y tomó la mano de Flavio. Se dirigieron a buscar ese café que servirían en algún lugar de El Dorado. Se sentaron en una mesita para dos. Flavio presintió que algo peor iba a ocurrir con la policía de inmigración en Londres. No dijo nada. No quiso preocuparla. Pensó que esas cosas solamente le pasan a los latinoamericanos. Se acordó de un poema de Roque Daltón que versaba algo así como: “Esos huevones que lloran y se emocionan cantando borrachos las estrofas del himno nacional”. Qué huevones somos, se dijo. Seguidamente se le removió la caca en el estómago, cuando pensó en la corrupción del Perú, y le vino nauseas. Había visto madres, madres destempladas haciendo la cola con niños hambrientos, sedientos. Larguísimas colas que les permitan renovar sus pasaportes para largarse de su país tan pronto como sea posible. En las colas vivían solo un sueño, un sueño sofocante, que se confundía con la realidad, hecha pesadilla, que vivían en ese edificio del barrio de Breña, que parecía un horno para merengues. Las colas llegaban hasta la calle. La gente no usaba ni gorras, ni gafas, ni sombrillas. Lucían sus pieles curtidas, más que por el calor limeño, por la historia de la patria. Pero, ¡qué calor limeño del carajo! había en ese nido de ratas corruptas. Flavio deseó que Dios ordene subir la temperatura para quemar a toda esa calaña que actúa con impunidad abusando de la pobre gente.
Sucedía que Flavio debía de obtener su pasaporte ese mismo día, de lo contrario perdería su vuelo, y lo que es peor, su billete aéreo. En la puerta esperaban los tramitadores. Esa cola se dijo, viendo a la marabunta, no la terminaría ni en una semana. Pensó amargadamente en la corrupción pero cedió, claudicó. Se tiró un pedo, se sonó los mocos y se rascó el culo. Varios serían los enganches de la corruptela en las oficinas de inmigraciones, pensó. Llamó con la mano a un hombrecillo medio jorobado que ofrecía acelerar los trámites. Agitando su brazo llamaba a los clientes. Tenía un lapicero en la mano. Parecía morirse de calor, su piel se mostraba sudorosa. El canesú de su camisa blanca lo llevaba mojado dada la acción de sus sudoríparas. El chaparro llevaba un folder lleno de formularios en blanco listos para ser llenados. Una mujer, anteriormente, le había ofrecido los mismos servicios. Mostraba sus tetas, como en bandeja. La tela del material de la blusa solo le llegaba a cubrir la mitad de los grandes pezones. Pensó que las tetas le podrían hacer perder la concentración que debería mantener en el trámite burocrático, y hasta quizás, hacerle perder el control de la cordura. Prefirió, por ello, llamar al hombrecillo. El chato vestía prendas que definitivamente no eran a su medida. Las tallas no concordaban con su cuerpo en ninguna de sus partes. Mejor dicho, las prendas, definitivamente, no eran su propio aliño. Flavio, al verificar lo zarrapastroso de su look, pensó que, a lo mejor, había sido un error no preferir a la dama de las tetas para que abogue su diligencia. Sin embargo, ya no había nada que hacer, el hombrecillo se le acercaba con gran ímpetu hablándole algo ininteligible que venía acompañado de babas bravas que corrían fieramente por su mentón. Era, así lo estaba viendo, un gago.
- Aujujuju jujujujuju -dijo el enano haciendo ademanes de malabarista.
- ¿Qué?- pregunta Flavio algo sorprendido al escuchar al hombrecillo.
- Aujujuju jijujujuju -le respondió el enteco.
Flavio pensó que había escuchado la misma cojudez dos veces.
Flavio, se preguntó, y qué chucha quiere decir aujujuju jijujujuju.
Flavio, entonces, reconoció la diferencia en las elocuciones. La primera terminaba con jujujujuju y la segunda con jijujujuju. Definitivamente, había el sonido de una letra que las diferenciaba. Pero, inmediatamente, se dijo: ¿y eso? qué chucha me importa a mí.
Flavio, estuvo a punto de darle un rezongón al nano, mejor dicho una carajeada, en eso estaba, cuando se le presentó de improviso, un terno azul que había estado refrescándose en la bodega de donde, hace unos minutos, había salido el ñaju. El frescor del terno azul, era evidente, al juzgar por el colorante que todavía humedecía sus labios
-Él chato trabaja para mí.-dijo
Y añadió:
-Si usted desea un trámite rápido, el chato le llenará los papeles y los subirá a mí
despacho para sellárselos. Le costará cien luquitas, dijo.
El terno azul miraba esquivo y traía aires de pendejo. Todos estos recuerdos se le arremolinaron en la mente en el lapso de un minuto, allí en El Dorado.
En el aeropuerto colombiano, los policías lo miraban como si fuese un criminal, un mojón seco. Zafiedad pura. No recibió saludo alguno. Ninguna bienvenida. Ningún pase adelante. Pensó: éstos son unos hijos de La Malinche.
De haber sido gringo me habrían mirado, por lo menos, sin tosquedad. Pocos se salvan de ésta conducta malinchista, se dijo. La mayoría de estos dictadorcillos de mierda, pensó, necesitan que les metan palo cuando no respeten La Constitución de la República. Porque al pueblo se le respeta, carajo, se dijo. Como es posible, que por ser cholitos se nos mire como terrucos, como burros del narcotráfico. Hasta cuando seremos tan huevones, oiga usted, volvió a preguntarse y se acordó de sus cantos escolares dedicados a la bandera, a la amistad, a la buena vecindad. Se acordó del Contigo Perú, del Somos libres y se volvió a tirar un pedo.
-Palo Carajo -gritó Flavio dentro del tórax, expulsando las sustancias nocivas de su organismo.
Recordó a los agentes de inmigración, con ínfulas de generales de división, que no se daban cuenta que con su conducta, al tomar y sellar los pasaportes, los dejaban con olor a mierda, que es el olor de la corrupción. Recordó que La niña mala, de Vargas Llosa, se hacía pasar por chilena primero, por mexicana después. De cualquier parte quieren ser muchos, se dijo, menos del país que los viera nacer. Ésa es la crisis moral, pensó, que arde como llaga en la conciencia nacional.
Bzyana paladeaba su café que lo bebía con delicadeza. Flavio, cavilando, paseaba la mirada por los afiches que adornaban el aeropuerto. Bzyana, lo miraba. La tacita parecía un dedal sostenida por sus dedos largos y finos. Flavio le tomó la mano, le extendió los dedos, hurtó su dedo índice para besarlo, luego alcanzó el nudillo para clavarle los incisivos, despacito. Volvió a besarle la uñita libre de esmalte. Bzyana sonrió. Flavio le extendió todos los dedos y le formó un puño. Lo besó y, pensando en Allende, dijo:
- ¡Venceremos!.
Bzyana sonreía, con sus ojos claros que se ruborizaban de amor.
Ella había llegado a Lima cuando los trabajadores estatales, agrupados en la CITE, y los obreros de la CGTP, eran reprimidos en las calles de Lima. Había visto caer herido de bala a un trabajador que marchaba por la Av. Grau. Llevaba una banderola con las siglas de la Asociación de Trabajadores del Instituto Nacional de Cultura: ATINC. Días antes, su presidente, ante veinte mil trabajadores, que habían llegado hasta la Plaza San Martín, anunció que había nacido un tigre indestructible de papel. Ése anunció fue acreditado por el hecho de ver que de todas las dependencias estatales, en La Av. Abancay y otras calles de Lima, los empleados públicos arrojaban miles y miles de hojas de papel bond usadas, anunciando que el miedo se acabó. Nunca antes el gobierno había visto algo similar por parte de los trabajadores del aparato estatal.
Bzyana asistía a las reuniones de la ATINC, en La Casa de Pilatos. Iba a las marchas de la CGTP. Había visto de cerca como los trabajadores eran agredidos en las calles de Lima. Se había quedado triste al ver la represión con sus ojos claros. Le había dicho a Flavio que en Bretaña la policía, más bien, acompañaba a los trabajadores para protegerlos de posibles ataques. Le contó de las marchas de Connolly y las de los Orange en Escocia. Había visto en estas marchas despliegue policial, pero nunca se percató de algo parecido a la brutalidad con que se ensañaban los policías con, sus víctimas, los trabajadores. Flavio le contó algo que le había sucedido cuando asistía a una manifestación en la Plaza Dos de Mayo. Al llegar a la plaza, le dijo que él y su amigo Sancho habían tomado las banderolas de la Central Sindical y emprendieron la marcha, tomando La Av. Nicolás de Piérola, con dirección a la Plaza San Martín. A una cuadra los esperaban una linea de Sinchis armados hasta los dientes. El carro rompe manifestaciones estaba estacionado en la puerta del cine. A menos de cien metros, en el jirón Chancay, los sindicalistas empezaban a corear las siglas de la CGTP. Cuando llegaron a corear la letra P, y luego de pronunciar, las siglas anteriores, empezó la represión con una balacera y bombas lacrimógenas. Flavio le dijo que a su amigo, Sancho, como también a él, le faltó culo para correr. Soltaron la banderola que quedó medio volando entre cuerpos que salían disparados en todas direcciones y ante la pasmada mirada de la guardia obrera que no sabía que hacer con sus palos democráticos, que alzaban en el aire, entre gases lacrimógenos, griterío y silbidos de bala. Bzyana se consternó. Flavio le contó más detalles y le dijo que, al correr y escapar en la esquina misma del Jr. Chancay, notó que Sancho disminuía en velocidad.
- Apúrate huevas- le dijo.
- Creo que me han herido- respondió Sancho con cara descompuesta.
Ahora subían al avión. Dentro de aproximadamente 10 horas llegarían a Londres. Tomaron sus asientos. Flavio le agradeció con un beso. Bzyana lo miró, le acarició y le hizo sentir su alma. Flavio durmió varias horas, trataba de imaginar que todo le iría bien con la inmigración anglosajona. Pronto vería la tierra de Shakespeare, eso pensó.
Ya llegaban. Pronto aterrizarían. Se habían preparado el ánimo con dos vinitos cortesía de KLM. Sin embargo, ese sentimiento kafkiano todavía invadía su ser. Se le destemplaba el cuerpo. Llegó la hora de rellenar el papelito de desembarque. Le preocupaba la pregunta donde requerían que declarase su bolsa de viaje.
-¿Vacaciones con 50 dólares? – le preguntaría la autoridad de migraciones.
Bzyana iba a su lado y contestó por él:
-Es mi invitado, correré sus gastos de estadía.
-¿Se piensan casar?- preguntó el oficial de migraciones, vestido correctamente.
Bzyana y Flavio se miraron y, al unísono, rieron. No concluían su risa cuando escucharon el onomatopéyico tac tac que hacía el sello al estampar el pasaporte peruano. En el pasaporte se distinguía la figura de un triangulito pequeño. Flavio había conseguido el permiso para permanecer en Bretaña por seis meses que podrían ser renovables con una buena excusa. Ese sellito de forma triangular significó para Flavio el inicio de una gran experiencia. Ya estaba en un mundo nuevo dijo, parafraseando a Mariátegui. La hermana y el cuñado de Bzyana esperaban afuera del aeropuerto. Los recogían en un Volkswagen Polo. Los llevaron a la casita donde vivían, en Kent. Los padres también los esperaban, allí. Él, un hombre alto y bronceado. Ella, pequeñita, blanca de ojitos vivaces. Bzyana les había enviado un cable desde las oficinas del Correo Central de Lima: “Viajo, vuelo 236 KLM. Llego 6 de junio con amigo”. Escribió 10 palabras, sin comas, sin signos de puntuación, sin apuro.
Al llegar a la casa Flavio advirtió el cuidado que tienen los británicos para no abarrotar sus espacios. Entró a la sala de alfombras blancas y vio por primera vez al padre de Bzyana. Ensayó su escaso inglés:
-¡Please to meet you, mister! –le dijo Flavio mirándolo hacía arriba. El señor era alto, se parecía a Sean Connery. La señora, una dama pequeña de ojitos vivaces, se parecía a Vilma Picapiedra. Luego de las presentaciones, George, el padre de Bzyana, enrolló tabaco de una lata de Virginia e inmediatamente pregunto:
-Any drinks?
Bzyana sonrió y pidió vino blanco semiseco. Aneka, la madre, prefirió un gin con soda. Flavio, con la ayuda de Bzyana, pidió un lager shandy, una combinación de cerveza con limonada. George se sirvió un whiskey y un vaso de cerveza negra. Sus bocanadas de humo parecían salir de sus ojos negros que se ahondaban, para volver a salir, en el transcurso del diálogo.
George se reía porque Flavio repetía mucho el mister. Le dijo que esa palabra se usaba en Estados Unidos y que en Bretaña se usaba el Sir.
¿Y cómo debo llamarlo, entonces, mister?-preguntó Flavio.
-George a secas- respondió George con su cara de Sean Connery.
- Y a mi llámame Aneka –apuró la madre de Bzyana.
Flavio, un poco inseguro, alzó su vaso y dijo:
¡Salud George, salud Aneka, salud Bzyana!
Ése fue el primer trago que bebía Flavio en la tierra de William Shakespeare.
Al segundo trago Flavio trató de practicar su escaso inglés.
- ¡You are a pretty woman, madam! –le dijo Flavio a Aneka
- ¡Charming! – le respondió Aneka.
George estaba interesado en aquel país que le había hecho tres goles a Escocia. Se acordaba de Cubillas y Chumpitaz. También se reía cuando hablaba del arquero loco: Horacio Quiroga. Aneka, estudiaba a Flavio, estaba interesada en saber más de aquel hombre peruano que había venido acompañando a su hija.
Durmieron en unas mantas puestas sobre la sala de alfombras blancas. George y Aneka ocupaban el cuarto de huéspedes. Bzyana vestía una chompa de color verde agua. Estaba sonrosada, por el vino, y contenta. Puso los álbumes que compró en Lima: Victor Jara, Inti Illimani, Luís Abanto Morales. A éste último lo vio actuar en el Museo de Arte de Lima. Flavio escuchó por primera vez a Demis Russo, Edith Piaf y al escocés Dick Gaughan. Escuchando al gorrión francés hicieron el amor por primera vez en Londres como antes lo habían hecho en las Ruinas de Puruchuco o, en aquel hotel de dos estrellas del Jr. Paruro, en el barrio chino. Habían caminado como tortolitos por las calles de Lima, pensó. Las botas aceradas de los Sinchis, que habían provocado heridas en sus canillas, aparecieron nuevamente en su recuerdo. Flavio, hizo un esfuerzo para olvidar la pesadilla. Pensó que estar cerca a Bzyana era como estar cerca del cielo. Al día siguiente irían a una iglesia anglicana para escuchar un concierto de Bach. A través del cristal, de la ventana de la sala, percibió diluirse la última luz del día. Flavio se abrazó a Bzyana, y cerró los ojos, como queriendo abrazarse a la vida. A ella le ganó el sueño. Flavio, se sumergió en sus senos y, como un niño, lloró. Un gato gris entró por la ventana semiabierta, se acurrucó a sus pies, y maulló.
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