Julio Solórzano Murga |
Por Oscar Castillo Banda
Hombre de pluma hacedora y energía vital
poeta nato, sensible a lo Vallejo.
Un gigante libre de estatura mediana, bigote ralo,
compañero tempranero de la vida
que mueve el mundo en la llanura de sus manos
y en la montaña de su rostro moreno alumbran sus ojos fijos
como dos faros atenienses atisbando la brisa marina de la mañana.
Tenaz pájaro rebelde que vuela con trino desde el bosque de Heraud
hasta los redobles de Scorza,
hijo lírico del verso comprometido y la prosa denunciante
caminante de un abecedario encendido
que nació en la luz de su niñez,
atizada por una fogata de talento,
que hacen latir el corazón de un pueblo llamado Huacho
junto a Valle Buendía, Flor De María Drago…
y los milagros ya acontecidos,
una fe probada en la firmeza de sus años,
un pensamiento abierto que ha surcado el pacífico oleante
remedando las sombras oceánicas
con los remos de la razón.
Así es Julio Solórzano, ya un vate de patria universal,
en la propia definición de su poesía que se llamará: tiempo,
en la fertilidad de la tierra que se llamará: aroma y pan,
en el rumor de un mar que se llamará: horizonte
recorrerá la ruta de su alma con la teología de sus versos
eternizando su canto en las plazas, las calles,
las aulas de una escuela con esa memorable oda
“Cuando muere un poeta”: se calla la vida,
se queda en silencio el mundo, se eclipsa el día…,
pero mientras el sol rompa la aurora
con la singular estampida de la mañana
encontraremos ese paraíso escondido
en el andamiaje de una biblioteca
con todas las voces resucitadas de los poetas,
con sus memorias vividas,
con sus afanes cotidianos entre sus pasos,
agitando masas, levantando banderas libres
y socavando la bienvenida y el adiós de los hombres
bajo ese frágil acierto de la consagración y la duda
como los únicos seres que por otros respiramos,
abrazamos y vivimos.
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