Sociólogo - Escritor

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"La Casa de la Magdalena" (1977), "Essays of Resistance" (1991), "El destino de Norte América", de José Carlos Mariátegui. En narrativa ha escrito la novela "Secreto de desamor", Rentería Editores, Lima 2007, "Mufida, La angolesa", Altazor Editores, Lima, 2011; "Mujeres malas Mujeres buenas", (2013) vicio perfecto vicio perpetuo, poesía. Algunos ensayos, notas periodísticas y cuentos del autor aparecen en diversos medios virtuales.
Jorge Aliaga es peruano-escocés y vive entre el Perú y Escocia.
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29 de abril de 2025

La Perricholi y el Teatro Limeño


Lima fue ciudad aficionada al teatro desde el mismo día de su fundación. ¡Teatro primitivo: se rehacía en tierra de Indias la epopeya de la comedia española! Se identificaba hasta en ciertos pormenores: ambas empiezan en la plaza pública, continúan en el atrio eclesiastico, deambulan en carretones por los caminos: ciclo cabal. En 1548 -la ciudad databa de 1535-, para celebrar el triunfo del taimado Presidente de La Gasca sobre el atolondrado y ambicioso Gonzalo Pizarro, hubo juegos escénicos más o menos desafortunados, conforme lo describe el Palentino. Se engarzaban así dos tradiciones, la incaica y la ibérica, ya que, según lo revelan las ruinas arqueológicas, hubo un escenario prehispánico en las afueras de Lima y en las del Cuzco. Los amautas de la época imperial incaica eran comediógrafos, al decir del Inca Garcilaso. El Padre Bernabé Cobo nos habla de frecuentes y pomposas fiestas de base coreográfica y escénica. Pedro Cieza de León completa el cuadro con sus abundantes y propias observaciones. Más tarde, ya instalado el Virreinato, uno de los criollos de más alto linaje, miembro del Cabildo limeño, don Sancho de Rivera y Bravo de Lagunas, aparece en las actas del mencionado cuerpo edilicio como organizador y autor de loas, entremeses y pasos de comedia: nos ha puesto al dedillo en semejantes actividades el investigador Guillermo Lohmann Villena, hombre de contradictorio patronímico, en el que se dan cita el linaje de los Fúcar y el de aquel nigromante Marqués de más feliz memoria mágica, que poética. Más estábamos relatando. Volvamos al cuento. El primer corral de comedias de Lima, en que se representaron piezas teatrales criollas y peninsulares, fue el situado por las calles de San Bartolomé, San Andrés y Peña Horadada, anexo al entonces Hospital de San Andrés, hoy de Sant Ana. Lo inauguró en 1604 don Juan Gutiérrez de Molino.

Dice el ameno Obispo Villarroel, gran entusiasta de la comedia, que los fines de aquella fundación fueron muy caritativos. Si pudo entretener las largas murrias, realizó, de juro, eximia caridad.

El cuarto Virrey, Conde de Nieva, fue gran farandu-lista y amicísimo de cómicos (y cómicas), músicos y danzarinas (que importó en alta escala). El Marqués de Montesclaros, medio Mecenas; el Príncipe de Esqui lache, notable poeta de "Nápoles recuperada", quien en 1617 oficializó el gusto por la farsa y aumentó la exigua dotación monetaria con que se acudía a la incipiente comedia, fueron otros tantos promotores de teatralerías limenses. Para que nada faltase en el cuadro, Santa Rosa ofreció su biografía y sus milagros como asunto de edificantes representaciones teatrales.

Lima era una ciudad aquietada a partir de 1600. Piratas y corsarios habían dejado de merodear por sus costas. Ni siquiera se realizaban muchos Autos de Fe. Los mismos herejes gozaban de cierto seguro, a condición de que no se les fuera demasiado la lengua. Los litigios duraban más o menos lo que los procesos criminales y civiles de ahora, pero su menor publicidad acrecentaba la devoción al bostezo y la proclividad a los chismorreos a la sordina. Por una diferencia de criterio para apreciar la preeminencia correspondiente a su carruaje al doblar de una esquina, se estuvo quieta, apontonada en ese lugar, una pareja de coches pertenecientes a linajudos señoritos, tal cual un vehículo de nuestros días chocado, a la espera de levantamiento de plano y permiso del juez. El pecado, tan numeroso co mo siempre lucía menos a comienzos del XVI que a mediados del XVIII. La Comedia traería consigo vulgarización de corridas de toros y peleas de gallos. El teatro llenaba una función terapéutica, artistica y social. Un público anhelante, formado por clérigos y se-glares, atestaba las escasas aposentadurías. De ahí que, en 1643, Su Majestad, bajo la presión de escandalizados informantes, amonestara a sus propios funcionarios ultramarinos, previniéndoles de cuidar mejor de los intereses reales a ellos confiados que de sus veleidades

Micaela se hallaba dentro de un círculo de fuego, bajo la amenaza de sus propias circunstancias, las reticencias maternas, las tentaciones de Maza y la indiferencia de su padre. Estaba, con todo, decidida a hacerse cómica, y a valer por sus propios medios. La pobreza no suele asesorar a la conciencia. Además, ¿no habían llevado a las tablas episodios de la vida de Santa Rosa de Lima, y no era ésta la flor más pura y emblemática de la ciudad?

Claro le argumentarían: aquello sucedió en tiempos del Virrey Conde de Lemos, cuya beatería llegó a tanto, que bien pudo confundir lo terrestre con lo célico y viceversa, dando un salto mortal sobre lo posible. La confusión entre lo divino y lo humano escapaba a los ojos impreparados; sólo adquiría relieve para los escogidos del Señor. Por ejemplo, Monsieur de Frézier no pudo dejar de hacerse cruces frente al convencional catolicisno limeño de esa época. Le pareció y lo dijo que los capitalinos, concedían excesiva importancia a la Comedia, y que en esta se representaban piezas o escenas de discutible moralidad, Monsieur de Frézier pareció ser demasiado pacato y hasta andaluzado según el

volumen de sus exageraciones: llegó a sostener que, en materia de divorcios, como suena, Lima era más audaz que Francia. Como fuese, el hecho indudable es que Micaela, después de sus primeras experiencias con Gomuzo y Mottau (Motau), dos perillanes frecuentadores de la Comedia, alzó la vista y el vuelo y accedió a los requerimientos del empresario Maza, actor y administrador, director de escena y figura principal de su compañía. Parece que Maza no tuvo nada de tonto, si-no, más bien, de vivaracho y cazurro, adicto a las mo-zas de buen palmito y devoto incondicional de la jarana. Manejaba diestramente su negocio, "poniendo", como se dice en la jerga del oficio, ora un auto sacramental, ora una zarzuela, ora un sainete, ora un drama, ora un fin de fiesta, ora una jácara, ora un paso de comedia, ora una loa; todo ello sabiendo donde le apretaba el zapato, y cuidando con esmero de madre-de-hija-única-en-trance-de-casamentarla, todo lo referente al fin de fiesta y la zarzuela, pues con ello se encandilaban y por ello acudían los coroneles, generales, jueces, oidores (y luego el Virrey), bobos, babeantes y bisqueantes ante las actricillas y bailadoras cuyos tacones, dengues y repiquetear de crótalos, palillos y panderetas rom-pían la siesta erótica de la ciudad. Buen observador, a Maza le deleitaba atisbar por los consabidos agujerillos del telón de boca las expresiones encendidas de los se-ñorones. Aguaitaba desde bastidores cómo se relamían no bien salían los tocadores de guitarra, mandolina, arpa y laud, listos a acompañar a las figurantas cuyos dedos chasqueaban como látigos en zambra, fandanguillo o jota, muy erguido el pecho redondo y puntiagudo, muy sonoro y veloz el zapateo de los tacones altos y aperillados, inverosímil remate de unos pies increíbles. Micaela se estrenó como comparsa. Ascendió a partiquina. Antes de los veinte figuraba como actriz. Maza no se cansaba de mirar y remirar a la trigueña y picante mozuela, de ojos fulgurantes, todavía modesta en el vestir, pero bajo cuyo rebozo y apretadas faldas, se adivinaban -¡contárselo a él! las anatematizadas curvas del pecado.

Entre piropo y piropo, favor y favor, el histrión empresario se allegó primero a la carne, y después -al menos, él lo creía así al corazón de Micaela. La reja de los Villegas se vio pronto asediada de nocturnas estudiantinas, preludiando serenatas: Voces aguardientosas y finas, versos intolerables y de buena cepa, menos frecuentes, en la medida en que Maza se entregaba a esa inesperada pasión que le quitaba calma, frialdad y negocio. (Nos provoca incurrir en un feroz anacronismo en este punto, para usar una comparación de alto bordo literario: "Y bajo el raso de tu pie verdugo-puse mi esclavo corazón de alfombra"... ¿Góngora? No, algo mucho más cerca: Julio Herrera y Reissig: Tableau!). Micaela no pensaba sino en los aplausos, aun más en los doblones. Pensaba en las miradas de codicia con que la atravesaban desde la platea y los palcos. Estaría entre sus dieciocho y veinte años, cuando mucho, pues, si no lo admitimos así, Amat se nos pone demasiado viejo para tan exigente juventud, y se nos frustra la historia. A Mica la deslumbraban los suntuosos ropajes, las engañadoras luces de las candilejas, la dicha fugaz de sentirse siquiera por un par de horas, Reina, Ninfa, Princesa, Maja, Santa, Heroína y hasta pagana Diosa, o lo que fuese, siempre que no coincidiera con su figura y situación efectiva. En la soledad de la alcoba, ante el prejuiciado tribunal de alguna amiga, que oficiara de criada, y el inapelable dictamen del espejo, Micae-la había decretado ya que ella, la Villegas, cantaba mejor que la Inesilla (su rival más cercana, tanto en el halago del público, cuanto en la predilección de Maza), y que, tratándose de bailar y menear cadera y cara, mostrando el pie y algo más, nadie la superaría.
Viejos y jóvenes, los dos extremos de la verde escala coreográfico zoológica, se peleaban por los asientos de primera fila, cuando alguna de ellas, o ambas cómicas actuaban. Las damás les encontraban mil defectos fisicos; los maridos sonreían al socaire, burlándose de sus exigentes cónyuges. Ellas bisbeaban entre los apretados dientes, muy agudo y malicioso el mirerío:
-¡Psh! ¡No vale nada! Fíjate, Catita, fijate, ¡esos ojos achinados! Y esos bracitos... Ja, ja...!
(Y los varones: -Relumbran como soles, hieren como saetas: me quisiera morir entre esas cadenas!...)
-¡Se le van a salir por el escote! ¡Guá, que inde-cencia!
-Y ellos: Si estuviera Salomón aquí, yo tendría el paralelo de sus cabritillos: ¡qué senos, Señor, qué senos!).
-Ni gracia tiene... Mira que feo alza la pierna para que se la vean!
(Y los maridos: ¡Y lo que se ve! ¿No le podríamos pedir que mostrara un poquito más?).
Micaela se percataba de esos diálogos, no por
mudos menos elocuentes, ya en la calle, ya en la Iglesia. De memoria sabía lo que ocurría a su paso: cien rostros vueltos: los de ellas para no darle cara, los de ellos, comiéndosela a ojazos. Ellas, con el clásico mirar de la tapada, oriflamas del soslayo, ellos, súbitamente buzos: tal el ansia de atrapar esos encantos.
Maza la tenía clasificada como tiple ligera de
zarzuela. Doña Teresa ganada a la causa de su hija, celebró el acontecimiento. No daba para mucho el salario, pero "peor es nada, hija, peor es nada", 150 pesos al mes obligaron al hambre a batirse en retirada.
Ahora bien, ¿cómo era Micaela Villegas? Don Ricardo Palma, amigo de algunos de sus contemporáneos (y de su propia fantasía) nos la pinta asi
"De cuerpo pequeño y algo grueso, sus movimientos eran llenos de vivacidad; su rostro oval y de un moreno pálido, lucia no pocas cacarañas u hoyitos de viruela, que ella disimulaba diestramente con los pri mores del tocador; sus ojos eran pequeños, negros es mo el choroloque y animadísimos; profusa su cabellera, y los pies y manos microscópicos; su nariz nada tenía de bien formada, pues, era de lo que los criollos Ilaman ñata. Un lunarcito sobre el labio superior hacia irresistible su boca, que era un poco abultada, en la que ostentaba dientes menudos y con el brillo y limpidez del marfil; cuello bien contorneado, hombros
incitantes y seno turgente".
He aquí otro retrato, el que trasmite Lavalle, más halagueño que el anterior:
"Es completamente seductora; de formas pulidas y graciosas, sus movimientos estaban llenos de vivacidad y ligereza; su tez ligeramente morena, era suave como el terciopelo; sus grandes y acerados ojos, ora lanzaban dardos ardientes, bajo la doble cortina de sus rizadas pestañas; ora se velaban lánguidos; su boca roja como la granada entreabierta, dejaba ver una doble hilera de dientes blancos y menudos: de su pequeñа cabeza pendía una abundante y rizada cabellera negra de azulados reflejos; sus pies y sus manos hubieran de sesperado por su perfección y pequeñez al cincel de un artista... Hablaba con gran locuacidad, y salpicaba sus conversaciones de chistes y de apreciaciones
originales; pronta para descubrir el lado ridiculo de las personas, imitaba maravillosamente el modo de ser de cuántos conocía; y estas condiciones de su carácter la hacían sumamente apta para el desempeño de papeles cómicos en lo que era verdaderamente
sobresaliente".
Descontando los atavíos de Pompadour criolla de que la inviste Lavalle, (la inverosímil "rizada
cabellera negra" incongruente con su origen mestizo, y la ritual pequeñez de pies y manos, algo muy limeño y de toda estirpe, sexo, nación, clase o raza alejada del trabajo manual), coinciden ambos Palma y Lavalle, en lo despercudido del carácter de Micaela, quien era una "ñatalisa", como se dice en el caló limeño a las
mujeres de nariz corta y genio vivo y desaprensivo: cualidades muy apropiadas al oficio e inclinaciones de la moza.
El empresario de marras miraba y remiraba a su actriz de 150 pesos mensuales, realmente encalabrinado de ella. El donaire y lisura de la muy ladina lo justificaban. Sabemos que además tenía Micaela atrayente palmito, chispa, facilidad de imitación, grata vocecilla, bien torneada pierna, "microscópicas" extremidades: un tesoro para la Comedia. Además ¿o ademenos?-, desatada juventud, una juventud hambrienta de lujo y novedades, avasalladora. Maza relegó a la Inesilla, la otra actriz, a un segundo plano debido a las exigencias de la recién encumbrada "estrella". El compartía los principales roles con su amada o amante. Y ella se dejaba hacer. Sus primeras armas con efímeros galanes, la habían dotado de cierto sentido estratégico, lo cual fue acicateado por las murrias y estrecheces de don José, su padre, los achaques de doña Teresa, su madre, y las carantoñas y pedilonerías de José Félix, su hermano preferido. Aunque brillara por fuera, algo dormía en el corazón de Micaela, algo que la cariacontecía a menudo. Maza no acertaba a comprender aquella congoja tan a deshora, según él. Mas, el hecho era que a pesar de los halagos del público, la nube de pretendientes de
bastidopres, los piropos y los aplausos, a pesar de los pesares, Mica no estaba satisfecha del todo. Ambicionaba más. ¿Es que acaso las damiselas de moda valían tanto como ella? El espejo, ese gran corruptor, respondía: no.
Finalmente ocurrió el esperado prodigio. Ya había advertido ella que el Virrey no obstante su cara de ma-las pulgas, su boca plegada como una cicatriz, su aire solemne, su constelado pecho y su erecto talante, ya había advertido ella que don Manuel de Amat y Junyent, asistía continuamente al teatro y se esforzaba por de-mostrarle sus complacencias. Sin embargo de su gesto acre, el Virrey parecía a ratos de buen humor, lo que alentaba a los limeños, duchos en el arte de "amansar leones". Desde luego, sobrevino lo que tenía que sobre-venir. Una noche, de cuya fecha no guarda recuerdo el calendario (como tampoco la guarda del día en que On-falia unció su rueca a Herakles, ni de aquel en que Ра-rís raptó a Elena, ni del que señaló la entrega de San-són mediante los eficacísimos dengues de Dalila), una noche, las actrices Inesilla y Micaela recibieron en sus respectivos camarines (o vestidores) el magnífico recado: el Virrey las esperaba en su Palacio. Condición: secreto. Conveniencia: secreto. Necesidad: secreto. La Inesilla, seguramente, pegó un grito de alborozo y violó la condi-ción, al menos al oído de Maza. Micaela, nó. ¡El Virrey! ¡Palacio! Midió en un santiamén la proyección de su futuro.


¿Por qué la llamaban al Palacio del Virrey? ¿por buena? ¿por bella? ¿por graciosa? ¿por fácil? Por algo sería. Ese algo tendría que ser su brújula. Desde la hu-milde casuca de la Parroquia del Sagrario, ¡qué larga distancia! Ella lo había salvado en un segundo. ¿Por qué? ¿para qué?


Micaela se miró al espejo. Se vio joven, apetitosa, mona.


Ensayó un felino escorzo y se le vinieron las ganas de negarse. Le habría gustado siempre le gustaría-entrar a Palacio por la puerta grande, no por la portezuela de los discreteos y alcahueterías... A través de un hueco del telón corrido, atisbó la sala. Todavía estaba alli Amat con sus validos. Las damas de la concurrencia, muy peinadas y alhajadas, lucían ricos paños. Ella, en cambio... Miróse las manos: ensortijadas de similor; miró su cuerpo; telas baratas aunque de apariencia. Miróse más y más; sólo entonces pudo sentirse confortada.


Después de todo, no la ropa, sino lo que había de-bajo, decidiría la contienda, y ella estaba segura, oh, si, segurísima de que en ese terreno el triunfo tendría que ser suyo, era de hecho suyo por decreto inapelable de Cupido y corroboración final del Destino.


¡Canela fina! Así la habían piropeado día a día al pasar por los Portales de la Plaza de Armas. ¡Canela fina! ¿Canela para quién? Torció el gesto en un mohín precursor de rabieta o llanto. En ese instante tocaron a la puerta del camerino, llamándola a escena por última vez en la que debía ser su noche de triunfo. Mica bailó, dijo y cantó como embriagada, poseída de un demonio desconocido, casi sin saber lo que hacía... Hasta al agradecer los aplausos estaba lejos de sí.
-¡Como nunca, como nunca!, comentaban los admiradores.
-¡Un encanto, la Villegas! ¡Canela fina!


Amat no ocultaba su entusiasmo. Batía palmas a lo soldado más que a lo Virrey.
-El viejo se la come con los ojos, murmuró un chusco.
-Menos mal que nada más acotó una "tapada". ¡Canela fina!


Terminó la función. Misteriosa garlocha esperaba a Micaela y a su rival. En el silencio de la noche repercutía extrañamente el isócrono tranco de las mulas: sus cascabeles tintineaban, vestidos de sombra, pespuntando el silencio. La vieja puerta de Palacio rechinó delatoramente sobre sus mohosos goznes. El coche se detuvo al pie de una escalera angosta, retorcida y de un solo tramo. Las dos muchachas subieron precedidas por los hachones de sendos lacayos. Desde la baranda del corredor, Micaela alcanzó a distinguir abajo, en el huerto, unavieja higuera nudosa y negra como una bruja:
la higuera de Pizarro. En seguida se sintió tragada por un infierno de candelabros y casacas de vivos colores. En medio de ellas, como una imagen de Brahma, como un Buda de peluca empolvada, como un sonriente Moloch setecentista y cortesano, surgió el cuadrado rostro del Virrey. Las cejas encrespadas culebreaban sobre los ojos lijos, pequeños y penetrantes. No permitió que Mica terminara la muy teatral genuflexión con que inició su saludo. La tomó de la mano, como si fuera una dama, y la condujo por el salón, hacia adentro.


¡Canela fina!


Arpas, vihuelas, laúdes, bandolas y bandurrias preludiaron un aire picaresco. Como entre sueños, le pareció a Micaela oír el canto de la Inesilla y el suyo propio. Dominando el cuadro, la máscara hipnotizante, codiciosa y enérgica, los ojos de mando y la boca de ruego de un anciano cubierto de entorchados, traspasado de perfumes, maquinal el gesto de la mano sobre la caja de rapé.
Le pareció que él también decía, como los donjuanes esquineros: ¡Canela fina!
La Villegas inició el último baile del sarao: una
zamacueca criolla, al viento-bandera de amor dispuesta a capitular, al viento el pañuelo de encaje un poco oliente a pachulí -150 pesos nada más era el salario, señor Maza-; enarcando el talle (eso sí fuera del alcance del salario mísero), ondulando las caderas (gloria sin precio), repiqueteando de punta y talón el "microscópico pie"... Zamacueca de Micaela. Zamacueca de Lima. Baile de reto y entrega. Fuego y ceniza del amor bailante. Travesura y mimo, desplante y rendición. Repiqueteaban las palmas, relinchaban los hombres en jipíos de celo, todo era rebrillo y deslumbramiento, empaque e igualdad. Todo, sí, todo homenaje y deseo. Ella se sintió la diosa de aquel infierno. Ella, la Villegas, de la Pa-rroquia del Sagrario. ¡Canela fina! ¡Canela fina, sí señor!

Por Luis Alberto Sánchez 
De su obra: "La Perricholi".

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