Sociólogo - Escritor

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"La Casa de la Magdalena" (1977), "Essays of Resistance" (1991), "El destino de Norte América", de José Carlos Mariátegui. En narrativa ha escrito la novela "Secreto de desamor", Rentería Editores, Lima 2007, "Mufida, La angolesa", Altazor Editores, Lima, 2011; "Mujeres malas Mujeres buenas", (2013) vicio perfecto vicio perpetuo, poesía. Algunos ensayos, notas periodísticas y cuentos del autor aparecen en diversos medios virtuales.
Jorge Aliaga es peruano-escocés y vive entre el Perú y Escocia.
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21 de enero de 2015

AMOR ENARDECIDO

René de la Barra Saralegui 
Hace poco tiempo: en el marco del VII Encuentro Internacional de Escritores realizado en la bella ciudad de Tarija, Bolivia, tuve la oportunidad de conocer a un gran representante de las letras de Nuestra América. Después de cierto desencuentro que fue aclarado en su blog y que recomiendo leer, le pedí que me otorgara el honor de tener sus letras en mi espacio para el placer y contento de mis lectores. Me refiero a René de la Barra, escritor chileno que hace honor a los grafemas de nuestro continente y a quien le damos la bienvenida de hermano. Su cuento "Amor enardecido" va en homenaje al próximo día de los enamorados a celebrarse el 14 de febrero en todo el mundo.

Por René de la Barra Saralegui 

La vi en el ómnibus y aunque sabía no era el único asiento libre, me senté a su lado. La miré buscando una sonrisa; pero su mirada gélida se obstinaba en dirigirse hacia adelante o perderse en el vacío de la noche, más allá de la ventana. Me conformé con su reflejo en el cristal; después de todo, qué podría ver en esas calles de vitrinas vertiginosas y colegiales idiotas. Me di cuenta, entonces, de que a través del reflejo, sus pupilas se posaban disimuladamente en mí.
Había otro asiento libre, y si no deseara intensamente mi cercanía, pudo haberse cambiado.
De a poco, el ómnibus se fue llenado de gente. Cuando se alejó del centro, ya no cabía nadie. Para ambos, esa fue una circunstancia favorable, porque pude oler su pelo, limpio y sedoso; recuerdo que olía a manzanilla. Me aprovechaba de los que iban de pie, en especial de un hombre obeso y rubicundo, que insistía en apoyar su barriga en mi hombro, lo que inevitablemente ―¿inevitablemente?― me empujaba hacia ella. Pero yo no me dejaba vencer, porque un movimiento brusco habría desatado una catástrofe de mujer aplastada, grito de dolor, perdone, señorita, no quise hacerlo, y el gordo con cara de asombrado. Así es que yo me apoyaba suavemente, como un escudo, casi como un príncipe de cuento que defiende a su dama, sintiendo el calor de su cuerpo, el aroma del sudor de la jornada, mezclado con su perfume, la complicidad de sus piernas adheridas a las mías… aprovechando la promiscuidad inevitable del ómnibus en hora punta.
Pero ella se mantenía en silencio; un silencio de otro mundo que sólo yo entendía: el decoro, los modales… y el gozo de enardecerme con cada sílaba no dicha, con cada mirada escamoteada, con su fingida indiferencia.
Había que seguirle el juego, hacerle sentir que era ella la que me sometía a través de su expresión inescrutable, su cuerpo inmóvil como piedra, y su mirada fría. A mí no me engañaba; yo sabía que vibraba de deseo, que una humedad incontenible se había instalado entre sus piernas y su corazón se agitaba ardiente bajo su corpiño. Se notaba en el rubor de sus mejillas y en las gotitas de sudor que empezaron a empapar su frente.
De pronto se paró de su asiento, «permiso», me dijo, y sentí en mis dedos el roce de sus medias. Era una señal, sin duda. La seguí por entre la gente apretujada en el pasillo; olía a sudor, los vidrios estaban empañados y el aire estaba tan caliente y emponzoñado que era inmundo respirar.
Apenas alcancé a bloquear la puerta que se cerraba tras ella.
Era una noche gélida, de esas noches estrelladas de junio que escarchan el aliento pero no el amor.
La seguí varias cuadras; el claveteo de sus pasos, cada vez más apresurados, mostraba claramente que estaba ansiosa por llegar a casa, abrir su puerta, invitarme a pasar y servirme un café. Pero no era prudente que caminara sola por esas calles oscuras, de manera que corrí hacia ella y la alcancé. Quise besarla, pero inexplicablemente comenzó a gritar. Le tapé la boca con una de mis manos, mientras con la otra la acerque hacía mí.
No lograré entender jamás por qué se resistía, por qué me mordió los dedos, por qué no dejaba de patear.
No supe cuánto tiempo mi mano apretó su rostro.
Poco a poco dejó de resistirse, y por un segundo tuve la esperanza, casi la certeza, de que iba a acariciar mi espalda, entregada; mientras, yo alejaría mi mano de su boca, acariciando suavemente su mejilla y su cabello. Entonces me querría, ella sí me querría…
Pero no se movió…
La dejé caer lentamente, para que no se hiciera daño.
Me llevé su cartera; no quería que nadie me culpara por nuestro enardecido amor.

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