Testimonio de Angel Ruiz Maldonado (sobreviviente).
El 24 de mayo de 1964 fue el día más fatídico para el fútbol y deporte peruano. En aquella fría y sombría fecha otoñal, murieron en el Estadio Nacional de Lima 342 hinchas, muchos de ellos niños y ancianos,con el saldo adicional de 800 heridos como trágico epílogo de un inicial conato de bronca protagonizado por seleccionados peruanos y argentinos que disputaban su clasificación para las Olimpiadas de Tokyo.
En el momento más ardoroso del disputado encuentro, el árbitro uruguayo Angel Eduardo Pazos anuló el gol incaico que nos permitía el empate con los gauchos lo que provocó un estallido de ira entre los 42 mil aficionados que pretendían abalanzarse sobre el gramado para linchar al referí mientras los policías soltaban a los perros bravos y arrojaban bombas lacrimógenas en abanico a fin de frenar a la multitud, generándose un efecto boomerang pues la hinchada lejos de calmarse la emprendió contra las butacas destruyéndolas en un ambiente de caos irrefrenable. La situación se tornó más tensa cuandola tropa de asalto estúpidamente lanzó gases asfixiantes en las tribunas para obligar a la airada hinchada a huir hacia las calles.
Acompañado de otros 17 adolescentes catorceañeros del distrito de Breña, habíamos concurrido al Estadio para alentar a nuestro seleccionado conformandola aguerrida patota de Chacra Colorada. Cuandolos gases aspirados nos arranchaban el aire de los pulmones,en ataque de pánico corríamos zigzagueantes buscando descender atropellandolas escaleras y ganar las calles dela tribuna norte. A medida que sin control los millares de fanáticos bajaban a velocidad, terminaban atrapados en el empinado callejón sin salida encontrando el portón herméticamente cerrado y el que por efecto de la inmensa presión ejercida por los cuerpos de esa desgraciada masa humana, se hinchaba a manera de un gran globo de acero que los aprisionaba mortalmente al igual que podríamos espectar en una truculenta película de terror con centenares de ojos, orejas y pedazos de narices que rodaban por los suelos junto a numerosos cadáveres envueltos en charcos de sangre.
En las calles millares de ciudadanos protestábamos contra la evidente negligencia punible de haber sellado las puertas y por la dura y torpe represión policial, en tanto las ambulancias y patrulleros trasladaban a muertos y heridos a morgues y hospitales en donde escasearon las unidades de sangre para salvar vidas. Hoy más que nunca valoro y aprecio la permanente exhortación que formula el respetable médico peruano Dr. Ernesto Manrique Valencia, pionero en la formidable cruzada de concientización en pro de forjar entre los peruanos una cultura de donación de sangre voluntaria justamente para afrontar este tipo de difíciles e imprevisibles contingencias.
Todos mis 17 amigos de barrio habían muerto. Salvé la vida creo por mi precoz perspicacia de mozalbete despierto lo que me permitió observar que los portones que yo llamo del "infierno", estaban sellados y tuve la suerte divina de haber salido por el único que estaba abierto y haber sobrevivido.
Rindo sentido homenaje a los caídos llevados por su entrañable amor a nuestra querida Patria y elevo oraciones ante el Gran Arquitecto del Universo por mis añorados patitas del alma que sucumbieron muy tempranamente en el sano ideal de emular a sus ídolos, mi recuerdo de ellos es imborrable e imperecedero.
Ha pasado medio siglo y en cuanto retorno al remozado coso de José Díaz, mi mente evoca aquél fatídico episodio que todos quisiéramos nunca más vuelva a repetirse y cuando algún día el maldecido Estadio deba desaparecer, sobre las nuevas gigantescas columnas de acero seguramente quedarán impregnadas las lamentaciones y quejidos de los inmortales fantasmas del Estadio que aún recorren las tribunas clamando justicia y sanciones que no dudo, jamás llegarán.
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