Hotel Montpellier
Jorge Aliaga Cacho |
París, diciembre de 1926
El Premio Goncourt y el Premio Femina. Los quinientos premios de la Academia Francesa. – La opinión pública y la moralidad de los jurados. Las fuerzas de torneo: autores, editores, académicos, críticos. – Lo que cuesta una cena de Pascua. - M. Briand, solterón y diplomático. El dinero y la tristeza de París en Navidad.
El premio Goncourt no ha de ser dado al mejor libro del año, sino al autor que, aunque no ha escrito grandes obras, ha demostrado sin embargo, poder escribirlas más tarde. El premio Goncourt se da al autor de esperanzas y no a la gran obra realizada. Por lo menos, así nos lo han dicho este año. Muchos y Frederic Lefevre a la cabeza, creían que George Bernanos sería indefectiblemente el laureado, en mérito a su libro Bajo el sol de Satán, obra consagrada por la crítica como la más grande de las publicadas en 1926. Pero, de repente, en vísperas de ser adjudicado el premio, un miembro de la Academia Goncourt salió a decir que no. Salió a decir que Bajo el Sol de Satán es ya un libro demasiado famoso de por sí solo para que necesite de la fama que da el Premio Goncourt. Y el público ha venido entonces a recordar que, en efecto, en tesis general, los premios literarios se dan únicamente a los que comienzan, a los incipientes, en fin, a quienes han menester de estimulo para producir lo que llevan en potencia en el cerebro. Pueden pues los, públicos, extranjeros recordar en esta ocasión que el famoso Goncourt no es para los famosos sino para los aprendices.
¿Ese mismo valor tienen en París los demás premios literarios? ¿Este mismo sentido tiene el Premio Femina, que sigue inmediatamente en importancia al premio Goncourt? No parece ser así. Hay casos, al menos, entre los laureles que discierne la Academia Francesa, de grandes palmas literarias otorgadas a escritores maduros y hasta muertos, tales como George Courteline, el general Mangin, Tristan Bernard, Francois Mauriac y otros. Ante esta cuestión de premios literarios quizá valdría más atenerse a lo que opinan ciertos bellos escritores epilépticos, como Picabia y Bretón, que creen que la existencia actual de tan crecido número de premios literarios en Francia, testimonia un alarmante grado de decadencia intelectual. Al efecto se señala la circunstancia , muy significativa por cierto, de que cada año la Academia Francesa reparte alrededor de quinientos premios literarios entre pecuniarios y meramente honrosos. En cuanto a la moralidad de los jurados de estos premios, la opinión pública se halla también muy dividida. Tratándose del Premio Goncourt, en particular, se sabe que cada académico tiene su poualin, y que cada editor tiene también el suyo. León Daudet tenia este año a Bernanos, Albin Michel tenía a Kessel. Cada uno de los otros “diez” y de los demás editores de Paris patrocinaban a otros tantos candidatos. Ello se deduce de los cuadros de los escrutinios sucesivos de la sesión. En cada uno de los turnos electorales los votos se reparten de uno en uno entre tantos candidatos como cuentan los electores. Los escrutinios hablan de un desacuerdo endiablado entre los académicos. La independencia con la que se hacen los sufragios es absoluta. En un cónclave no domina, probablemente, más auténtica libertad de sufragio. Además, hay otra circunstancia de sufragio que nos afirma la moralidad del jurado. Cuando el premio fue otorgado a Henri Deberly, este ni siquiera lo sospechaba. Encontrábase en ese instante almorzando en un restorán de Montparnasse. Sonó el teléfono en el preciso momento en que Deberly liquidaba su sabroso escalope de hígado de vaca y rábanos. - El premio Goncour a mi?.....- exclamo fuera de sí el laureado.- Eso no puede ser. Sin duda hay un error. Yo no conozco a ningún miembro de la Academia Goncourt. Es imposible… Henri Deberly decía que el no podía ser el agraciado porque no conocía a ninguno de los “diez”. Algunos periódicos hacen constar esta exclamación de Deberly y deducen de ella hasta que punto en Francia se tiene la conciencia de que los premios de esta clase son otorgados siempre cediendo a móviles extraños a los méritos intrínsecamente artísticos de las obras. A ello hay que añadir el escándalo producido hace dos años, cuando fue premiado Thierry Sandre. Aquella vez declararon los miembros de la Academia Goncourt de modo particular y cada cual por su cuenta, que hablando en puridad durante el año, puesto que nadie tendrá la inocencia de creer que los académicos tuviesen tiempo y paciencia de leer los miles de libros que se publican en Francia en un año, ni mucho menos cotejarlos en conciencia y escoger de entre todos ellos el mejor. Se dice “al mejor libro del año”, pero no hay tal.
En vista de estas circunstancias, tan contradictorias como reveladoras, a la opinión pública no le toca sino mirar con indiferencia estas pintorescas carreras de caballos, que son los Premios Literarios en Francia, en los que se dan todos los caracteres de verdaderos espectáculos hípicos: los “poulains”, que son los candidatos; los dueños de los studs, que son los editores; los jockeys, que son los miembros del jurado y, en fin, las apuestas, que hay y muy fuertes, por parte de los aficionados.
Así son la mayor parte de los actos peculiares de las academias e institutos. O son sabrosos números de turf o son, a lo más, grandes recepciones de gala a un Presidente Wilson o al Rey de los Belgas. En este último caso, esas instituciones se producen en forma más inocente aunque no menos espectacular.
De todos modos, Deberly, laureado de los Goncourt, y Charles Silvestre, laureado del Premio Femina, han recibido diez mil y cinco mil francos respectivamente, y han pasado preciosas pascuas, por mucho que la carestía de la vida no les haya permitido mayores licencias. Una cena en el Ciro’s o en el Café de París, a trescientos francos y champagne a doscientos francos la botella, puede servir de base para una jornada de gastos que no retroceden más acá de la mitad de cualquier premio literario. Agréguese unos pitos de oro, unos bonetes de seda, una máscara de marfil y unas guirnaldas de auténticos sarmientos del Extremo Oriente y se tendrá el total del Premio Goncourt y del Fémina juntos.
En París ninguna suma es demasiado grande. Sobre todo, si la suma previene de un Premio. Aun al señor Briand, premiado por la Academia de Oslo, no le habrá sobrado mucho dinero para su noche de Noel. Solterón incorrigible, diplomático vencedor en cien Ginebras, hombre de malicia fina y sonriente (pues la diplomacia y el amor actuales están hechos solamente de malicia), el señor Brian, con sus sesenta años necesita de mucho dinero, de ese dinero tan caro al protocolo y al flirt contemporáneos.
Y para quienes no hay premios de París ni de Noruega, la fiesta de Navidad transcurre bajo un helado cielo de tristeza y las almas huyen lejos, hacia las tibias tierras del recuerdo, como pájaros de fragata, o bien en los cálidos mares de la esperanza, como los submarinos y las velas.
(Mundial, No 349, Lima 18 de febrero de 1927).
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