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Mario Vargas Llosa |
Por Mario Vargas Llosa
Los presos del pabellón número 2 de la cárcel de Lima me invitaron a la inauguración de una biblioteca, a la que alguien tuvo la idea de bautizar con mi nombre, y decidí asistir, movido, supongo, por la curiosidad de comprobar si eran ciertas las cosas que había oído sobre Lurigancho. Sí, lo son, y tan deprimentes que me cues-ta trabajo resumir con objetividad mis recuerdos de esa mañana.
Para llegar a Lurigancho hay que pasar frente a la plaza de toros, atravesar Zárate y después pobres barriadas y, por fin, muladares donde se revuelcan y alimentan los chanchos y donde la pista pierde el asfalto y se llena de agujeros. En la húmeda mañana, entonces, medio borrados por la neblina, aparecen los pabellones de cemento, incoloros como los arenales del contorno. Incluso a esa distancia se advierte que las innumerables ventanitas han perdido todos los vidrios, si alguna vez los tuvieron, y que la animación que se percibe en los cuadraditos simétricos son caras, ojos, atisbando el exterior.
Concebidos para un millar y medio de personas, esos locales albergan ahora cerca de siete mil. ¿Qué instalaciones pueden fun-cionar con semejante sobrecarga? Ese hacinamiento, que desindi-vidualiza a los reos y los torna una masa constreñida y asfixiada -sin espacio, sin servicios, sin trabajo, sin actividades, explica buena parte de los problemas de la cárcel y está, con el alcoholis-mo y la drogadicción, en la raíz de esa violencia que estalla perió-dicamente en refriegas y crímenes entre los propios reclusos. De mi ya remota experiencia de un internado (que, en comparación con Lurigancho, era, claro está, un paraíso) saqué una certidum-bre que hasta hoy ninguna experiencia ha podido corregir: el re-sultado de cualquier sistema en el que los hombres son tratados como animales es que aquéllos terminan fatalmente por conducirse como tales.
Aunque quizá sea injusto decir que los reos de la cárcel de Lima viven como animales: éstos tienen, por la común, más espacio para moverse y las perreras, pollerias, palomares, exalilos chiqueros que recuerdo eran más higiénicos y menos in que los pabellones de Lurigancho.
No acuso a nadie en particular y menos que a nadie al actual director, a quien, por lo que vi, los reclusos tratan con deferencia, ni a los médicos y otros funcionarios de la administración cárcel cuya tarea, penosísima, dificilísima, está lejos de ser envidiable. El mal, obviamente, viene de atrás y de todo un contexto económico y social del que los casos de ineptitud, incuria y corruptos de ciertos funcionarios son apenas un aspecto. Lo evidente, en todo caso, es que la cárcel nunca será saneada mientras la ateste una población cinco veces más numerosa de la que cabe realmente en el establecimiento y que, por lo mismo, ha convertido a algo tan invivible como inmanejable.
Todas las personas con las que hablé me aseguraron que cuando menos una tercera parte de los reclusos que están allí han cumplido ya su condena, hace meses o años, y esperan una libertad que nunca llega. ¿Y por qué no llega? Por la atrofia del Poder Judicial, sobrecargado, también, como el penal de presos, de expedientes, de un papelerío que la burocracia no alcanza a dar curso. Como es natural, son los reos que pueden costearse un abogado, ejercitar alguna influencia o pagar una coima los que primero salen. Los otros languidecen, en la desesperación o la rabia, a la espera del golpe de suerte que venga a liberarlos. ¿Es de extrañar que acuchillen, a veces, por el pretexto más nimio?
Los pabellones están alineados en dos hileras, los iimpares adelante, los pares atrás. Estos últimos son de presos reincidentes o autores de delitos mayores, en tanto que ocupan los impares los que cumplen condena por primera vez. Entre los pabellones corre el llamado Jirón de la Unión, un pasadizo al que antes se podía acceder desde aquéllos, pero esas entradas fueron tapiadas porque, al parecer, en ese corredor se producían los choques más sangrientos entre las bandas e individuos rivales del penal. La índole delito no es el único factor que determina la ubicación del reo; también, el lugar de procedencia, pues se ha comprobado que la convivencia es menos dificil entre los vecinos de un mismo barrio.
En el pabellón número 2 la mayoría de los reclusos viene de El Agustino. Para llegar hasta allí circundamos los pabellones impares y tuvimos que franquear dos alambradas. Los guardias no entran a este sector (salvo en las emergencias) ni nadie que tenga un arma de fuego; unos celadores con bastones se encargan de la vigilancia. Desde que cruzamos la primera reja, una pequeña multitud nos rodeó, gesticulando. Se dirigían al director, hablaban a la vez, expo-nían «su caso», protestaban por algo, pedían diligencias. Algunos se expresaban con coherencias y otros no. Más que violentos, se les notaba desasosegados, impacientes, aturdidos. Mientras avanzábamos, teníamos, a nuestra izquierda, la explicación de la sólida hediondez y de las nubes de moscas que nos acosaban: un basural de por lo menos un metro de altura en el que deben haberse ido acumulando los desperdicios de la cárcel a lo largo de meses y años. Un reo semidesnudo dormía a pierna suelta entre la inmundicia. Me indicaron que era uno de los locos del penal, a los que se acostumbra distribuir en los pabellones de menos peligrosidad, los impares.
Separado de los otros, asimétrico, en una esquina del penal, se halla el pabellón de los homosexuales. Está tapiado, como medida de protección, y se ha erigido además un muro en la parte trasera de los pabellones vecinos. Pero esta última barrera es más nominal que efectiva, pues, mientras pasábamos, vimos descolgarse por ella a varios reos para venir al encuentro del director, el que era solicitado, también, a voz en cuello, por las caras aplastadas detrás de los barrotes de aquel pabellón especial. Se ha escrito ya todo sobre lo que significa el mundo carcelario en el dominio sexual: las violaciones, el bestialismo, la vertiginosa degradación a que puede precipitar al ser humano. Y ciertamente que es mucho más difícil pedir un control de sus instintos y formas elevadas de conducta a quienes se tiene viviendo en promiscuidad, en socavones en los que ha desaparecido todo rastro de servicios higiénicos y donde la posesión de un espacio para tenderse a dormir, entre excrementos, bichos y desperdicios, es una lucha cotidiana. Entre los hombres que nos rodearon, hablando en tropel, había dos, borrachos perdidos, que desvariaban. Cuando llegamos al pabellón número 2 habían pasado apenas unos minutos y, sin embargo, tenía la impresión de haber hecho un largo viaje por el infortunio humano.
Una doble fila de reos flanqueaban las gradas desportilladas de local. La biblioteca que ibamos a inaugurar estaba casi a la entrada en un recinto de techo bajo, oscuro - la luz se hallaba cortada - frío y húmedo, con unos ventanales altos por los que entraba un canto, el rumor de una disputa, y la pestilencia del muladar. Sentí una extraña sensación al ver escrito mi nombre y pintada mi cara en una pared, sobre el estante, un cajón pintado, en el que se alineaban, pobres y maltratados, como la humanidad apretada en torno a nosotros, el puñado de libros que componían la biblioteca. Juraría que no llegaban a veinte. En otra esquinoa de la habitación había un botiquín de primeros auxilios, igualmente modesto, creado también por iniciativa de los presos.
De la ceremonia que siguió conservo, sobre todo, más elocuentes que las palabras de los reos que hablaron, las expresiones de quienes escuchaban: impaciencia o resignación, rabia contenidas una lúgubre indolencia en la que parecía empozarse algo más amenazador todavía que la cólera. En media ceremonia se presentó un recluso del pabellón número 8. Quería hacer una denuncia y traía el discurso aprendido de memoria. Lo recitó con una vehemencia que caldeó la atmósfera. Dos o tres días antes habrían entrado los guardias a su pabellón, disparando a diestra y siniestra, y el resultado serían dos muertos y varios heridos. Exigía una investigación o caso contrario, él y todos sus compañeros iniciarían una huelga de hambre. Emulado por su ejemplo, otro orador denunció abusos, habló de malos tratos y de los tráficos y corrupción que cometerían ciertos funcionarios. Pero, a la vez, tanto él como los otros oradores exoneraban de sus protestas al director, a quien le reconocían buena voluntad y empeño para mejorar las condiciones de vida en penal. Cuando éste les habló, felicitándolos por haber creado esta biblioteca y este botiquín, exhortándolos a no emborracharse ni drogarse y a evitar las peleas, el clima volvió a distenderse. El acto pudo acabar, con un vaso de chicha de yuca fermentada, fuertísima, fabricada para la ocasión.
Cuando desandábamos el camino hacia la entrada, a través de alambradas y pabellones, asediados como a la ida por figuras en hdistinto grado de excitación, y volvíamos a divisar al loco semidesnudo tumbado en el basural, pensé en lo que hubiera debido decirles a los inquilinos del pabellón número 2, cuando me toco hablar. Había sido torpe y fuera de lugar referirme a Cervantes, a Dostoievski y a otros escritores que pasaron por la experiencia de la cárcel y sacaron de ella libros que el mundo admira, porque lo que hubiera debido decirles es que, sean cuales fueran los delitos que los han llevado a Lurigancho -y desde luego que no me hago ilusiones al respecto y me imagino muy bien el caudal de latrocinios y violencias que representa ese lugar, ninguna sociedad tiene derecho a tratar a sus reos como bestias y a hacerlos vivir en la abyección y esperar que cuando se reincorporen a la calle sean seres respetuosos de la ley y del prójimo. Hubiera debido, también, decirles que lo que, en verdad, quería agradecerles, no era la ocurrencia de poner mi nombre a su biblioteca, sino haberme permitido, con ese motivo, comprobar, una vez más, hasta qué punto es triste y horrible nuestro subdesarrollo y lo insensatos que somos para no darnos cuenta que, a menos de reformarla y humanizarla, esa ignominia que es Lurigancho nos será devuelta con creces en inseguridad y toda clase de crímenes.
Lima, 19 de diciembre de 1981
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