Sociólogo - Escritor

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"La Casa de la Magdalena" (1977), "Essays of Resistance" (1991), "El destino de Norte América", de José Carlos Mariátegui. En narrativa ha escrito la novela "Secreto de desamor", Rentería Editores, Lima 2007, "Mufida, La angolesa", Altazor Editores, Lima, 2011; "Mujeres malas Mujeres buenas", (2013) vicio perfecto vicio perpetuo, poesía. Algunos ensayos, notas periodísticas y cuentos del autor aparecen en diversos medios virtuales.
Jorge Aliaga es peruano-escocés y vive entre el Perú y Escocia.
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27 de enero de 2021

Un viaje sin retorno, a Moyobamba.

Wilson Izquierdo Gonzales

Wilson Izquierdo Gonzales, talentoso narrador moyobambino, es Asesor Académico en la Dirección General de Colegios de la FAP. Fue profesor en la Universidad San Pedro y estudio Educaciòn en la Universidad Particular San Martìn de Porres en Lima, Perù. En la actualidad vive en Cajamarca.

Por Wilson Izquierdo Gonzales

Como de costumbre, ese sábado y desde que comenzó a trabajar como empleado en la Caja de Depósitos y Consignaciones de Moyobamba ―que por esa época era el equivalente al Banco de la Nación de la actualidad―, Demetrio González Díaz llegó a La Ochora un poco más de las tres de la tarde. Los días sábados en esa institución privada, concesionaria del Estado Peruano para la recaudación de impuestos y la prestación de otros servicios a consignación, como realizar los pagos a los empleados públicos, vender sal refinada, fósforos, cigarros, estampillas y otros de similar naturaleza controlados por el gobierno, y al igual que en todas las demás instituciones que había en ese tiempo en la capital del departamento de San Martín, los empleados trabajaban sólo hasta las doce del día sábado, podían, por lo tanto, disponer de ese medio día, más el domingo, como libres para lo que quisieran, lo cual don Demetrio aprovechaba para ir a estar con su familia en La Ochora, después de hacer una caminata de tres horas a pie, que podía ser un poco menos, si el caminante hacía el recorrido a buen paso.
Como de costumbre, también, su Isolina le esperaba en La Ochoracon el “segundo” de su almuerzo en un plato de fierro recubierto de una capa de feldespato ―para darle una apariencia de porcelana― que, para mantener la comida caliente, colocaba sobre una olla con agua hervida al borde del fogón de leña de la cocina. Además, como siempre llegaba sediento por la caminata de tres horas al medio día, le esperaba también con una gran jarra de jugo de naranjas exprimidas con las manos. Pero… ese día no almorzó nada, sólo se acabó la jarra de naranjada en una sola sentada.
― No entiendo por qué, Ishuquita, el cuerpo se me ha descompuesto… ¡no te imaginas cuánto! Desde que salí de Moyobamba hoy a las doce del día, he venido con una sed terrible, como esas que me daban antes cuando tenía lo que ustedes han dado en llamar la “perseguidora”.
― ¿Y no será so gallazo que el viernes ya te has echado unas cuantas copas al gorgüero? —le replicó su mujer que siempre vivía con el temor de que a su marido se le diera otra vez por tomar—.
― Te juro por lo más sagrado Ishuquitaque… desde que te lo prometí aquella vez que salimos de viaje de Tayabamba, no he vuelto a probar un solo trago —le contestó con convicción a su mujer y, esta vez, le creyó ella sin chistar—.
Y le creyó porque simplemente era verdad. Desde que no encontrara con qué apagar su sed al cruzar las jalquerías formadas por la cordillera oriental de los Andes, en su viaje de Tayabamba a Saposoa, Demetrio González Díaz no volvió a probar un trago más en su vida. Ni siquiera lo hizo cuando tuvo que destilar aguardiente en la finca de Meto, y eso que el “cogollito” era a veces muy tentador, cuando recién comenzaba a gotear, humeando todavía, por la boca de la cañería del alambique. Tampoco lo había hecho en Saposoa, y eso que allí no le faltaron oportunidades, casi toda la gente era muy amistosa con él. En La Ochora y Moyobamba no tuvo que hacer muchos esfuerzos, porque hasta allí había llegado ya con una aureola de abstemio, oleada y sacramentada, y los que realmente sentían aprecio por él, evitaron siempre invitarle algún trago.
El resto del sábado se la pasó tomando más jarras de naranjada. Su Isolina, la última vez, tuvo que ir a la huerta a coger un costalillo de ellas, porque eso de coger naranjas de cinco o seis en la canasta, cada vez, no le resultó muy práctico. Sin embargo, cerca ya del anochecer, comenzó a escarapelársele la piel con cualquier airecillo majadero y a sentir unos “sacudetes”terribles, precedidos de fiebre altísima. Creyendo que lo que tenía era terciana, su mujer le consiguió en la tienda de doña Valdramina Torres, unas cuantas pastillas amarillas de quinina que comenzó a tomarlas con agua tibia, una cada doce horas, según su propia experiencia, porque la terciana le atacó la vez que estuvieron viviendo en Saposoa.
Las pastillas amarillas de quinina para la malaria, al parecer, “no eran su derecho de la enfermedad”, —como acostumbraba decir doña Isolina cuando algún remedio no era lo eficaz que se esperaba que sea— porque no le produjeron ninguna mejoría.
Toda la noche se la pasó con escalofríos, “sacudetes”, fiebre muy alta y sudoraciones descomunales, a tal punto que hasta en tres oportunidades tuvieron que ayudarle a cambiarse de ropa de dormir porque, junto con las sábanas, las tenía tan empapadas, que parecía que se hubiera mojado en esos aguaceros propios de la selva. A eso de las dos de la madrugada le sobrevino una tos rebelde y, en el pecho, comenzó a sentir esa opresión que se produce en uno cuando se presiente que algo terrible va a ocurrir en la familia.
― Ishuquita, creo que ya me llegó la hora —le dijo entre resignado y melancólico a su mujer, a eso de las tres de la mañana.
— ¡Cállate mejor Demetrio! No invites así de ese modo a esa desgraciada de la parca. Más bien, tienes que salirle al frente, como el hombre fuerte y valiente que conozco que eres y que yo he admirado siempre, para que se largue de una vez al lugar de donde ha venido y nos deje tranquilos —le contestó ella, armándose de un valor que estaba lejos de sentir, porque jamás había visto a su esposo con tales síntomas—.
— Nunca me he sentido tan mal, Isolina. Te digo la verdad. Esta enfermedad o lo que fuera, no la he tenido jamás en mi vida —volvió a reiterarle éste a su mujer, que le escuchó cada vez más preocupada, en la tenue claridad que el mechero alimentado con aceite de higuerilla producía en la habitación—.
— Ay Demetrio, mejor no pienses en esas cosas. De peores situaciones hemos salido. Fíjate que tenemos ocho hijos que criar todavía. Que nuestro Caleb está todavía bebito y que, comenzando por Lucho que ya tiene diecisiete años, todos necesitan aún a su padre. Como ya sabes, nuestro hijo Reynerio no es cuenta, él hasta ahora es un niño… —le respondió su mujer para hacerle recordar que su primer hijo varón padecía de un leve retardo mental desde su nacimiento y que, si bien había crecido y se había convertido en un apuesto joven, tenía todavía el desarrollo mental de un niño de diez años de edad, a lo mucho—.
— Si dependiera de mí, qué no sería capaz de hacer, Ishuquita. Tú sabes cómo quiero a nuestros hijos y… a los míos… —eso de “los míos”, era una confesión de última hora a su mujer, que se sorprendió tanto con esta información que no atinó a responderle nada en ese momento. Ya tendría oportunidad de aclarar aquello, se dijo ella para sí, cuando fue interrumpida de nuevo por su marido para pedirle en tono de súplica—: Isolina, otra vez tengo sed y me gustaría que me hicieras una limonada caliente.
Para hacer la limonada había que bajar al primer piso desde el terrado de la casa de teja, por las escaleras de madera, ir hasta la cocina, descubrir los carbones del rescoldo que estuvieran prendidos, por hallarse protegidos debajo de la ceniza del fogón y comenzar a soplar hasta encenderlos. Luego había que poner a hervir el agua en una olla y mientras hierve, ir a buscar los limones en la huerta. Solo que… en ese momento, eran ya un poco más de las tres de la madrugada y el mechero con el que bajaría alumbrándose no daría suficiente luz como para meterse a la huerta y andar por allí sin tropezarse con algo. Pero… ni modo —se dijo para sí— cogió por el asa el mechero de greda quemada que funcionaba con aceite de higuerilla y alumbrándose con él, bajó al primer piso dejando al enfermo en el terrado en una oscuridad completa.
Al cabo casi de una hora, doña Isolina regresó al terrado con la luz, una tetera todavía humeando y una taza de fierro enlozado para servirle a su marido la limonada caliente que tanto deseaba. Buscó en un baúl de madera forrado en cuero, en donde ella acostumbraba guardar cosas como pastillas para la fiebre y después de rebuscar por todos sus lados halló una de “Mejoral”, que le dio a tomar junto con la bebida caliente. Esta vez sí, la limonada caliente y la pastilla de “Mejoral”pareció que fueron su derecho de la enfermedad. La opresión del pecho se le quitó a su esposo como por encanto, la fiebre y los escalofríos desaparecieron como quitados con la mano y al sentir este bienestar general tan de repente, se quedó dormido plácidamente hasta las diez de la mañana.
El sol, a esa hora, reverberaba como de costumbre en La Ochora en la época de ausencia de lluvias o de estiaje y, su luz, entraba a raudales por cada uno de los intersticios de las tejas del techo del terrado y de su cubierta de cañabravas, en el enorme aposento que servía de dormitorio a toda la familia en la que él estuvo durmiendo. Ante tanto despliegue de iluminación y de la presencia de esos ruidos y sonidos propios del día: los “pichihuichis”cantaban sobre la cumbrera del techo, los “shicullos”en algún árbol de naranjas de la huerta y los “suysuyes” en el árbol de guabas o de algún caimito; pero, sobre todo, al no sentir malestar alguno, el enfermo se levantó de la cama y con una toalla al hombro bajó al patio que había frente a la cocina y premunido de una bandeja con agua, se puso a lavarse la cara y a afeitarse con su acostumbrada navaja alemana “Solingen”.
Cualquiera que lo hubiera visto en esas fachas y andadas, no habría sido capaz de imaginar que la noche anterior estuvo delirando con la fiebre y sudando a chorros. Por eso, su Isolina cuando lo vio de ese modo al llegar del mercado, que en el pueblo funcionaba sólo los domingos desde las seis de la mañana hasta las ocho, no pudo menos que escandalizarse frente a tan gran desarreglo de su marido:
― Pero… Demetrio, ¿qué pues no tienes juicio? Anoche has estado hirviendo y tiritando con la fiebre y ahorita… fíjate… si hasta te estás mojando y a medio vestir de la cintura para arriba. ¿Acaso no tienes miedo que te dé una neumonía? —la frase le salió de la boca en forma por demás inocente en ese momento, como se acostumbra decir las cosas que se dicen sin pensarlas, pero le parecería después del día siguiente, nada más ni nada menos que una maldita premonición... eso, ¡una premonición! , ¿en qué maldita hora y para qué la diría? —.
― Ya estoy bien Ishuquita —le contestó su marido muy suelto de huesos y demasiado sereno para la ocasión— tenía que afeitarme y lavarme. Estoy que huelo a sudor. Parece que anoche sudé más que un caballo; pero, con suerte creo que fue un resfrío y nada más. Además, después de almorzar debo regresar a Moyobamba. Ya tú sabes, el lunes tengo que ir a trabajar.
— Estás loco o trastornado si piensas ir a trabajar el día de mañana que es lunes. Primero te sanas bien de ese resfrío, si eso es lo que tuvieras, aunque a mí no me parece. Anoche, con los síntomas que tuviste, hasta llegué a pensar que te ibas a morir… con neumonía o con cualquier otra enfermedad incurable―para qué lo diría otra vez, ¡Dios mío! ¿No sería que ella, su esposa de toda la vida, lo estaba tapiando? ―.
— Eso fue anoche. Ahora me siento bien. Además, ya sabes que, hierba mala no muere ¿no es cierto, mujer? ―le contestó su marido más orondo que nadie que ella conociera―. Parece que he tenido un fuerte resfrío no más y ya se me pasó. Más bien apúrate a terminar de hacer el almuerzo y… si quieres, me acompañas a Moyobamba. Mañana lunes regresas tan pronto amanezca.
— Bueno… bueno… que sea como tú dices…
Y se fue a su cocina a hacer el almuerzo, con la ilusión de que todo no fuera más que un resfrío, y que las cosas ocurrieran tal como se lo estaba diciendo su marido en ese momento. Sin embargo, muy dentro de su alma, tenía un presentimiento desconocido que le oprimía el pecho, y que le hacía saber que, todo aquello no iba a quedar allí no más porque algo terrible estaba a punto de suceder. Por eso, para armarse de valor, sacó con su cucharón de palo un poco de “cachiyacu” de la olla de barro donde disolvía la sal de cerro o “chacha” y la echó al fogón diciendo con una fe inusitada:
— ¡Padre Eterno de Sorochuco, líbranos de cualquier mal! ―no supo de dónde se le salió eso de invocar al patrón del pueblo celendino de Sorochuco, pero lo hizo de modo natural. Luego recordó que su madre doña Asunción Rojas Sánchez acostumbraba decir aquello frente a cualquier adversidad―. En el distrito de Sorochuco de la provincia de Celendín, acostumbran rendir pleitesía a Dios Padre todos los años con una fiesta, cada año, más memorable.
Pero… lamentablemente no resultó así. Camino a Moyobamba, a eso de las cuatro de la tarde después de una hora de caminata, Demetrio González volvió a sentir aquella sed terrible que le aquejara el sábado, al medio día, en el viaje de venida a La Ochora. Por eso, tan pronto como pasaron el almendral de la Pampa del Morro y llegaron a la quebrada de “Mishquiyacu”, sudando a chorros, se quitó el sobrero y, después de enjuagarlo en las cristalinas aguas del manantial, sin que su Ishuca ni nadie pudiera impedirlo, comenzó a tomar el agua fría y de sabor agradable de ese maravilloso manantial, a grandes sorbos, para luego exclamar lleno de una felicidad inaudita:
— ¡Ahora si ya no me importará morir!, Ishuquita. Acabo de matar a la que me estaba matando: la sed. Mi garganta parecía que hubiera estado hecha de atadijo seco desde que comenzamos la bajadita de Pucacuro y se volvió francamente inaguantable por la Pampa del Morro —según a él le pareció, con lo cual quiso hacer un poco de burla para referirse a la sed terrible que le comenzó a aquejar tan pronto salieron de La Ochora a Moyobamba—.
— ¡Ay Demetrio!, tu sí que eres el hombre más desarreglado de la tierra. A mí no me parece bien que te zampes esa agua fría del “Mishquiyaco”, que está helada porque baja del Morro por entre los almendrales. En fin, ya lo hiciste, ¡qué se le va a hacer!… ¡Pero, ahora estoy rogando a Dios para que no te haga el daño que sospecho que te va a comenzar a hacer! Y le pido a Dios me perdone.
— Nada me va a pasar, mujer. Estoy acostumbrado a tomar agua fría. Acuérdate que en Tayabamba, tomaba agua helada a la media noche, para quitarme los calderos…
— Pero ahí estabas más joven. Era diferente. Además, ahí tenías sed por las borracheras que te aventabas y no por la fiebre, como ahora…
— Ya, ya… no la hagas larga. ¡Ya no tengo sed...! Vamos siguiendo mejor el viaje. Fíjate que, de aquí a Moyobamba, hay por lo menos dos horas de camino bien andados… todavía.
Y reanudaron de nuevo la caminata. Sin embargo, al pasar el Indoche, Demetrio González comenzó a sentir unas terribles punzadas atravesándole del pecho a la espalda, que calló para no alarmar más a su mujer. Cerca de la rumorosa quebrada de Azungui, presumiblemente a un kilómetro de Moyobamba, ya no pudo más. Se sentó a un lado del camino y comenzó a jadear. Sudaba frío y su semblante pálido adquirió el rictus mortal que le acompañó hasta el día siguiente en que falleció. Doña Isolina, tan pronto lo vio en esas condiciones, comprendió que algo muy malo había comenzado a ocurrirles.
Para su suerte, en ese momento apareció al trote por el camino de venida de La Ochora a Moyobamba, don Remigio Sandoval —un ochorino amigo de ellos—, montado en su mula de la cual se bajó de inmediato para preguntarles qué es lo que les estaba pasando. Al ver el semblante de su amigo y la cara de preocupación de su esposa, fue un indicio más que suficiente de la gravedad de la situación.
Pero, al comprobar que, cada vez que su amigo Demetrio tosía y escupía, lo hacía con rasgos de sangre en la saliva, comprendió que había que ayudarlo de inmediato. Subió a su mula al enfermo y no paró hasta que lo dejó en el Hospital Evangélico de Moyobamba, donde tenía la certeza que el médico inglés al que por allí conocían sólo como “doctor Lince” ―su nombre era Arthur y su apellido era Lindsay―, tendría la solución al problema sin duda alguna.
En aquel tiempo, la neumonía era mortal. No había todavía antibióticos para combatirla y, el doctor Arthur Lindsay que no era inglés sino escocés, según él mismo se daba el trabajo de aclarar cada vez que podía, a lo único que pudo contribuir fue a bajarle la fiebre con antipiréticos y hasta con baños de alcohol durante toda su agonía, pero nada más… a eso de las siete de la mañana del día siguiente falleció, irremediablemente, sin que nada se pudiera hacer. La enfermedad que lo arrancó de este mundo fue: neumonía fulminante... ¡fulminante...!

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