Por Jorge Aliaga Cacho
Caminando por las calles de Madrid encontró un lugar, una verdadera joya, reliquia de recuerdo y tradición flamencas. Era de noche cuando llegó hasta el tablao Villa-Rosa que, desde la puerta, parecía ser un lugar propicio para disfrutar de una copa, o dos, descansar el día y relajarse. En el umbral de la puerta lo recibieron dos sonrientes anfitrionas que dándole la bienvenida, hechiceras, lo escoltaron hasta una mesa, al borde de las tablas. Allí saciaría su apetito consumiendo, además de paella, calamares, pescaitos, pulpo, mejillones, camarones, choquitos, puntillitas y gambas; todo acompañado de un buen vino de la casa. Asimismo presenciaría un espectáculo de contrapunto gitano que le provocaría un deleite absoluto. Ese gozo le haría reflejar patrones de placer en el rostro, exclamaciones de júbilo, olés y estremecimientos del alma. Se encontraba, mágicamente atrapao, allí, en el tablao. Ese lugar, le comentaban, había abierto sus puertas el año 1911 y, le dijeron, que pronto se convertiría en lugar favorito de distinguidas personalidades del arte y la cultura, como público en general. Él, bebía una copa de vino, le decían: ‘en el mismísimo lugar que lo harían antaño: Ernest Hemingway, Ava Gardner, Lola Flores, Miguel De Molina y Dominguín’. Un alegre interlocutor, ávidamente, le ofrecía sus historias al tiempo que la música y los danzantes enseñoreaban ese recinto madrileño. Iba por su segunda copa de vino, cuando un parroquiano, balbuceando, causando revuelo en su imaginación, le dijo: 'A éste tablao ha sabido llegar el propio Alfonso XIII'. Fue entonces cuando el personaje de nuestra historia se dijo lleno de júbilo, estremecido por el ritmo flamenco, que ese rey se merecía el título, obtenido, de Sabio Rey. Lo que vendría a continuación, y no me refiero al líquido elemento sino al espectáculo que nuestro personaje contemplaría, lleno de gozo, sería revelador: flamenco de los dioses, imágenes de embrujo. La música, los sentidos, el ambiente y el esplendor lo consignarían a un espejismo que no estaría dispuesto a renunciar. Al término del espectáculo miró su reloj, bebió su última copa de vino y salió de ese lugar repleto de imágenes flamencas que tomaban vida en su imaginación. Caminaba, por la Plaza de Santa Ana, tarareando las canciones que había escuchado, soñando el color de lo vivido. Dirigía sus pasos bajo el manto de la noche, sabe dios a qué lugar de su destino, y no se le vio por las calles de Madrid pasado algún tiempo. Después de unos meses, cuando llegó el frío de enero, Humberto decidió volver a ese tablao que había descubierto aquella noche y que había abandonado como dejando la vida. No recordaba el lugar con exactitud. Buscó sin suerte alguna. Reconoció varias calles pero había olvidado el nombre de la calleja donde se encontraba ese emporio sensorial. Recordaba con ansias los ojos de aquellas jóvenes moras de absoluta belleza que le dieran la bienvenida en el tablao. Sonido de castañuelas, paraditas, ojitos, boquitas, labios, flores silvestres, esbozando sonrisas que le encresparían el alma.
Humberto, cruzaba y recruzaba la Plaza de Santa Ana. Observaba en todo alrededor pero no encontraba el tablao. En su ansiedad reconoció más calles; pasó por un bar al cual estuvo a punto de ingresar en busca de alivio. Bebería una caña y estaba seguro que recordaría ese sitio de ensueño. Desistió. Pasó de largo la puerta del bar. Siguió camino hasta La Puerta del Sol. Buscaba. Su memoria flaqueaba. Podría estar cerca. Se animaba. Imaginaba a las bellas anfitrionas, brillo, quiebres, deleites al compás de la música gitana. Tacón, taconeos, palmoteó, vestidos, pliegues y talles. Se atrevió a vocear un jubiloso ‘olé’ y siguió pensando, buscando. Estaba ahora en el Mercado San Miguel. Confusión. Le llegaban vagos recuerdos, casi nada. Encontró un pub en la entrada de La Plaza Mayor. Allí descansó y bebió mustiamente. ‘No podía ser’, pensaba. No podía creerlo. Sudaba y temblaba. ¿Habría estado soñando?, se preguntaba. Desvariaba. Estaba por la quinta pinta de Guinness, ensimismado, conversando consigo mismo. Al levantar la cabeza escuchó a un parroquiano decirle: ‘No puede ser, caballero, hace muchos años que el Villa-Rosa, fue incendiao. Quedaba en la esquina de Alvarez Gato. Sucedió una noche cuando dos bellas gitanas lo convirtieron en cenizas. Humberto palideció. Le vino como mareos. Enmudeció pero luego respiró y recobró el aliento.
-Póngame otra Guinness –dijo.
-También una copa de wiskey –agregó
Al día siguiente, temprano en la mañana, descubrió por la ventana que el sol brillaba. Tomó una ducha. Se secó cavilando. Vistió una camisa, pantalón y botines negros. Brincó a la calle y, casi corriendo, se dirigió a la esquina de la calle Alvarez Gato, donde, para su sorpresa, encontró paseando sonrientes, alegres, a las dos gitanas que le habían dado la bienvenida aquella noche de su recuerdo y que, le habían dicho, serían las incendiarias de la finca donde otrora quedaba el tablao.