Por Jorge Aliaga
Cacho
La Consuelo estaba en un rito extraño, sentada en la banca, frente a la mesa, sostenía cinco cigarrillos encendidos entre sus labios, exhalaba humo y repetía:
-¡Te engaña hija,
te engaña!
-¡Te engaña! –
repitió La Consuelo encendiendo sus ojos locos.
-¡Me engaña! –
gritó Maruja conmovida al tiempo que se asustaba de los ojos violentos que
anunciaban locura. La Consuelo cerró los ojos y los volvió a abrir grandes,
diabólicos, para volver a decir:
- ¡Te engaña, te
engaña!
Maruja ahora
lloraba. Más que el anuncio de la infidelidad conyugal lo que la hacía llorar
eran los ojos asesinos de La Consuelo que la sumergían en un estado de terror.
Al día siguiente,
cuando Braulio se preparaba para desayunar se apareció en esa casa el diablo.
Transformado en gato se apareció en el marco de la ventana con su mirada
aterradora. Braulio quiso escapar de la habitación pero la única puerta de
escape se trancó sin razón alguna. El demonio entonces le encendió la mirada
irradiando maldad y Braulio se arrodilló en el suelo para pedir perdón y gritar
de pánico: ¡Nooooooooooo!
Maruja logró abrir
la puerta y encontró a su marido en el suelo, con los ojos cerrados de terror,
pero el gato ya no estaba, se había fugado de la habitación.
-Esto te ha
sucedido porque me engañas – le dijo Maruja
-Braulio tomó su
maletín de cuero y salió como enajenado, corriendo, corriendo.
- El diablo,
hijito, el diablo –le repitió Maruja.
Todas las mañanas
ella hacía, con su mano y su brazo, la misma figura para entregarle la moneda
de cincuenta centavos a su hijo. Metía los dedos en el monedero para rebuscar y
pescar la moneda mediana de medio sol. Movía el brazo haciendo un arco que
nacía en el monedero y terminaría en la palma de la mano de Marlo. Este metía los
cincuenta centavos en el bolsillo del pantalón y bajaba las escaleras del
edificio, de prisa, con rumbo al colegio. En las mañanas los pisos del edificio
lucían limpios, el portero se esmeraba en la limpieza. Siempre lo veían
limpiar, los pasadizos de los cinco pisos, con aserrín y kerosene.
En la puerta del
edificio amanecía gente que venía de la sierra. Se sentaban en la grada de la
puerta de la agencia de ómnibus. Algunos, a su vez, sentaban en sus faldas a un
carnero o una gallina y los bultos ocupaban todo el espacio de la vereda. Los
taxistas se los llevaban de a tres o de a cuatro. Sentaban primero a los pasajeros
luego les ponían los bultos y, encima, los animales.
Los transportistas
se aprovechaban de los recién llegados que no conocían Lima y les cobraban por
la carrera lo que les daba la gana. Algunos de los sentados, en la grada de la
puerta de la agencia, abrían sus fiambres para descubrir cancha, mote, habas y
cuy. Vestían varias prendas superpuestas. El largo de sus pantalones alcanzaban
sus canillas y eran sostenidos en la cintura por una pita o soguilla. Marlo
pasaba frente a los pasajeros. Traían el olor de la sierra. Olor puro y natural
allá en las alturas pero descompuesto cuando llegaba a Lima.
En la esquina de
esa calle comenzaba la calle de los chinos con su diversidad de negocios:
artefactos eléctricos, garajes, chifas, dentistas, imprentas, hoteles. Por esa
calle se desplazaba la mancha de uniformes color caqui que se dirigían a la
escuela fiscal. En la esquina divisaban al profesor Ríos y todos apuraban el
paso haciéndose los puntuales. Todos se veían pero no se hablaban entre ellos.
La señorita Ballero, profesora de setenta y cinco años cumplidos. Ella venía atrás de la mancha color caqui. La
veterana caminaba firme y segura. El profesor Ríos llegaba primero a la fachada
del colegio, subía la grada, giraba rápidamente y levantaba el brazo para
saludar con su manota a los colegas. Los alumnos del Quinto Año que habían
probado esa mano sentían escalofríos.
La escuela tenía
un olor peculiar: cuadernos, borradores, lápices tajadores, huevos duros, galleta
de soda. Eran las 8 de la mañana. El Director acercaba un ojo a la mica del
reloj pulsera y distinguía los números con dificultad, vacilaba.
-El profesor Ríos
daba la voz:
-Uno, dos, tres…….
El Dávila era el
más alto. Se cuadraba al fondo con su insignia de policía escolar, reluciente.
Los chiquitos no respetaban su autoridad. Lo llamaban Niño viejo. El profesor
Ríos desde el estrado controlaba a todas las cabezas del Quinto Año. Reconocía
a los alumnos por los cortes de pelo. Sabía a quién pertenecía cada cabeza.
Terminado el himno
nacional los alumnos se dirigían a los salones de clase. Los del Primer Año se
instalaban junto a la Dirección del colegio. El Director entraba primero al
salón del Primer Año para darle un chape a la señorita Norma.
-¡Pero Señor
Director!– clamaba la Señorita Norma - Las babas se le chorreaban al gordo.
Antes él había ordenado a todos los alumnos cubrirse los ojos con las manos. Si
observaba que alguien no cumpliese la orden, al salir del salón de clase, le
arrancaría las orejas. Eso era lo que sentían los párvulos como si les hubiesen
arrancado las orejas. Los de Segundo Año tenían su salón cerca a los baños.
Hasta allí caminaban llevando el mismo paso que la Señorita Ballero. Los del
Tercer Año eran los más relajados, pendejitos. Se dirigían al salón que tenían
en el segundo piso silbando, peleando, empujándose, tirándose pedos, escupiéndose.
Al Chino Tang le metían la mano, lo descontrolaban. Al negro Dávila le tiraban
papeles y desde el segundo piso le disparaban con ligas y hasta con hondas. El
profesor, del Tercer Año, era El teacher. El teacher llegaba al salón de clase
primero. Se sentaba en su silla giratoria, apoyaba su cabeza en el escritorio y
se quedaba dormido hasta la hora del almuerzo. Ese era el único salón alegre de
la escuela. El profesor del Cuarto Año era Ballinger de Chicago. Llegaba a su
salón del primer piso y sacaba la lista de los castigados quienes no habían
guardado silencio en la formación. Uno a uno los llamaba al frente para
cachetearlos hasta dejarlos medio dormidos. Ballinger gozaba infligiendo
castigo físico. Sus ojos, cuando cacheteaba, se le tornaban rojos. Le salía
espuma por la boca. Se ahogaba. Lloraba como si él fuese la víctima. Todos los
alumnos se miraban aterrorizados pero no decían palabra alguna. Estaba
prohibido hablar. Ballinger regresaba para hablarles con los ojos y los volvía
a golpear con un batón de cuero relleno de arena. Les paleaba las espaldas, las
cabezas, los brazos, las piernas. Cuando infligía castigo, cerraba la puerta
del salón con llave y con cada golpe propinado maullaba. Se subía en el pupitre
para blandir su palo de cuero y amenazaba con otra tanda de castigo. Cuando esto
sucedía. Los alumnos se aterrorizaban en silencio. Nadie lloraba. Era extraño.
Siempre sucedía el mismo abuso pero al salir del colegio todos olvidaban lo
ocurrido. Era una pérdida de memoria colectiva. Al día siguiente todo se volvía
a repetir de la misma manera. Un día memorable Ballinger se olvidó de hacer la
lista de castigados pero para no perder la costumbre mandó cerrar las ventanas
y poner el cerrojo a la puerta. Comenzaría
nuevamente el castigo.
Esta vez Marlo le
dijo que si no tenía la lista de castigados no debería castigarlos.
Igual que el gato,
que había desaparecido de la casa de Marlo, así desapareció Ballinger de la
escuela y nunca más fue visto otra vez.
Les llegó
profesor nuevo, ahora están en quinto, nadie habla de Ballinger. Hacen bulla, joden, pendejitos, como lo hacían en tercero cuando El teacher era el profe. Bandidos. Todos los días se escucha en el plantel escolar el tamboreo, el coro alegre, ojos encendidos,
gritando:
-¡Diablo, diablo,
diablo, diablo!