Por Dunia Espinoza Montesinos
(Del Libro Adela Montesinos Vida y Obra)
Y llegamos al final de esta larga jornada. Son prácticamente cinco años dedicados a acopiar, organizar, investigar y conocer en toda su dimensión a Adela Montesinos. Debo confesar que no me ha costado ningún esfuerzo, no sólo por lo grata y enriquecedora que ha sido la tarea, sino también porque de alguna manera se han ido poniendo sobre mi mesa todos los elementos para lograrlo.
Supongo que no es nada fácil escribir sobre la madre de uno. Ir constatando a cada paso qué distancia hay entre la madre doméstica, cotidiana, íntima, si se quiere y la persona próxima, pero pública, compartida, increíble, que uno va descubriendo.
Desde el lejano día en que se apareció en mi casa, de la mano de mi muy querida amiga Gloria Zegarra Encinas, la doctora Lady Rojas Benavente, peruana, radicada en Canadá, Catedrática de la Universidad de Concordia en Montreal, quien en su largo peregrinar por la literatura de mujeres de América Latina había conocido “Arcos Hondos” y se interesaba por saber si había más poemas inéditos, todo este viaje por la vida y la historia de Adela se ha convertido en una hermosa travesía por sus pueblos, sus gentes, sus sentimientos, sus vivencias entrañables.
Habían transcurrido más de 30 años de la muerte de mi madre. El mieloma múltiple que, en abril de 1976, finalmente le quitó la vida, tras ocho meses de inenarrable sufrimiento, le había minado las fuerzas al punto de comprender que ya no podría levantarse más. Tomó las llaves de su casa y me las dio, diciéndome: “Hija, ve a mi casa, toma todos mis papeles y guárdalos.”. Y yo sentí que ésta era para mí una orden sagrada. ¿Para qué, para cuándo? No lo supe hasta que entendí que estaba en el momento y el lugar precisos.
Ni siquiera había tenido la fuerza suficiente para abrir y menos para leer nada suyo, el horror de reabrir la herida de su partida me paralizaba. Ella estaba irremediablemente ausente. Y la voz de Lady se convirtió de pronto en la hora de partida ¿Hacia dónde? ¿Hacia qué? No lo sabía entonces: pero sentí que había llegado la hora de empezar a andar. Fue así como este libro comenzó a andar hace unos cinco años para venir a parar aquí, precisamente cuando se cumple el centenario de su natalicio.
Lady debía ir a Arequipa a dictar una conferencia y decidí ir con ella. Cargué, pues, todo en una maleta y partimos.
“La casa encantada”, en Yanahuara, propiedad de mi tío Alfonso, hermano de mi madre, tiene recreado el ambiente familiar de su infancia. Allí están las fotos tomadas, con celo de artista, por mi abuelo Guillermo, de los atardeceres de Arequipa, el mirador, el cello y el piano de las noches musicales, las fotos de la ya desaparecida casa paterna… Sentí que ése era precisamente el escenario que la apertura del valioso encargo merecía.
Y realmente nos encontramos con mucho más cosas de las que imaginábamos y sobre todo con cosas mucho más valiosas de lo que suponíamos. Era como si ante la legendaria y misteriosa Petra, hubiéramos pronunciado las inolvidables palabras de Ali Babá: “Ábrete Sésamo” y se nos hubiera descubierto su magnificencia.Tener en mis manos sus inconfundibles manuscritos, los poemas que había mecanografiado con dos dedos, el orden cuidadoso con que había archivado, el valor que le había dado a cada carta, a cada foto, a cada muestra de afecto, cada palabra leída me hizo comprender que yo era sumamente afortunada, pues me había sido dado el privilegio de ser la persona más cercana a Adela. Había compartido con ella la vida en familia casi 36 años, pero, mucho más allá de eso, había sido también la persona a quien ella le confió sus pensamientos, sus secretos, anhelos, esperanzas y finalmente su acervo documentario.
Este privilegio, como todos, implica al mismo tiempo compromisos y responsabilidades. Si nadie la había conocido más directamente que yo, nadie podría dedicarle tanto tiempo, tanta acuciosidad ni hacerlo con más cariño. De ahí la necesidad de ser yo quien ponga en manos de su ciudad y del Perú, la obra de Adela Montesinos. Mujer de múltiples facetas, precursora del pensamiento feminista, adalid en la participación política de la mujer en la vida ciudadana, autodidacta, poeta, intelectual, madre, amiga, camarada siempre.
En los archivos de la Biblioteca Municipal de la todavía conventual Arequipa me di con la sorpresa de hallar “Arcos Hondos”, edición totalmente agotada desde 1973. Pero logré también encontrar los ejemplares del diario “Noticias” donde ella inicia su vida literaria con unos artículos sobre “Feminismo”, en 1930 y con apenas 19 años de edad. Una importante polémica, donde interviene una poetisa de cierto prestigio por el lado más reaccionario y por el otro, muchos lectores (todos varones) que comienzan a vislumbrar los cambios sociales y que, por lo mismo se solidarizan con el pensamiento de Alma Moreva, sin sospechar siquiera quién era la osada joven que se atrevía a sostener tamañas herejías, cobijada bajo ese peculiar seudónimo.
Recordemos que la mujer en el Perú no alcanzó derecho al voto sino en 1956 y que en el 30 era prácticamente imposible suponer que alguna aspirara a trabajar y a asumir responsabilidades económicas o sociales. Su rol estaba estrechamente constreñido al papel de ama de casa y de madre de familia o de “bibelots”, como dijera ella, bajo el férreo dominio de padres, hermanos o maridos.
Mientras leía sus artículos en la Biblioteca Municipal de Arequipa, escucho de pronto el nombre de mi madre. Cuál no sería mi sorpresa al constatar que una señora, joven, a quien yo no conocía, pedía información sobre su obra. Era Miriam Ríos Ferrada, una poeta, miembro del Centro de Escritoras de Arequipa a quien se le había encomendado la tarea de hablar sobre mi madre en el próximo Día Internacional de la Mujer. Juntas, pues recorrimos las páginas de la polémica y ese 8 de marzo, en el auditorio de la Municipalidad de Arequipa se habló por primera vez, en 30 años, de su obra y de lo que su pensamiento ha constituido a lo largo de todos estos años en el sentir y el pensar de las mujeres.
La última vez que se había hablado de ella antes de eso había sido en 1973 cuando Jorge Cornejo Polar presentó el libro “Arcos Hondos” en Arequipa.
Pero habían transcurrido más de 30 años desde entonces y Adela era una desconocida. Así que la tarea era ir difundiendo su obra, prácticamente inédita, poco a poco. No me fue difícil hallar quien se interesara en eso. Por lo menos una vez al año, algunas dos, volví a Arequipa y aproveché para conversar con mucha gente que la había conocido: así como con muchas otras personas que, no habiéndola conocido, habían oído hablar de ella y de su vida.
Recorro los álbumes de fotos y me encuentro con una de aquellos años treinta: Ella era apenas una bella jovencita de facciones muy finas, asomada a una ventana. Lleva un traje estampado con flores muy pequeñas, un cuello blanco, y su delicada mano sostiene la cortina. Y me pregunto ¿Qué hace que una muchacha bonita, inteligente, culta, que lo tiene todo, alce públicamente la voz en defensa de una causa que pareciera tan ajena a ella?.
Y me regresa la pregunta ¿lo tiene todo? Bueno, casi todo. Lo que le hacía falta a Adela era haber llevado una vida escolar, cosa que no tuvo, pues sólo alcanzó el segundo año de primaria. Es cierto que reemplazó la educación formal por la autoformación, leía mucho, se proveía de los libros que importaba la Librería “La Simiente” y disfrutaba de un selecto grupo social del que formaban parte Hermann Ugarte Chamorro, los hermanos Augusto y Antonio Chávez Bedoya, Guillermo Mercado, Carlos Manchego y las hermanas Alicia y Blanca del Prado. Es decir, ella era acogida en plano de igualdad por los jóvenes intelectuales de la época.
Pero ella se da cuenta de lo importante que es la educación, especialmente para las mujeres. Ve en su entorno que muchas soportan humillación y vejámenes por razones económicas, que las mujeres no están preparadas para valerse por sí mismas y se ven obligadas a depender de padres, hermanos y maridos. En su profunda sensibilidad social mira no sólo dentro de su grupo, sino, sobre todo afuera y vé que no todas las mujeres tienen los privilegios de los que ella disfruta.
Adela y Alfonso crecieron al abrigo de Don Juan Manuel Polar, ilustre patriarca y pensador arequipeño, cuasi franciscano en su vivir, que repartía todo su sueldo entre los pobres y preconizaba la igualdad de todos los seres humanos. Ambos conocían también muy de cerca la obra bienhechora del abuelo materno, don José Benedicto Montesinos Garzón, ilustre médico que jamás había cobrado por una consulta, legando, por el contrario todo su sueldo para proveer de medicinas a los menesterosos.
Pero ¿Qué es lo que hace que Adela hable de “justicia” en vez de “caridad”? Sin duda los libros, las lecturas, su sensibilidad.
Adela, que nace en 1910, abre los ojos al entendimiento prácticamente con la primera guerra mundial, del 14 al 18. A fines del 17 se produce la gran Revolución Bolchevique. Se interesa por saber qué era Rusia. Conocía muy bien y le encantaba la música rusa, especialmente Tchaikovsky, pero, ya en la adolescencia comienza por devorar los libros de Tolstoi, Dostoyevsky, Pushkin, Turgueniev, y otros. Todo ello la impregna de lo que se conoce como “El alma rusa”.
Y es esa misma “alma” la que la lleva a involucrarse en la gran gesta de los trabajadores por la justicia social, sentir que la acompañará a lo largo de toda su vida y que terminará sólo con su último aliento.
Pero volvamos a su vida. Mientras conocía todo acerca de esa famosa polémica feminista me preguntaba si este quehacer tenía ya una raigambre ideológica o era simplemente el grito de protesta. Creo que he tenido ante mí un hermoso rompecabezas cuyas piezas he ido encontrando en los lugares y momentos más insólitos, y esta es una de esas piezas: un par de años después vengo a saber que antes de esto, en noviembre del 29 Adela había sido la única mujer que participó de la fundación del Partido Comunista en Arequipa, que había asistido a este acto en compañía de su hermano José Domingo y que había recitado en ese acto, unos poemas de Mayakoski en honor de los trabajadores.
Esta noticia fue para mí un enorme descubrimiento. Si las mujeres no participaban de la vida económica, mucho menos lo hacían de la vida política. ¿De dónde sacó ella la convicción y la fuerza para involucrarse no sólo en la vida política, sino, más aún desde un partido tan estigmatizado como el Partido Comunista? Evidentemente Adela estaba destinada a romper esquemas. Esa frágil muchachita de la foto, tenía realmente una fuerza interior extraordinaria.
Ante la posibilidad de que la autoría de los artículos periodísticos fuera descubierta y para evitarle un disgusto a su madre decide emigrar a Lima y llega en enero de 1931. José Domingo, su hermano está ya en la capital cursando estudios de Medicina y ella se vincula al grupo Mariátegui: Angela Ramos, Dora Mayer, José María Arguedas, Julia Codesido, las hermanas Carvallo, las hermanas Bustamante, etc.
Se vincula también a la Universidad de San Marcos donde conoce a quien fuera su primer esposo Pompeyo Herrera Mejía, dirigente político y estudiantil, miembro del Partido Comunista. Esto la liga al movimiento obrero, a la primera huelga de mujeres, las telefonistas, que luchan por contar al menos con una silla para sus ocho horas de trabajo. A la lucha contra el alza de las subsistencias, al socorro y la alfabetización de los presos.
Esta es una etapa muy plena para Adela, siente que puede ser útil. Se casa con Pompeyo. En el gobierno de Sánchez Cerro, Pompeyo es detenido junto a cientos de dirigentes políticos, apristas y comunistas y desterrado primero a Centro América y luego a Chile a donde llega con Adela y su pequeño hijo Guillermo. Pompeyo ha adquirido en la prisión previa en El Frontón, la tuberculosis y muere finalmente en Santiago un 11 de setiembre, dejando a Adela viuda un día antes de cumplir los 24 años.
El destierro en Chile fue para Adela, en el resto de su vida, una herida abierta, pero fue, al mismo tiempo y siempre una fuente de esperanza en la solidaridad del ser humano. Recordaba con horror sus hambres y sus miedos, su angustia, su dolor y su soledad. Lo refleja muy bien en “El cuarto de las ratas”, pero al recordarlos afloraban también los nombres de los amigos y camaradas solidarios. Hombres y mujeres del pueblo chileno que le abrieron las puertas de su casa para acompañarla, para darle un lugar, para hacerle sentir menos sola su tremenda soledad de madre viuda y expatriada.
Adela encuentra allí un lugar desde donde poder expresarse: El Movimiento por la Emancipación de las Mujeres de Chile (MEMCH), donde mujeres como Elena Caffarena y Martha Vergara han consolidado un poderoso movimiento femenino, capaz de editar incluso una publicación, “La Mujer Nueva” en la que Adela tiene la posibilidad de escribir y de consolidar sus opiniones. He podido recuperar sólo tres de esos artículos, firmados también con seudónimo, esta vez Fernanda Martínez o Sofía Martínez. Desde uno de ellos, Adela alerta ya de los peligros del fascismo en el año 1935. Los otros dos son llamamientos a las mujeres: “Levántate y anda” y “El hogar que no aceptamos”. Ambos con planteamientos que hoy nos parecen a veces hasta pueriles pero que en ese entonces constituían un osadísimo grito por la igualdad de derechos y responsabilidades.
Vuelve al Perú a fines de 1938 al llamado de su madre que radica en Arequipa y que espera conocer al nieto, que tiene ya seis años. De paso por Lima se da con una vergonzosa noticia en el suplemento “La Noche” del diario “La Prensa”. Con motivo del Día de la Madre, un señor, muy caritativo él, había donado un premio de 2,500 soles para ser entregado a la madre más prolífica, siempre y cuando sus hijos fueran “legítimos”. Adela no puede quedarse callada. La indignación, la ira y la vergüenza la hacen escribir una larga carta al periódico defendiendo el derecho de todos los niños, pues todos, dice, “Son iguales, hijos de la vida”. Y defendiendo por sobre todo la sagrada condición de madre.
Y el razonamiento no puede ser más justo: la madre “legítima” tiene todo de su lado. A la “ilegítima”, la ha abandonado el marido, la familia probablemente la ha echado de su casa, la sociedad la repudia y le niega el trabajo y hasta la misma iglesia con saña la condena por “impura” y por “pecadora”. ¿No es ésta la mujer que más necesita de protección? ¿No son iguales y tienen los mismos derechos los niños, todos los niños?
Estamos en el 2010 y sin embargo, todavía arrastramos este desgarrador pasado colonial, todavía hay colegios e incluso universidades que no reciben a los alumnos si no presentan la partida de matrimonio de los padres, pese a que han transcurrido ya 70 años de la protesta de Adela.
En Arequipa, el 9 de noviembre de 1939, Adela se casa con mi padre, Gustavo Espinoza Rosales. El es ingeniero agrónomo y está tuberculoso. Y son otros tiempos, ahora ésa es una enfermedad curable, pero requiere de otros aires. La familia tenía, en ese entonces, una hacienda en el valle de Tambo, la Hacienda “Santa Cruz”, que estaba a punto de perderse a manos de los inquilinos y ambos resolvieron hacerse cargo de recuperarla.
La Punta de Bombón es un hermoso y pequeño pueblo del Valle de Tambo donde se cultivaba entonces arroz, caña de azúcar, algodón y panllevar. En aquel tiempo no había luz, y el agua que se bebía era salobre. No había otra manera de llegar que no fuera vadeando el río y el viaje desde Arequipa tomaba por los menos unas cuatro horas. Allí fue a parar mi madre prácticamente sola pues a mi padre lo había destacado el Ministerio de Agricultura a ser inspector de toda la zona sur del Perú y por esa razón viajaba mucho a Puno, Cusco, Juliaca, etc.
Adela cargó sobre sus hombros la enorme tarea de manejar los más de 300 topos de tierras labrantías y, por supuesto el de comandar el trabajo de todos los hombres, imprescindibles para esas tareas. Era un trabajo arduo e ingrato que requería de mucho valor y esfuerzo. En las épocas de crecida, a veces era el río el que quería arrebatarle las tierras, pero otras eran gentes que suponían que sería fácil apoderarse de terrenos que una mujer no sería capaz de defender.
Pero además, para procesar todo lo cultivado fue preciso, comprar un ingenio: “San Nicolás”. Allí la caña se convertía en azúcar, miel, chancaca, guarapo. Las dos desmotadoras de algodón separaban la fibra por un lado y las pepas de las que se hacía el aceite para fabricar jabones, por el otro. Había unas enormes landas donde se ponía a secar, y apalear el arroz que luego se pilaba. Había una gran actividad productiva y comercial, a cargo de la cual estaba Adela
A todo esto, la familia ya había crecido, además de Guillermo, el mayor, habíamos nacido yo y mi hermano Gustavo, once meses menor. Creo que nosotros tres constituíamos en medio de ese duro quehacer, el eje que la ataba a la ternura. No disponía de muchos libros, ni de tiempo para leerlos, no podía escuchar toda la música clásica que le hubiera gustado, teníamos muy poco y sin embargo, al antologar su obra siento que tenía paz, que el verde valle era para ella un lugar donde se podía crear y sus hijos su contacto más íntimo consigo misma.
Me percato de que muchos de los poemas son de esa época. Tras una ardua jornada de trabajo que comenzaba a veces por la madrugada, por la noche, a la luz del candil, solía escribir sus vivencias, sus tormentos, pero también sus esperanzas. Al evocar esa época me vienen a la memoria un pensamiento de Martí: “Ganado tengo el pan, hágase el verso”.
Eran los tiempos de la Segunda Guerra Mundial y mi madre sufría a veces por la falta de noticias. En el ingenio había un viejo camión Chévrolet rojo de cuya batería disponía ella, cada vez que era posible, para escuchar Radio Moscú o la BBC de Londres. Todo el pueblo se arremolinaba entonces en torno a esta radio para vivir las vicisitudes del avance de los fascistas primero y después de la gloriosa gesta del Ejercito Rojo que hizo retroceder hasta su guarida a la bestia parda del fascismo. El 8 de mayo de 1945 fue una fiesta para todo el pueblo de la Punta.
Los vecinos cuentan de cómo les exigía que leyeran, que enviaran a los chicos al colegio, cómo le asignaba responsabilidades a cada uno…Escuchando sus testimonios entiendo el impacto que su presencia marcó en la vida de todos nosotros, su vocación de servicio y solidaridad, su amor por los libros y la música clásica, su interés profundo y cotidiano en las personas de su entorno.
La gente recuerda que mi madre usaba pantalones. “En esa época, dijo alguien, las mujeres no usaban pantalones. Sólo lo hacían Marlene Dietrich en Alemania, Cocó Chanel en Francia y la señora Adela en La Punta de Bombón. Adela no fue nunca una persona de modas, pero es verdad que Cocó Chanel marca todo un hito en la concepción de la vestimenta de las mujeres.
Esta es la época también que la vincula al Altiplano. Algunas veces mi padre nos llevaba en sus viajes, pasábamos cortas temporadas en Puno y en Juliaca. Allí mi madre conoce de la sequía, del hambre, de la injusticia en que viven los indígenas. Le duelen en carne propia: el viejo Felipe o la Juanacha, Pedro Quispe o Ignacia de la Cruz. Este sufrimiento impregna toda su vida. Es esta época que nacen poemas como: “¿Cuándo?”
¿Cuando al fin se podrá comer tranquil
sabiendo que todos han comido?
o “Necesidad vital”
Si sé del hambre
cómo no cruzar despavorida el mundo,
buscando, anhelando, suplicando
llorando, peleando, exigiendo
porque todos tengan por igual,
expedito y cabal
el derecho elemental
de ganar su pan cada mañana.
Necesidad vital:
¡El pan cada mañana!.
Nunca más podrá desligarse de esa visión dantesca de la sequía, de la miseria en que viven los indígenas, de la soledad y el abandono, lo que la convertirá en una luchadora militante contra la injusticia, la discriminación, contra el hambre. Creo que le he dedicado mucho tiempo al valle y poco al Altiplano, cuando en realidad fue éste el que más marcó su vida. El indio es para Adela la llaga viva, los hambres seculares, el dolor infinito.
En 1948 Adela viaja a Europa acompañando a su hermana, que muere en Holanda víctima de cáncer. El viejo continente la pone en contacto directo con las secuelas de la guerra y le muestran en vivo los horrores del fascismo. Le da también la posibilidad de conocer de cerca a este laborioso pueblo que le ganaba terreno al mar y que ella admiraba tanto, de recrearse con el arte de Rembrandt y Van Gohg y de llenarse los ojos de coloridos tulipanes.
De regreso a Arequipa estalló la famosa Revolución del 50. Fue ésta una sangrienta gesta popular. Los alumnos del Colegio de la Independencia se habían declarado en huelga protestando por la falta de transparencia en el uso de unos fondos y el director no encontró mejor salida que llamar a la Prefectura. El Prefecto, Meza Cuadra envió raudamente tanques a sacar a los insurrectos. Los estudiantes los recibieron a pedradas y el Ejército replicó con balas.
Gran alzamiento popular, el pueblo todo estaba con los estudiantes y los refuerzos del ejercito traídos desde Puno y Tacna tomaron la ciudad, masacrando incluso a quienes se habían rendido y avanzaban con banderas blancas. Este movimiento popular tiene impacto en todo el pueblo. Adela, como todos, se siente involucrada y le dedica un largo poema. Si ya Arequipa era antimilitarista, ese año marcó como nunca ese rasgo en la rebelde ciudad.
En 1951 mi madre espera un cuarto hijo que finalmente nace muerto. Ella escribe sus penas. En enero de 1953, en una cacería anticomunista, a mi padre lo sacaron de casa directamente al aeropuerto y de ahí al Frontón, donde permaneció un año preso. Adela tiene que hacerse nuevamente cargo de todo.
En lo que no decae nunca es en el afán de saber, su incansable amor por la lectura la lleva a matricularse incluso en un curso de Literatura Ingresa Contemporánea dictada en las cátedras de Extensión Universitaria de la Universidad de San Agustín.
Al año siguiente mi madre decide volver a Lima definitivamente. Aquí se reencuentra con sus viejas amigas, entre ellas Angela Ramos, quien generosamente nos cede un departamento que ella acababa de dejar en Coronel Zegarra y en el que mi madre vivió hasta su muerte.
Nos vinimos con lo puesto, a comenzar de cero… Nosotros tres trabajábamos con ella marcando “pollas” para las carreras de caballos que todos los domingos por la tarde realizaba el Jockey Club. Era un trabajo duro y tedioso, pero al menos teníamos trabajo. Después logró Adela la posibilidad de trabajar por las mañanas en el reparto del vaso de leche, que en esa época, se comenzó a brindar a los niños en las escuelas fiscales.
Pero, esas eran sólo formas de subsistencia. Adela necesitaba dedicarse al quehacer intelectual y finalmente consiguió trabajar por las noches como bibliotecaria en la ANEA y luego se hizo cargo de la Revista Cultural de la Semana en Radio Nacional, que finalmente se transformó en el Boletín Cultural diario.
Este quehacer fue para ella de lo más gratificante. Desde allí logra expresar el movimiento cultural de la ciudad y se involucra en cuanta actividad artística, musical o teatral se produce. Pero Adela tiene una manera peculiar de entender la sociedad. La historia no la hacen los libros sino las personas y desde allí, desde ese rinconcito del éter, junto a personajes de la cultura mundial como Toscanini o Gabriela Mistral, Adela rinde tributo a los peruanos que, de alguna manera construyen anónimamente la patria. Ahí están sus investigaciones sobre Tomasa Tito Condemayta, o las “hazañas de Lucio Huaytia o Clemente Gaviria quienes sin apoyo económico alguno, ponen su esfuerzo y su dinero el servicio del pueblo.
Cuando el enfisema pulmonar se agudizó, se convirtió Adela en el centro de un universo intelectual extraordinario. A su casa acudían sin cesar los amigos. Casi todas las tardes Jacobo Hurwitz, Ernesto More, Magda Portal, Carmen Luz Bejarano. A la hora del almuerzo Ana María Portugal, Catita Recavarren, Dolores Rodríguez y otros. Por las noches Hermann Ugarte y cuantos amigos pudieran caer.
En casa no había sino el calor de los afectos y lo interesante de las conversaciones. El almuerzo sencillo, cotidiano, un caldo blanco o un ají de migas. La taza de té o café al atardecer y quizá una copa de pisco por la noche. Pero mi madre solía tener siempre una estufa de kerosene donde hacía arder las cascaritas de naranja que impregnaban de azahares el ambiente, de eso habla Carmen Luz en su “Elegía a Adela Montesinos”.
Pero había desarrollado también otras capacidades, una de ellas era la de tejer. Si no podía hacer nada con su cuerpo, pues había que utilizar las manos. Tejía primorosamente a crochet. Pero mientras tejía, sus pensamientos tejían versos que cuidadosamente iba anotando en las patinas de las cajetillas de cigarrillos donde dejaba: frases sueltas, versos, recuerdos, ideas…
De esa época recuerdo que ella había guardado durante toda su vida y a través de todos los avatares, los nueve tomos de “El Alma Encantada” y los cinco de “Juan Cristóbal” de Román Rollain para que yo tuviera la ocasión de leerlos.
Le encantaba el teatro. Y durante una larga temporada escuchábamos todos los sábados por la noche “Teatro como en el Teatro” que, con la participación de los mejores actores nacionales transmitía Radio Nacional del Perú. Amaba la música clásica, especialmente a Bach y a Beethoven. Su casa no fue nunca una casa silenciosa. No hacía sino despertarse y prender la radio, en esa época “Selecta”, ahora “Filarmonía”.
Al final de este libro van algunos testimonios de quienes la conocieron: Ernesto More, Magda Portal, Angela Ramos, Carmen Luz Bejarano, Catita Recavarren. Ellos elogian su condición de artista, de poeta, Maria Emma Mannarelli nos habla de su rol protagónico en el movimiento feminista, y en su labor periodística. Ana María Portugal de la mujer integral y Lady Rojas hace un brillante análisis de su obra completa.
Yo he querido dejar aquí un pequeño, modestísimo, testimonio personal que no tiene más valor que el de ser auténtico, y el de haber tratado de mostrar a Adela tal como tuve el privilegio de conocerla y amarla.