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Javier Heraud |
¿Qué significa este encarnizamiento de la muerte con los jóve-nes poetas del Perú de talento probado y sentimientos nobles? ¿Qué maldición fulmina a los mejores de nosotros apenas comien-zan a vivir y a crear? Ayer, Enrique Alvarado, Oquendo de Amat, el chiclayano Lora cayeron aniquilados en plena juventud, cuando su vocación acababa de cuajar en obras precozmente maduras; hoy, Javier Heraud. Todavía no consigo asimilar, en sus escandalosas dimensiones, la noticia de esta muerte atroz. ¿Javier Heraud muer-to por la policía en la selva amazónica? ¿Javier Heraud arrojado a la fosa común de Puerto Maldonado por los propios homicidas? ¿Ja-vier Heraud enterrado lejos de los suyos, en los umbrales de la jungla? Los diarios de Lima mienten y calumnian como un hom-bre respira, son la abyección hecha tinta y papel. Pero esta vez quie-ro creerles, tiene que ser cierto que ese muchacho al que todos queríamos ha muerto con las armas en la mano, defendiendo su vida hasta el final. No es posible que los guardias, esos perros de presa del orden social de gamonales, generales y banqueros, lo ma-taran a mansalva. Sería inicuo, demencial. Estoy seguro que este amigo entrañable ha caído como caen los héroes, derrochando co-raje, sereno y exaltado a la vez, con la bella tranquilidad con que afirmaba en ese poema suyo que es un estremecedor vaticinio: «No tengo miedo de morir entre pájaros y árboles».
Que Javier Heraud decidiera empuñar las armas y hacerse gue-rrillero sólo significa que el Perú ha llegado a una situación límite. Nadie más ajeno a la violencia que él, por temperamento y convic-ción. Los que no lo conocieron pueden abrir sus libros, esas dos breves entregas de poesía diáfana, El río y El viaje, en los que un joven de palabra melancólica expresa su encantamiento ante la na-turaleza y el tiempo irreversible, y su ternura, su infinita piedad por las cosas humanas: las casas, los jardines, los objetos, los libros.
Que negra debe ser la injusticia, qué feroz miseria tiene que asolar al Perú para que este adolescente que cantaba la soledad y el paso de las estaciones decida convertirse en un guerrero. Cuando alguien como Javier Heraud estima que ha llegado la hora de tomar el fusil para mí no hay duda posible, su gesto me demuestra mejor que cualquier argumento que hemos llegado a lo que Miguel Hernán dez, otro poeta mártir, llamaba «el apogeo del horror», que son inútiles ya la persuasión y el diálogo.
Yo no puedo hablar de él ahora como quisiera. La perplejidad y la ira me turban demasiado para evocar su obra y decir hasta qué punto son limpias y conmovedoras las imágenes de sus poemas, qué irreprochable su música. Ni el presentimiento de la muerte que ronda su segundo libro crispa esta poesía que fluye siempre serena-mente, pone nombres a las cosas, contempla gozosa las nubes, las aves y los árboles, cruza las ciudades y discurre con inocencia sobre el corazón humano, la vida y el amor.
El hombre y la obra no son disociables, pero en este momento trágico sólo quiero evocar el recuerdo de ese muchacho grande y de gestos desamparados, que pasó por París hace dos años. Juntos re-corrimos librerías, museos, hicimos largas caminatas hablando de literatura y del Perú, pasamos una noche entera leyendo poemas. Es difícil, es horrible aceptar la evidencia. ¿Cómo admitir que ese cuerpo vivo, que esa voz honda y cordial pertenecen ya al pasado? Acabo de releer la última carta que recibí de él. Es fogosa, llena de pasión por Cuba, que lo había deslumbrado, de un optimismo insólito pues era predispuesto a la tristeza. Pronostica un porvenir ancho y hermoso para el Perú. Él no podrá ver ya ese país que am-bicionaba, ni sabrá que, vencido este período de sacrificios cruen-tos, las futuras generaciones pronunciarán su nombre con respeto y dirán: «El primero de nuestros héroes fue un joven poeta».
Mario Vargas Llosa
''El pais de las mil caras''
París, 19 de mayo de 1963
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