Sylvia Thompson y Jorge Aliaga Cacho en Tánger |
Por Jorge Aliaga Cacho
Decidimos viajar a Marruecos. Pasaríamos unos días en Tánger, bello puerto marroquí en el estrecho de Gibraltar. Tomamos un vuelo de Edimburgo a Madrid. Desde allí, por tierra, nos dirigimos a la frontera meridional española. Para ello, bordeamos las ciudades que miraban al Atlantico: Valencia, Alicante, Almería, Málaga, y finalmente llegamos a Cádiz. En Algeciras, la ciudad más grande del campo de Gibiraltar, el autobús hizo una parada para que los pasajeros beban café, y usen los servicios higiénicos. Allí, en el pasillo que conducía a los servicios, un gitano se cruzó en mi camino, rozándome con su brazo, propinándome miradas poco amigables y hasta insultos. No me quedó otra opción que retarlo. Le pedí que saliera del lugar 'para dar un par de vueltas', le dije. Desde luego, que no podía permitirle que me vejara delante de Sylvia. ¿A mi, limeño de los Barrios Altos? -me dije- 'no me va a amedrentar un gitanillo bravucón'- pensé, un poco confundido. Al final, para mi suerte, el gitano nunca salió del restaurante. Sylvia quedó conmovida, y me abrazó de regreso al ómnibus que esperaba con el motor encendido y ya repleto de pasajeros.
En Algeciras, hicimos transbordo marítimo para cruzar a Tánger, la ciudad situada al extremo norte de Marruecos, en el estrecho de Gibraltar. Yo llevaba mi pasaporte peruano. El tratamiento, brindado por las autoridades de migración marroquíes, fue cordial. Los oficiales estamparon nuestros pasaportes a bordo del barco que nos llevaría al otro lado, al África. El trámite migratorio de Sylvia, mujer británica, tomó más tiempo que el mío. Años atrás, había sido testigo de algo similar: ingresábamos a España por la frontera francesa. Allí, los policías hicieron bajar del vehículo, 'arreando', a los pasajeros británicos. Cuando me disponía a hacer lo propio, blandiendo mi pasaporte 'peruviano' con la diestra, un policía, muy educadamente él, me dijo con acento andaluz: 'usted no señor, usted siéntese'. Fue entonces que me di cuenta que, los españoles, se traían algo en contra los anglosajones: 'disputas sobre el Morro de Gibraltar' -me dije. Ese incidente sucedió hace ya muchos años, cuando España no era miembro de la Unión Europea. Fue una situación un tanto inusual: 'ver a un peruano, comfortablemente sentado, con su pasaporte 'inca', al tiempo que los anglosajones, sudorosos, eran víctimas de las preguntas migratorias de estilo, y la revisión de maletas. ¡Qué satisfacción! Ver, por primera vez en la vida, la tortilla volteada.
Nos llevaban al hotel que había escogido, anteriormente, por el simple hecho de producir sus 'brochures' en español. Tánger, es una ciudad que ha heredado gran influencia extranjera, particularmente en la arquitectura mixta que compone sus calles. Los británicos, en diversas paradas, iban bajando, poco a poco, del autobús. Se dirigían a sus respectivos hospedajes. Nosotros también, deseábamos llegar pronto a nuestro hotel. En el autobús, quedábamos ahora, sólo Sylvia y yo. Nuestro destino demoraba. Yo empezaba a sospechar que ese llamado Hotel Internacional, sería un cuchitril. Pero de pronto, lo divisamos. El hotel lucía impresionante. Tenía su frontis enbanderado. Flameaban todas las banderas europeas, 'alto', 'alto' -me dije, cuando me di cuenta que también flameaba, entre ellas, ¿o lo estaba soñando?; la blanquirroja peruana. Sylvia y yo, bajamos del vehículo, y entramos al lobby donde nos esperaba un mulato, tirando más para negro, que por su garbo y atuendo, lucía como un virrey: llevaba una peluca blanca, y camisa con puños de encaje. Sus zapatos monkstrap presentaban hebillas de singular brillo. Sylvia lucía contenta. Yo, sentía pánico sólo de pensar en la factura que recibiría al terminar nuestra estadía en ese hotel. Además, parecía que eramos los únicos huéspedes del lugar. Nos preguntábamos si veríamos turistas más tarde. Tal vez, los veríamos en el restaurante, a la hora de la cena.
Teníamos tiempo y nos dispusimos a dar un paseo, un 'stroll', como dirían los escocéses. Paseamos por las estrechas callejuelas de Tánger, Pasamos por la Plaza 9 de Abril, los Jardines de la Mendoubia. Le echamos un ojo al Cinema Rif, hoy reformado y convertido en un centro cultural que aloja talleres, y una espléndida biblioteca que valió la pena visitar.
Nos impresionaron las baldosas blanquiazules que decoraban el Gran Teatro Cervantes. A nuestro paso, las mujeres marroquíes, de rostros acariciados por sus hiyabs, encendían sus ojos: algunas con curiosidad pero otras, con preocupación.
Ahora, ya habíamos sentido el vibrar de la ciudad. Era tiempo de regresar al hotel, tomar una ducha y bajar a las instalaciones del impresionante comedor. Sylvia y yo, parecíamos flotar cuando descendíamos por esa fina escalera de caracol. El mármol crema de sus peldaños, hacía juego con la sonrisa del botones que lucía como virrey. En el comedor no vimos a nadie. Los corredores continuaban vacíos. La decoración era de fino gusto morisco.
De repente, no podía creerlo, empezamos a escuchar por la pista musical, valses peruanos como muestra de bienvenida. Sylvia reconoció la música, me miró contenta. A mí, me volvió a dar una sensación de pánico. Éramos los únicos comensales. Los platos se sucedieron unos a otros. Tres mozos atendían nuestra mesa. Al fondo del comedor había una entrada grande que daba al bar, donde un barman, enano, parecía deslizar su cabeza por el filo del mostrador. Al termino de la cena, y el baño musical de peruanidad, decidí acercarme al enano que nos seguía con la mirada desde el filo de la barra. Sus ojos, apenas llegaban a alcanzar la altura del mostrador. El enano era un conversador. Hablaba bien el español, muy bien debo decirlo. Había trabajado en Alicante. Sylvia y yo, brindamos con 'gin and tonic'. Trago viene trago va, y pum: el enano nos dijo que eramos los únicos huéspedes en el hotel.
Se aceleró la pulsación de mi 'reloj'. No supe que decir. Esperaba que el enano hablase y zas: habló, me preguntó: "¿Usted sabe, mi amío, como nació el nombre de la ciudad de Alicante?". Me quedé pensando, lo miré y le dije: 'No', que en realidad no lo sabía.
'Mire señor', me dijo: 'había una vez, en Alicante, un hombre que hacía la limpieza de la mezquita. Su nombre era Alí. Un día, al imán de dicha mezquita, que conducía el ritual de la oración, con gran esmero, le vino un dolor de garganta, razón por la cual, los cánticos no iban a realizarse de la manera acostumbrada'.
Yo escuchaba al enano que prosiguió hablando, y mirándome a los ojos me interrogó: '¿Sabe usted lo que el imán le pidió a Alí, mientras el chaval hacía la limpieza?'
'No, no lo sé', le respondí. 'Pero, ¿Quiere saberlo?, me volvió a preguntar el enano, que en ese momento se encontraba, trepado en un banco, sirviéndome una ginebra.
'Sí, sí, claro', le contesté.
Entonces, el enano, me miró fijo a los ojos, respiró hondamente e hizo vibrar las copas de cristal con su grito: 'Ali, cante'. Yo no pude evitar la risa y, para festejarlo, le pedí que me sirviera otro 'gin and tonic'. Definitivamente, había aprendido algo nuevo para contarlo a los amigos.
Han pasado los años y Sylvia ya no está conmigo. Me pregunto si recordará. Me pregunto si sabrá que a esa ciudad, y posiblemente a ese mismo hotel, supieron llegar, aunque el enano no nos lo dijo: Sean Connery, Jimmy Hendrix, Pío Baroja. Winston Churchill, y el mismo Paul Bowles, escritor y compositor estadounidense, que alternara con Orson Welles, John Houston y Salvador Dalí.
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