Plaza de San Ramón, Perú. en La Casona de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. |
Por Jorge Aliaga Cacho
(Extracto de la novela, "Secreto de desamor").
(Extracto de la novela, "Secreto de desamor").
Llegamos a San Ramón. Llovía. Nos guarecimos
bajo un techo de calaminas ubicado en una esquina. Los goterones se convertían
en onomatopéyicos salpicones de agua sobre las calaminas. Llegó la moto-taxi,
frágil embarcación con espacio para dos pasajeros, cuantas maletas le empujen
dentro, una suegra y un burro pequeño.
Antes en una calle de Lima, pude apreciar como estas intrépidas
embarcaciones se agarraban de las pistas.
Los chóferes cargaban de todo en su afán de ganarse un sol más para el sustento
familiar. En ese afán hacían hasta
mudanzas inverosímiles.
Un día advertí uno de estos vehículos
transportar lo que presumí eran dos pasajeros. Habría sido muy difícil
confirmar, con exactitud, a quiénes pertenecían los cuatro ojos que viajaban
dentro del vehículo en medio de bolsas de arroz, sillas de paja, mesitas de
noche y un lorito que salía del vehículo por una ventana y volvía a ingresar
por la otra. El carrito parecía huir con sus incógnitos viajeros.
- ¡Taxi! – volví a llamar.
La jefa de Dorada abordó el diminuto vehículo,
de culo. Me despedí de ella con la sensación de que nunca volvería a
verla. Se fue cargada de documentos
contables. Se marchaban sin dejar huella. Efectivamente, nunca la volvería a
ver ni conocería el lugar de su destino. El próximo vehículo llegaría raudo. El
chófer tenía los ojos hundidos y la cara de vivo. No hablaba. Tomé el equipaje
de Dorada y lo acomodé sobre la improvisada plataforma en la parte posterior
del vehículo. Allí también acomodé mi bolsa.
Esta fue la carrera más rápida de mi vida. En
dos minutos ya estábamos en el hotel. El
Parral tenía la puerta a medio cerrar, pero podíamos ver la luz de las
bombillas en su interior. El dependiente nos abrió la puerta. En la barra, al
fondo, se exhibían para la venta: jabones, hojas de afeitar, champús, papel
higiénico y condones multicolores.
Pedimos dos habitaciones. Firmamos los libros de rigor, pero no nos
pidieron documentos. Dorada siempre llegaba a ese hotel. La ONG donde trabajaba
tenía sus oficinas a la vuelta de la esquina. Nos dieron las habitaciones 203 y
201- Dorada tomó la primera. Al amanecer, cuando me desperté sobre unos senos
duros, descubrí que la habitación 201 había quedado solitaria toda la noche.
Mis ojos se abrieron y vieron la chompa de
Dorada prendida a un clavo que servía de percha. El clavo era grande, doblado,
y estaba oxidado hasta la mitad. Dorada se había quedado mirando el foco de luz
en el techo. Algunos zancudos merodeaban. Los espanté con mis jabs, pero mis cortos parecían no
asustarlos. Cambié de estrategia. Tomé un periódico que yacía en el suelo, lo
enrollé gordito y empecé a darles a discreción. Maté algunos. Así había pasado
la noche, entre besos y lucha. Entre momentos de ráscame aquí y ráscame acá. No
me dejé vencer. Nos cubrimos hasta la cabeza. Yo escuchaba sus gemidos y los zumbidos de los zancudos. Forrados en
sábanas blancas nos encontraría la aurora. Dorada había sido feliz y mía. En la
radio se escuchaba un vals del Zambo Cavero y, en la ducha, Dorada lo
tarareaba: larai lai larara larai laila….
Este secreto que tienes conmigo nadie lo sabrá
Este secreto seguirá escondido una eternidad
Yo te aseguro nunca diré nada de lo que pasó
Y no te preocupes que todo lo nuestro
Queda entre tú y yo.
Nadie sabrá que tu pecho, juntito al mío, ha
latido
Que disfrutamos instantes de fascinante
dulzura
Nadie sabrá que hubo noches que te adoré con
locura
Nadie sabrá que en tu pecho, borracho de amor,
me quedé dormido.
Nadie sabrá que tu pechito, juntito al mío, ha
latido
Que disfrutamos instantes de fascinante
dulzura
Nadie sabrá que hubo noches que te adoré con
locura
Nadie sabrá que en tus brazos, borracho de
amor, me quedé dormido.
Salió del cuarto de baño y me dijo que lo
habíamos hecho mucho.
-¡Fue rico! – dijo.
Dorada quería quedarse en aquel lecho más
tiempo, pero una ruma de papeles contables la esperaba en la oficina. Iría al
trabajo, aunque no quería ir. De una bolsa de plástico tomó un calzón limpio, lo
hizo llegar casi hasta el suelo y deslizó habilidosamente sus pies por las
aberturas. Frente a mi hizo un footing al
tiempo que jalaba del elástico para posesionar la prenda correctamente con el
elástico en su cintura.
Se secaba el cabello. La toallita parecía no
haberle secado del todo las piernas. Al ponerse el sostén me miró a los ojos y
me volvió a repetir su desgano de ir a la oficina. Parecía indecisa. Me pidió
que regresara a la habitación que había reservado para mí la noche anterior.
Que debería hacerlo apenas ella dejase el hotel porque las empleadas de
limpieza eran chismosas, me dijo. Besándola, se lo prometí.
Me dijo que en San Ramón la gente se ocupaba
de la vida de todo el mundo. También me dijo que me quería y que estaba
dispuesta a irse conmigo. Dorada reía medio nerviosa, como dándose cuenta de
que yo nada le había sugerido, ni mucho menos pedido. La nariz quería
traspirarle nuevamente.
- No quiero ir a la oficina – volvió a decir.
Quería quedarse pero por eso de los informes
debía ir. Regresaría pronto. Buscaba su lápiz de labios. Lo encontró debajo de
la cama. Estaba de cuclillas. Su cabellera, todavía húmeda. Se vistió el
pantalón gris que le quedaba ceñido. Tuvo dificultad para abotonarlo. Cubrió su
torso con una blusa blanca, y se calzó las zapatillas, sentada al borde de la
cama. Se puso de pie. Ya estaba vestida. Iba hacía la puerta y regresaba. Me
besaba. Con el cepillo se ondulaba el pelo. Se despedía. Sentí sus zapatillas
haciendo chirridos al bajar las escaleras. Al poco rato me quedé dormido.
- Perdone señor – dijo la camarera despertándome.
Una mujer asomaba su cabeza por el umbral de
la puerta. Había olvidado regresar a mi habitación. Mis calzoncillos todavía
yacían en el suelo. Quise recobrarme del impacto que me causaba esa cara
desconocida. Quise decir algo coherente, pero no pude. La mujer apuntó la
mirada hacía un par de calcetines que desordenadamente yacían en el suelo.
Luego la dirigió hacía la mesita de noche donde Dorada había dejado algunos
artículos de tocador. Acomodé mi cabeza sobre la almohada sin saber
qué decir y la escuché.
- ¡Perdone seño!, Deseaba limpiar el cuarto – dijo.
-¡Buenos días! No deseo que cambien la ropa de
cama, hoy – dije.
Me sumergí en la cama, riendo, repitiendo mis
palabras: ¡Buenos días! No deseo que cambien la ropa de cama, hoy.
-¡Qué cojudo! – me dije me carcajeaba casi a
viva voz.
Repetí nuevamente mis palabras:¡Buenos días!
No deseo que cambien la ropa de cama, hoy.
-¡Qué huevón soy! – me dije carcajeándome.
Al medio día, salí del hotel para conocer el
pueblo. Caminé hasta la esquina, unos cincuenta metros. Allí estaba la plaza
mayor con sus dos edificios principales: la municipalidad y el local
institucional del equipo de fútbol local: El
Centenario. Caminé a lo largo de la plaza, por la acera del club, mirando
la iglesia que parecía esconderse detrás de una arbolada. Llegué a una calle
llena de restaurantes. En una esquina esperaban los colectivos para La Merced.
Subí por la calle de los restaurantes. Negocios de toda índole habían en esa
calle. Me cercioré de tener la billetera en el bolsillo del pantalón. Allí
todavía se encontraba el dinero que me serviría para hacer mi viaje a Pozuzo.
Ya se acercaba el momento de conocer aquel lugar donde, hace casi ciento
cincuenta años, habían llegado navegantes de Austria y Alemania, pobres
europeos en busca de construirse un futuro mejor allí en la selva peruana.
Me preguntaba cómo habrían llegado al Callao,
a bordo del Norton. Mi amigo el gordo Churrunaga me había contado la historia hace algún tiempo:
“que redujeron la cuarentena a tres días en la
Isla de San Lorenzo. Luego de haber comido, bebido y reposado, partieron a
Huacho en donde los pobladores los vieron anclar flameando la bandera inglesa
en su mástil”.
-¿Y de dónde zarparon, gordito sabelotodo? –
le pregunté cachacientamente.
El gordo Churrunaga, natural de Oxapampa,
estudiante de Medicina de San Marcos, vendedor de ollas a presión, se
acomodaría los lentes para dejarme en el asombro con su respuesta erudita:
-En el Norton que zarpó de Silz Tirol, el día
26 de marzo de 1856.
Dorada se reuniría conmigo para almorzar. Me
quedaban todavía algunos minutos para pasear por el pueblo. La encontré en la
esquina de los colectivos, sonreía al verme. La besé rápidamente. Ella también,
abruptamente, manifestó que iríamos a comer chifa.
-¿No sajino, today?- le pregunté sarcásticamente.
Cerca de la plaza estaba el chifa. Tenía una
huerta que acogía el sol. Allí conversamos refrescándonos con Inca Kola y
cerveza. Dorada decía que se iría. Que ya todo estaba arreglado. Trabajaría en
Australia. Había estudiado inglés intensivo. Que se iría, que triunfaría. Que
en el Perú ya no se podía vivir. Que no le habían querido dar visa para Francia
ni para los Estados Unidos. Que le habían hecho pasar vergüenza. Que en
Australia tenía su amigo y que la visa ya casi la tenía lista. Se lo había
dicho su agente que se la había estado tramitando hace dos años. Pensé que
había querido decir paleteando hace
dos años. Le brillaban los ojos intensamente. Ya se había olvidado que nomás
ayer me había dicho coquetamente que quería viajar dentro de mi maleta como pavo.
Al escucharla, sentí, de alguna manera, como si las cosas se hubiesen puesto en
el lugar correcto. Deduje entonces la imposibilidad de ese proyecto de viajar
en mi maleta, como pavo, a algún lugar de mi destino. Dorada continuaba con sus
quejas:
“que en el Perú todo es malo todo está
corrupto, que a la gente no le pagan; que no hay trabajo, que las horas en la
oficina son largas, pero que en Australia todo sería diferente”.
Quien le dijera que la situación no sería tan
fácil lejos de su patria, me dije. Yo sabía que le sería difícil en cualquier
parte del mundo. Cómo podría decirle que sus compatriotas abandonan sus casitas
de Miraflores y se van a trabajar de sirvientes a las casas de los gringos.
Sentiría nostalgia, quise decirle, pero no me animé a romperle su dorado sueño.
Tomé su mano y miré con devoción su rostro triste. Iba a decir algo, pero cerré
los labios y callé. Dorada se levantó de la mesa, tenía calor e iría a
refrescarse la cara. La veía alejarse por la huerta, bamboleando sus nalgas
bajo un cielo en arrebol. Regresó, y antes que terminara de tomar su asiento,
miré sus ojos negros, medio achinados:
¡Triunfarás, Dorada! – exclamé, pero no
sonrió.
Apuramos el almuerzo. Me pareció un sacrilegio
que ella haya pedido un lomo saltado en el restaurante chino. La sopa wan tan nos había hecho transpirar y yo
tenía mi arroz chaufa a medio terminar. Pagué la cuenta y salimos del chifa.
Cruzamos la plaza. Un vendedor ambulante se sentaba en una banca de concreto
desgastado. El hombre daba la apariencia de entregar su último aliento a la
vida. Estaba envuelto en harapos; portaba una caja, a medio llenar, de
cigarrillos y gomas de mascar. El pequeño hombre amenazaba con desplomarse por
la gravedad de su escaso peso. Dormía, pero no parecía una siesta. Dorada lo
advirtió y apresuró su paso. Caminamos juntos hasta la esquina de la plaza.
Juntamos nuestros cuerpos para despedirnos en un abrazo cuando un estrépito
hizo que aflojara mis brazos de su cintura para indagar la causa del ruido: en el suelo yacía tendido boca abajo el vendedor ambulante. Había caído
calamitosamente de bruces sobre el piso de concreto. Sus brazos yacían
estirados, y sus manos abiertas, como queriendo alcanzar los cigarrillos que
salían disparados de sus cajetillas para cubrir el piso de concreto, desierto,
en la plaza de San Ramón.
Abordé el colectivo en la esquina de la plaza.
El chófer llenaba pasajeros. Todavía
podía divisar a Dorada, sus zapatillas azules de pasadores blancos. Dorada se
perdía en el horizonte masticando una idea. La seguí con la mirada hasta que se
convirtió en un punto y volví luego la mirada hacia la vereda que bordeaba el
club de fútbol de San Ramón.
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