Sociólogo - Escritor

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"La Casa de la Magdalena" (1977), "Essays of Resistance" (1991), "El destino de Norte América", de José Carlos Mariátegui. En narrativa ha escrito la novela "Secreto de desamor", Rentería Editores, Lima 2007, "Mufida, La angolesa", Altazor Editores, Lima, 2011; "Mujeres malas Mujeres buenas", (2013) vicio perfecto vicio perpetuo, poesía. Algunos ensayos, notas periodísticas y cuentos del autor aparecen en diversos medios virtuales.
Jorge Aliaga es peruano-escocés y vive entre el Perú y Escocia.
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3 de octubre de 2013

Vallejo y Neruda: Dos modos de influir

Pablo Neruda
Por Mario Benedetti

César Vallejo


(Letras del continente mestizo, Montevideo: Arca, 1972, pp. 35-39)

Hoy en día parece bastante claro que, en la actual poesía hispanoamericana, las dos presencias tutelares se llaman Palo Neruda y César Vallejo. No pienso me­terme aquí en el atolladero de decidir qué vale más: si el caudal incesante, avasallador, abundante en plenitudes, del chileno, o el lenguaje seco a veces, irre­gular, entrañable y estallante, vital hasta el sufrimiento, del peruano. Más allá de discutibles o gratuitos cotejos, creo sin embargo que es posible relevar una esencial diferencia en cuanto tiene relación con las influencias que uno y otro ejercieron y ejercen en las generaciones posteriores, que inevitablemente reconocen su magis­terio.
En tanto que Neruda ha sido una influencia más bien paralizante, casi diría frustránea, como si la ri­queza de su torrente verbal sólo permitiera una imitación sin escapatoria, Vallejo, en cambio, se ha cons­tituido en motor y estímulo de los nombres más au­ténticamente creadores de la actual poesía hispanoame­ricana. No en balde la obra de Nicanor Parra, Sebas­tián Salazar Bondy, Gonzalo Rojas, Ernesto Cardenal, Roberto Fernández Retamar y Juan Gelman, revelan, ya sea por vía directa, ya por influencia interpósita, la marca vallejiana; no en balde, cada uno de ellos tiene, pese a ese entronque común, una voz propia e inconfundible. (A esa nómina habría que agregar otros nombres como Idea Vilariño, Pablo Armando Fernández, Enrique Lihn, Claribel Alegría, Humberto Megget o Joaquín Pasos, que, aunque situados a mayor distancia de Vallejo que los antes mencionados, de todos modos están en sus respectivas actitudes frente al hecho poé­tico más cerca del autor de Poemas humanos que del de Residencia en la tierra).
Es bastante difícil hallar una explicación verosímil a ese hecho que me parece innegable. Sin perjuicio de reconocer que, en poesía, las afinidades eligen por sí mismas las vías más imprevisibles o los nexos más eso­téricos, y unas y otros suelen tener poco que ver co lo verosímil, quiero arriesgar sobre el mencionado fenó­meno una interpretación personal.
La poesía de Neruda es, antes que nada, palabra. Pocas obras se han escrito, o se escribirán, en nuestra lengua, con un lujo verbal tan asombroso como las primeras Residencias o como algunos pasajes del Canto general. Nadie como Neruda para lograr un insólito centelleo poético mediante el simple acoplamiento de un sustantivo y un adjetivo que antes jamás habían sido aproximados. Claro que en la obra de Neruda hay tam­bién sensibilidad, actitudes, compromiso, emoción, pero (aun cuando el poeta no siempre lo quiera así) todo parece estar al noble servicio de su verbo. La sensibidad humana, por amplia que sea, pasa en su poesía casi inadvertida ante la más angosta sensibilidad del lenguaje; las actitudes y compromisos políticos, por de­tonantes que parezcan, ceden en importancia frente a la actitud y el compromiso artísticos que el poeta asume frente a cada palabra, frente a cada uno de sus en­cuentros y desencuentros. Y así con la emoción y con el resto. A esta altura, yo no sé qué es más creador en los divulgadísimos Veinte poemas: si las distintas estancias de amor que que le sirven de contexto o la formidable capacidad para hallar un original lenguaje destinado a cantar ese amor. Semejante poder verbal puede llegar a ser tan hipnotizante para cualquier poeta, lector de Neruda, que si bien, como gen imborra­ble, inextinguible.

El legado de Vallejo, en cambió, llega a sus des­tinatarios por otras vías y moviendo quizás otros re­sortes. Nunca, si siquiera en sus mejores momentos, la poesía del peruano da la impresión de una espontaneidad torrencial. Es evidente que Valle (comtodo paradigma, lo em­puja a la imitación, por otra parte, dado el carácter del deslumbramiento, lo constriñe a una zona tan espe­cífica que hace casi imposible el renacimiento de la originalidad. El modo metaforizador de Neruda tiene tanto poder, que a través de incontables acólitos o se­guidores ó epígonos, reaparece como un o Unamu­no) lucha denodadamente con el lenguaje, y muchas veces, cuando consigue al fin someter la indómita palabra, no puede evitar que aparezcan en ésta las cica­trices del combate. Si Neruda posee morosamente a la palabra, con pleno consentimiento de ésta, Vallejo en cambio la posee violentándola, haciéndole decir y aceptar por la fuerza un nuevo y desacostumbrado sentido. Neruda rodea a la palabra de vecindades insólitas, pero no violenta su significado esencial; Vallejo, en cambio, obliga a la palabra a ser y decir algo que nó figuraba en su sentido estricto. Neruda se evade pocas veces del diccionario; Vallejo, en cambió, lo contradice de con­tinuo.
El combate que Vallejo libra con la palabra, tiene la extraña armonía de su temperamento anárquico, di­sentidor, pero no posee obligatoriamente una armonía literaria, dicho sea esto en el más ortodoxo de sus sen­tidos. Es como espectáculo humano (y no sólo como ejercicio puramente artístico) que la poesía de Vallejo fascina a su lector, pero una vez que tiene lugar ese primer asombro, todo el resto pasa a ser algo subsi­diario, por valioso e ineludible que ese restó resulte como intermediación.
Desde el momento que el lenguaje de Vallejo no es lujo sino disputada necesidad, el poeta-lector no se detiene allí, no es encandilado. Ya que cada poema es un campo de batalla, es preciso ir más allá, buscar el fondo humano, encontrar al hombre, y entonces sí, apo­yar su actitud, participar en su emoción, asistirlo en su compromiso, sufrir con su sufrimiento. Para sus res­pectivos poetas-lectores, vale decir para sus influidos, Neruda funciona sobre todo como un paradigma literario; Vallejo, en cambió, así sea a través de sus poe­mas, como un paradigma humano.
Es tal vez por eso que su influencia, cada día mayor, no crea sin embargo meros imitadores. En el caso de Neruda lo más importante es el poema en si; en el caso de Vallejo, lo más importante suele ser lo que está antes (o detrás) del poema. En Vallejo hay un fondo de honestidad, de inocencia, de tristeza, de rebelión, de desgarramiento, de algo que podríamos llamar soledad fraternal, y es en ese fondo donde hay que buscar las hondas raíces, las no siempre claras motiva­ciones de su influencia.
A partir de un estilo poderosamente personal, pero de clara estirpe literaria, como el de Neruda, cabe en­contrar seguidores sobre todo literarios que no consi­guen llegar a su propia originalidad, o que llegarán más tarde a ella por otros afluentes, por otros atajos. A partir de un estilo como el de Vallejo, construido poco menos que a contrapelo de lo literario, y que es siempre el resultado de una agitada combustión vital, cabe encontrar, ya no meros epígonos o imitadores, sino más bien auténticos discípulos, para quienes el magis­terio de Vallejo comienza antes de su aventura literaria, la atraviesa plenamente y se proyecta hasta la hora actual.
Se me ocurre que de todos los libros de Neruda, sólo hay uno, Plenos poderes, en que su vida personal liga entrañablemente a su expresión poética. (Curio­samente, es quizá el título menos apreciado por la crí­tica, habituada a celebrar otros destellos en la obra del poeta; para mi gusto, ese libro austero, sin concesiones, de ajuste consigo mismo, es de lo más auténtico y va­lioso que ha escrito Neruda en los últimos años. Someto al juicio del lector esta inesperada confirmación de mi tesis: de todos los libros del gran poeta chileno, Plenos poderes es, a mi juicio, el único en que son reconoci­bles ciertas legítimas resonancias de Vallejo). En los otros libros, los vericuetos de la vida personal importan mucho menos, o aparecen tan transfigurados, que la nitidez metafórica hace olvidar por completo la validez autobiográfica. En Vallejo, la metáfora nunca impide ver la vida; antes bien, se pone a su servicio. Quizá habría que concluir que en la influencia de Va­llejo se inscribe una irradiación de actitudes, o sea, después de todo, un contexto moral. Ya sé que sobre esta palabra caen todos los días varias paladas de indignación científica. Afortunadamente, los poetas no siempre están al día con las últimas noticias. No obstante, es un hecho a tener en cuenta: Vallejo, que luchó a brazo partido con la palabra pero extrajo de sí mismo una actitud de incanjeable calidad humana, está milagrosa­mente afirmado en nuestro presente, y no creo que haya crítica, o esnobismo, o mala conciencia, que sean capaces de desalojarlo.

(1967)

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