Sociólogo - Escritor

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"La Casa de la Magdalena" (1977), "Essays of Resistance" (1991), "El destino de Norte América", de José Carlos Mariátegui. En narrativa ha escrito la novela "Secreto de desamor", Rentería Editores, Lima 2007, "Mufida, La angolesa", Altazor Editores, Lima, 2011; "Mujeres malas Mujeres buenas", (2013) vicio perfecto vicio perpetuo, poesía. Algunos ensayos, notas periodísticas y cuentos del autor aparecen en diversos medios virtuales.
Jorge Aliaga es peruano-escocés y vive entre el Perú y Escocia.
email address:
jorgealiagacacho@hotmail.co.uk
https://en.m.wikipedia.org/wiki/Jorge_Aliaga_Cacho
http://www.jorgealiagacacho.com/

31 de agosto de 2020

Los Panchos.



Los Panchos es un trío musical romántico mexicano y puertorriqueño, de fama internacional, formado en la década de 1940. Los boleros fueron su principal género musical. El Trío Los Panchos ha vendido 500 millones de discos desde su fundación. Pancho se le llama al 'perrito caliente', hot dog, especialmente en Argentina y Uruguay.​ En Paraguay, pan con chorizo.
El Trío Los Panchos se formó en la ciudad de Nueva York en 1944, cuando los mexicanos Alfredo Bojalil Gil, más conocido como El Güero Gil, y José de Jesús Navarro Moreno, más conocido como Chucho Navarro, y el puertorriqueño Herminio Avilés Negrón, de nombre artístico Hernando Avilés, decidieron formar el trìo musical. Han sido reconocidos con el Premio del Salón de la Fama de los Grammy que se otorga desde 1973 para reconocer a los artistas con más de 25 años de actividad por su calidad o su significado histórico.
Fuente: wikipedia.

Los Juegos Anuales de las Tierras Altas de Escocia.


La marcha de los Lonach Highlanders, (habitantes de las tierras altas de Escocia), a través de Strathdon en Aberdeenshire, es una parte histórica de los juegos anuales en Lonach Gathering & Games. Esta película fue preparada como parte del Virtual Gathering & Games para 2020. Los Highlanders, liderados por el oficial de policía retirado James Mitchell en su bicicleta, la Lonach Pipe Band y los Drum Majors de apoyo de otras bandas, partieron del pueblo de Bellabeg, parando en propiedades importantes para recibir hospitalidad, un trago e historias, luego gritaron 

"¡Ho, ho, Lonach!" En la retaguardia va Socks, el caballo  de Lonach, listo para recoger a los rezagados. Los Lonach Highlanders son todos descendientes de los clanes Forbes, Wallace (Corazòn Valiente) y Gordon, representados por los diferentes tartanes, que marchan con sus armas, incluidas picas y hachas Lochaber. Después de la marcha matutina a través de Strathdon, se reúnen en un salón para almorzar y luego regresan a Bellabeg para ingresar a la arena de los Highland Games). (Juegos de la Tierras Altas de Escocia).

El gran Hèctor Chumpitaz.

Héctor Chumpitaz- El Capitán de América.jpg
Hèctor Eduardo Cumpitaz Gonzàles


30 de agosto de 2020

Cuando llora mi guitarra.

Jorge Aliaga Cacho



Cansado de llamarte con mi alma destrozada comprendo que no vienes porque no quiere Dios y al ver que inútilmente te envío mis palabras llorando mi guitarra te deja oír su voz. Llora guitarra porque eres mi voz de dolor grita su nombre de nuevo si no te escuchó y dile que aún la quiero, que aún espero que vuelva que si no viene, mi amor no tiene consuelo que solitario sin su cariño me muero. Guitarra, tú que interpretas en tu vibrar mi quebranto tú que recibes en tu madero mi llanto llora conmigo si no la vieras volver. Y dile que aún la quiero, que aún espero que vuelva que si no viene, mi amor no tiene consuelo que solitario sin su cariño me muero. Guitarra, tú que interpretas en tu vibrar mi quebranto tú que recibes en tu madero mi llanto llora conmigo si no la vieras volver. Guitarra, llora con mi dolor Autor: Augusto Polo Campos

29 de agosto de 2020

¿Pueden los perros y gatos contagiarse con el coronavirus?


¿Puede mi mascota contagiarse con COVID-19?

Por William F. Marshall, III M.D.

Mientras que la enfermedad del coronavirus 2019 (COVID-19) generalmente se contagia de persona a persona, también puede trasmitirse de las personas a los animales.
COVID-19 es un tipo de coronavirus. Los coronavirus son una familia de virus. Algunos causan enfermedades similares al resfriado en los humanos, y otros causan enfermedades en animales, como ser, los murciélagos. Además, algunos coronavirus solo infectan a los animales. Mientras que la fuente específica de origen no se conoce, se cree que el virus que causa la COVID-19 comenzó en un animal, se trasmitió a los humanos, y después se contagió entre la gente.

Coronavirus en los perros y gatos

De acuerdo a los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos, algunas mascotas — incluyendo perros y gatos — también se han infectado con el virus que causa la COVID-19 . Esto ocurrió en su mayoría después de que los animales estuvieron en contacto cercano con personas infectadas con el virus de la COVID-19.
En base a la información limitada que existe, se considera poco el riesgo de que los animales trasmitan la COVID-19 a la gente. Los animales no parecen tener un papel significativo en el contagio del virus que causa la COVID-19. No hay ninguna evidencia de que los virus puedan trasmitirse a la gente o a otros animales a través de la piel o el pelo de una mascota.
Pero hay que tener en cuenta que es más probable que los niños pequeños, las personas con el sistema inmunitario debilitado, y las personas de 65 años y mayores se enfermen con otros microbios de que puedan ser portadores los animales.
Para proteger a tu mascota de la COVID-19, no permitas que tu perro o tu gato esté en contacto con personas o animales que no vivan en tu hogar. Por ejemplo: 
Evita los parques para perros o lugares públicos en que se reúnan las personas y sus perros. 
Cuando camines con el perro, asegúrate de ponerle una correa y de mantenerlo al menos a 6 pies (2 metros) de otras personas y otros animales. 
Cuando sea posible, mantén los gatos adentro de tu casa. 
Si te enfermas con la COVID-19 y tienes una mascota: 
Aíslate de todos, incluso de la mascota. Si es posible, pídele a otra persona en tu hogar que cuide a tu mascota. 
Evita acariciar a tu mascota, abrazarla, dejarla que te lama o te bese, y compartir tu comida o tu cama con la mascota. 
Si cuidas de tu mascota o estás cerca de otros animales mientras estás enfermo, ponte una mascarilla de tela. Lávate las manos antes y después de tocar animales, su comida, sus desechos, y sus cosas. Asegúrate de limpiar los desechos del animal. 
Si tienes la COVID-19 y tu mascota se enferma, no la lleves al veterinario tú mismo. En lugar de hacer eso, comunícate con el veterinario. Puede aconsejarte en una visita virtual, o hacer otro plan para tratar a tu mascota. Solo se recomienda hacer una prueba de detección a las mascotas que tengan síntomas y que hayan estado expuestas a una persona con la COVID-19.
Si tu mascota tiene un resultado positivo para la prueba de detección del virus que causa la COVID-19, toma las mismas precauciones que tomarías si se infectara un miembro de tu familia. Trata de aislar a tu mascota en una habitación separada del resto de tu familia, y no dejes que la mascota salga de casa. Ponte guantes cuando estés con la mascota o toques su comida, sus platos, sus desechos, o su cama. Lávate las manos después de tocar cualquiera de las cosas de tu mascota. No le pongas una mascarilla a la mascota, y no la limpies con desinfectantes, lo que puede hacerle daño. Si presenta nuevos síntomas, o no parece mejorar, llama al veterinario.
Aunque tu mascota se enferme, hay razones para tener esperanzas. Del pequeño número de perros y gatos que se ha confirmado tienen el virus que causa la COVID-19, algunos no presentaron ningún signo de la enfermedad. Las mascotas que sí se enfermaron solo presentaron síntomas leves y los pudieron cuidar en casa. Ninguna murió.
Si tienes preguntas o dudas sobre la salud de tu mascota, y cómo la puede afectar la COVID-19, comunícate con el veterinario.
Fuente:https://bloygo.yoigo.com/guias-y-tutoriales/mascotas-coronavirus-guia-veterinaria-para-esta-cuarentena_74567066.html

28 de agosto de 2020

Las Morenas.

Entretenimiento familiar.
Ahora le toca a las chicas mexicanas.
Ellas son el mariachi: Las Morenas quienes interpretan la canciòn, El cascabel.

Entrevista a Jorge Aliaga Cacho

UCA - Doctorado en sociologia (Facultad de ciencias sociales)

Buenas tardes Señor Jorge: soy alumna del colegio Santo Domingo el Apóstol, San Miguel Pre 5 ( 5to año ), le comentè si podía realizarle unas preguntas respecto a su carrera de sociólogo. Yo quiero estudiar Sociología y justo estaba buscando como contactarme con un sociólogo, la verdad no tenía a quien entrevistar, bueno tuve la oportunidad de conocerlo y saber algo de su trayectoria, espero que me pueda conceder esta entrevista. Disculpe mas bien lo tarde que me dirijo a usted pero estoy preparándome para poder ingresar a la universidad y ajusto los horarios que tengo. Le dejo las preguntas acá, muchas gracias de antemano Sr. Jorge.

¿Le gusta el trabajo que realiza como sociólogo ? 

Cuando se trabaja en proyectos de carácter sociólogico resulta un reto, agenciarnos y analizar la data, que nos servirà como evidencia, para sustentar nuestra hipótesis, que de luz a algùn problema social identificado. A travès de cuestionarios podremos señalar tal o cual tendencia social que nos servirà para fundamentar nuestro estudio, Existe una variedad de metodologías para realizar nuestro estudio: la cualitativa o el método de observación, por ejemplo. O tambièn puedes emplear la metodología empìrica: es decir mediciones estadísticas. Si se tiene una mente inquisitiva de seguro que disfrutaràs del proceso de investigaciòn sociològica. 

¿Cuáles son las mayores satisfacciones de su que hacer diario? 

Llegar a la comprensión de los fenómenos sociales de nuestro estudio, y encontrar el porque ocurre tal o cual conducta social. Los sociólogos adquieren un grado de conciencia que les hace comprender el transcurrir de la problemàtica social. Ello, posiblemente, sea motivo de satisfacciòn personal. Comprender e interpretar el fenòmeno social.

¿Qué obstáculos ha ido encontrando a lo largo de su recorrido profesional?

Los sociólogos estaban muy 'de moda' durante la década de los años 70, pues existía un afán de construir modelos sociales basados en la planificación social, para lo cual, la sociología cumplía un rol preponderante. En décadas posteriores hubo un cambio en el sentido de que, generalmente, se abandona este procedimiento para dar paso a, lo que se llama, las necesidades reguladoras del mercado. Es decir se dice que el mercado se autoregula y que no habría necesidad para estos estudios sociales. Con ello viene un descenso en los estudios sociales y se da paso al libre mercado: 'que se regula solo', produciendo el desencanto social.

¿En qué medida lo que estudió le ayudò o sirvió para realizar con eficacia su trabajo?

La Sociología te da un entendimiento de los fenómenos sociales, un pensamiento reflexivo y crítico. Ello me parece esencial para el desarrollo de las personas en todos los campos. 

¿Cómo supo que era la profesión de su vida ?

Recuerdo un proyecto que desarrollé en la ciudad de Glasgow. Quisimos saber si las estudiantes mujeres consumían más bebidas alcoholicas que los hombres. Nuestros hallazgos, a través de los cuestionarios, fueron reveladores. Entonces uno disfruta de ese conocimiento nuevo que puede servir para mejorar a la sociedad, haciendo las correcciones que sean necesarias. Descubrir ese conocimiento nuevo, que tiene la misión de formular polìticas de cambio para la socieidad en que vivimos, nos hace querer a la profesiòn. Recientemente existen signos que indican que la sociología volverá a retomar su importancia, debido al fracaso de la economía de mercado, para resolver los problemas que afectan a la humanidad.

¿Qué cualidades personales debe tener un profesional que se dedique a las Ciencias Sociales?

Mente inquisidora, reflexiva. Ser ávido de lectura. Dispuesto a escribir, leer y hacer trabajo de campo por largos periodos de tiempo. El conocimiento que se adquiera de las más variadas disciplinas enriquecerán el poder analítico del sociólogo. 

¿Qué otras actividades profesionales los sociòlogos podrían desempeñar relacionadas con la sociología?

Podrían desempeñarse como profesores universitarios, secundarios, periodistas, investigadores académicos, funcionarios del Estado, políticos, etc. Dentro de la sociología existen especialidades como las de género, feminismo, religión, educación, clases sociales, raza, discriminación, pobreza, etc., variados estudios que hacen del sociòlogo candidatos para una gran variedad de puestos de trabajo.

EPÌSTOLA A LOS POETAS QUE VENDRÀN

 La ternura enredada. 7 poemas de Manuel Scorza - Vallejo & Co. | Revista  Cultural - POESÍA - FOTOGRAFÍA - NARRATIVA - CINE - MÚSICA - TEATRO - ARTES  - PLÁSTICAS - CREACIÓN - CAJÓN DE SASTRE



Por Manuel Scorza


TAL vez mañana los poetas pregunten
por qué no celebramos la gracia de las muchachas;
tal vez mañana los poetas pregunten
por qué nuestros poemas
eran largas avenidas
por donde venía la ardiente cólera.
            Yo respondo:
por todas partes oíamos el llanto,
por todas partes nos sitiaba un muro de olas negras.
¿Iba a ser la Poesía
una solitaria columna de rocío?
Tenía que ser un relámpago perpetuo.

Mientras alguien padezca,
la rosa no podrá ser bella;
mientras alguien mire al pan con envidia,
el trigo no podrá dormir;
mientras llueva sobre el pecho de los mendigos,
mi corazón no sonreirá.

Matad la tristeza, poetas.
Matemos a la tristeza con un palo.
No digáis el romance de los lirios.
Hay cosas más altas
que llorar amores perdidos:
el rumor de un pueblo que despierta
¡es más bello que el rocío!

El metal resplandeciente de su cólera
¡es más bello que la espuma!
Un Hombre Libre
¡es más puro que el diamante!

El poeta libertará al fuego
de su cárcel de ceniza.
El poeta encenderá la hoguera
donde se queme este mundo sombrío.

27 de agosto de 2020

La mujer adultera.

MIL ANUNCIOS.COM - LA MUJER ADULTERA. Enrique Perez. 1864

Por Albert Camus

Hacía rato que una mosca flaca daba vueltas por el autocar que sin embargo tenía los cristales levantados. Iba y venía sin ruido, insólita, con un vuelo extenuado. Janine la perdió de vista, después la vio aterrizar en la mano inmóvil de su marido. Hacía frío. La mosca se estremecía con el viento cargado de arena que rechinaba contra los cristales a cada ráfaga. En la escasa luz de la madrugada de invierno el vehículo rodaba, oscilaba y avanzaba a duras penas con gran ruido de ejes y chapas. Janine miró a su marido. Con aquellos espigados cabellos grises que nacían bajos en una frente apretada, su nariz ancha, su boca irregular, Marcel tenía un aspecto de fauno desdeñoso. A cada bache de la carretera le sentía saltar junto a ella. Después dejaba caer su torso pesado sobre sus piernas separadas, y de nuevo permanecía inerte, con la mirada fija, ausente. Únicamente sus gruesas manos lampiñas, que la franela gris que cubría las mangas de la camisa y las muñecas hacía parecer aún más cortas, parecían estar en acción. Apretaban con tanta fuerza una pequeña maleta de lona colocada entre sus rodillas que no parecían sentir el titubeante recorrido de la mosca.

De repente se oyó con nitidez el aullido del viento, y la bruma mineral que rodeaba al autocar se hizo aún más espesa. La arena caía ahora a puñados sobre los cristales, como arrojada por manos invisibles. La mosca agitó un ala friolera, se agachó sobre sus patas y alzó el vuelo. El autocar aminoró la marcha dando la impresión de que estaba a punto de detenerse. Después el viento pareció calmarse, la bruma se aclaró un poco y el vehículo recuperó velocidad. En el paisaje ahogado por el polvo se abrieron agujeros de luz. Dos o tres palmeras escuálidas y blanquecinas, que parecían recortadas en metal, surgieron en el cristal para desaparecer al instante.

—¡Qué país! —dijo Marcel.

El autocar estaba lleno de árabes que fingían dormir sepultados en sus chilabas. Algunos habían recogido los pies debajo del asiento y oscilaban más que los otros con el movimiento del vehículo. Su silencio, su impasibilidad, terminaban por resultar ominosos a Janine; le parecía que hacía días que viajaba con aquella escolta muda. Sin embargo el autocar había salido al amanecer de la terminal de ferrocarril, y hacía dos horas que avanzaba en la mañana fría por un páramo pedregoso, desolado, que al menos al principio se extendía en líneas rectas hacia horizontes rojizos. Pero se había levantado el viento y poco a poco se había tragado la inmensa llanura. A partir de aquel momento los viajeros no habían podido ver nada más; se habían ido callando uno tras otro para navegar en silencio por una especie de noche blanca, enjugándose a ratos los labios y los ojos, irritados por la arena que se infiltraba e n el coche.

«¡Janine!» El grito de su marido la sobresaltó. Pensó una vez más en lo ridículo de aquel nombre, grande y fuerte, lo mismo que ella. Marcel quería saber dónde estaba el maletín de las muestras. Ella exploró con el pie el espacio vacío debajo del asiento, encontró un objeto y dedujo que era el maletín. De hecho no podía agacharse sin sofocarse un poco. Sin embargo en el colegio era la primera en gimnasia y sus pulmones eran inagotables. ¿Tanto tiempo hacía de eso? Veinticinco años. Pero veinticinco años no eran nada, porque le parecía que era ayer cuando aún dudaba entre la vida libre y el matrimonio, y que era ayer también cuando pensaba con angustia en el día en que quizá envejecería sola. No estaba sola, y aquel estudiante de Derecho que no quería dejarla nunca se encontraba ahora a su lado. Había terminado por aceptarle, aunque fuera un poco bajito y aunque no le gustara demasiado su risa ávida y breve, ni sus ojos negros demasiado saltones. Pero le gustaban sus ganas de vivir, algo que compartía con los franceses de aquel país. También le gustaba su aspecto lamentable cuando los acontecimientos, o los hombres, no respondían a sus expectativas. Sobre todo le gustaba ser amada, y él la había inundado de atenciones. Haciéndole sentir tan a menudo que ella existía para él, la hacía existir realmente. No, no estaba sola…

El autocar se abrió paso entre obstáculos invisibles con grandes toques de bocina. Sin embargo en el coche nadie se movió. De repente Janine sintió que alguien la miraba y se volvió hacia el asiento contiguo al suyo, del otro lado del pasillo. Aquel individuo no era un árabe y le extrañó no haberlo advertido al principio. Llevaba el uniforme de las unidades francesas del Sahara y un quepis de tela parda sobre un curtido rostro de chacal, largo y puntiagudo. La examinaba con sus ojos claros, fijamente, con una especie de hastío. De repente ella se ruborizó y se volvió hacia su marido que seguía mirando hacia el frente, hacia la bruma y el viento. Se arropó en el abrigo. Pero aún seguía viendo al soldado francés, alto y delgado, tan delgado en su guerrera ajustada que parecía fabricado con algún material seco y friable, una mezcla de arena y huesos. Fue entonces cuando vio las manos flacas y el rostro quemado de los árabes que iban delante de ella, y observó que parecía que estaban a sus anchas, a pesar de sus vestimentas amplias, en aquellos asientos en los que ella y su marido apenas cabían. Recogió junto al cuerpo los faldones del abrigo. Sin embargo ella no era tan gorda, sino más bien grande y llena, carnal y aún deseable —bien lo adivinaba en la mirada de los hombres— con su cara un tanto infantil, sus ojos frescos y claros, en contraste con aquel cuerpo grande que ella sabía tibio y relajante.

No, nada sucedía como ella lo hubiera imaginado. Había protestado cuando Marcel quiso que le acompañara en su gira. Hacía tiempo que él pensaba en aquel viaje, exactamente desde el final de la guerra, a partir del momento en que los negocios habían vuelto a la normalidad. Antes de la guerra, cuando él abandonó sus estudios de Derecho, el pequeño comercio de tejidos que le habían traspasado sus padres les había ayudado a vivir más o menos bien. Los años de juventud pueden ser felices, en la costa. Pero a él no le gustaba demasiado el esfuerzo físico y pronto dejó de llevarla a las playas. No salían de la ciudad en el utilitario más que para el paseo de los domingos. El resto del tiempo él prefería su almacén de tejidos multicolores, a la sombra de los soportales de aquel barrio medio indígena, medio europeo. Vivían encima del comercio, en tres habitaciones decoradas con tapicerías árabes y muebles de Barbes. No habían tenido hijos. Los años habían pasado en aquella penumbra que mantenían con los postigos entornados. Durante el verano, las playas, los paseos, el mismo cielo parecían lejanos. Salvo los negocios, nada parecía interesar a Marcel. Ella había creído descubrir que su verdadera pasión era el dinero, y aquello no le gustaba sin saber muy bien por qué. Después de todo a ella la beneficiaba. Él no era avaro; al contrario, era generoso, sobre todo con ella. «Si algo me sucede —decía—, estarás a cubierto.» Y en efecto, era necesario estar a cubierto de la necesidad. ¿Pero dónde hallar abrigo de lo demás, de aquello que no eran las necesidades más simples? Eso era lo que ella sentía confusamente de tarde en tarde. Mientras tanto ayudaba a Marcel a llevar las cuentas y a veces le sustituía en la tienda. Lo más duro era el verano cuando el calor mataba hasta la suave sensación de aburrimiento.

De repente, y precisamente en pleno verano, la guerra, Marcel movilizado y después declarado inútil, la penuria de tejidos, el negocio parado, las calles desiertas y calientes. En adelante, si algo sucedía ella ya no estaría a cubierto. Por eso era por lo que en cuanto volvieron las telas al mercado a Marcel se le había ocurrido recorrer los pueblos de la meseta y del sur para ahorrarse intermediarios y vender directamente a los mercaderes árabes. Había querido llevarla con él. Ella sabía que las comunicaciones eran difíciles, respiraba mal, y hubiera preferido esperarle. Pero él era obstinado y ella había aceptado porque se hubiera necesitado demasiada energía para negarse. En ello estaban ahora y, de verdad, nada se parecía a lo que había imaginado. Había tenido miedo del calor, de los enjambres de moscas, de los hoteles pringosos llenos de olores anisados. No había pensado en el frío, en el viento cortante, en esos páramos casi polares llenos de morrenas de guijarros. Había soñado también con palmeras y arena fina. Ahora veía que el desierto no era nada de eso, sino solamente piedra, piedra por todas partes, en el cielo, donde aún reinaba, crujiente y frío, únicamente el polvo de piedra, como en la tierra, donde solamente crecían, entre las piedras, gramíneas secas.

El autocar se detuvo bruscamente. El chófer lanzó de sopetón algunas palabras en aquella lengua que ella había oído toda su vida sin llegar a entenderla nunca. «¿Qué sucede?», preguntó Marcel. El chófer, esta vez en francés, dijo que el carburador se había debido obstruir con la arena y Marcel maldijo una vez más aquel país. El chófer se echó a reír enseñando toda la dentadura y aseguró que aquello no era nada, limpiaría el carburador y luego se irían. Abrió la puerta y al momento el viento helado se precipitó dentro del coche perforándoles el rostro con mil granos de arena. Todos los árabes sumergieron la nariz en las chilabas y encogieron el cuerpo. «¡Cierra la puerta!», aulló Marcel. El chofer se reía volviendo hacia la puerta. Tomó tranquilamente algunas herramientas de debajo del salpicadero, y después, minúsculo en la bruma, desapareció de nuevo por la parte delantera, sin cerrar la puerta. Marcel suspiró. «Puedes estar segura de que no ha visto un motor en su vida.» «Es igual», dijo Janine. De repente se sobresaltó. En el terraplén, muy cerca del autocar, unas formas envueltas en mantas permanecían inmóviles. Detrás de una muralla de velos sólo se veían sus ojos, bajo la capucha de la chilaba. Mudos, surgidos quién sabe de dónde, contemplaban a los viajeros.

«Pastores», dijo Marcel.

En el interior del coche el silencio era completo. Con la cabeza baja todos los pasajeros parecían escuchar la voz del viento en libertad sobre aquellos interminables cerros. De repente Janine se asombró de la casi total ausencia de equipaje. En la terminal de ferrocarril el chófer había colocado en el techo su baúl y algunos fardos. En las redecillas del interior del coche sólo se veían bastones nudosos y morrales fláccidos. Al parecer toda aquella gente del Sur viajaba con las manos vacías.

Pero el chófer regresó, siempre alerta. También él se había cubierto el rostro y sólo sus ojos reían por encima de los pañuelos. Anunció que ya se iban. Cerró la puerta, el viento cesó y se oyó mejor la lluvia de arena en los cristales. El motor tosió, luego expiró. Al fin empezó a girar, largamente solicitado por el arranque, y el chófer le hizo gemir a grandes golpes de acelerador. El autobús se puso en marcha con un fuerte empujón. Una mano se alzó entre la masa andrajosa de los pastores, todavía inmóviles, y después se desvaneció en la bruma, tras ellos. Casi al momento el vehículo comenzó a saltar por la carretera, cada vez en peor estado. Sacudidos, los árabes se balanceaban sin cesar. Sin embargo Janine sentía que el sueño la iba invadiendo cuando delante de ella surgió una cajita amarilla llena de caramelos. El soldado chacal le sonreía. Ella titubeó, se sirvió y dio las gracias. El chacal guardó la caja en el bolsillo y se tragó de golpe la sonrisa. Ahora contemplaba fijamente la carretera, delante de él. Janine se volvió hacia Marcel y sólo vio su sólida nuca. A través del cristal contemplaba la bruma, más densa, que subía de los inestables terraplenes.

Hacía horas que rodaban y la fatiga había apagado toda manifestación de vida en el coche cuando afuera resonaron unos gritos. Unos niños en chilaba, girando como peonzas, saltando, aplaudiendo, corrían alrededor del vehículo. Ahora rodaban por una calle larga bordeada de edificios bajos; entraban en el oasis. El viento seguía soplando pero los muros detenían las partículas de arena que ya no oscurecían la luz. Sin embargo el cielo permanecía cubierto. En medio de los gritos y con un gran chirrido de frenos el autocar se detuvo junto a los soportales de adobe de un hotel de sucios cristales. Janine se bajó y una vez en la calle sintió que vacilaba. Observó un minarete amarillo y grácil, por encima de las casas. A su izquierda se recortaban ya las primeras palmeras del oasis y hubiera deseado dirigirse hacia ellas. Pero aunque era mediodía el frío era agudo y el viento la hizo tiritar. Se volvió hacia Marcel y primero vio al soldado, que venía a su encuentro. Ella esperaba su sonrisa o su saludo. Él pasó junto a ella sin mirarla y desapareció. En cuanto a Marcel, se hallaba ocupado haciendo que bajaran el baúl con las telas, un cofre negro, izado sobre el techo del autocar. No iba a ser fácil. El chófer era el único que se ocupaba del equipaje y ya se había parado, erguido sobre el techo, para perorar delante del círculo de chilabas que se había reunido alrededor del autobús. Rodeada de rostros que parecían labrados en huesos y cuero, asediada por gritos guturales, Janine sintió de repente la fatiga. «Me subo», dijo a Marcel que empezaba a interpelar con impaciencia al chófer.

Entró en el hotel. El patrón, un francés delgado y taciturno, se dirigió a ella. La condujo al primer piso, en una galería que dominaba la calle, a una habitación donde únicamente había una cama de hierro, una silla barnizada de blanco, un ropero sin cortinas y, detrás de un biombo de mimbre, un aseo cuyo lavabo aparecía cubierto de fino polvo de arena. Cuando el patrón cerró la puerta Janine sintió el frío que desprendían las paredes, desnudas y blanqueadas con cal. No sabía dónde dejar su bolso, ni dónde ponerse ella misma. Había que acostarse o estarse de pie, y en ambos casos tiritar. Permaneció de pie, con su bolso colgando del brazo, contemplando una especie de tragaluz que se abría al cielo, cerca del techo. Esperaba, pero no sabía qué. Únicamente sentía su soledad, y el frío que la iba penetrando, y un peso más pesado en el lugar del corazón. En verdad estaba soñando, casi sorda a los ruidos que subían de la calle con retazos de la voz de Marcel, más consciente, por el contrario, de aquel rumor fluvial que procedía del tragaluz y que el viento hacía nacer en las palmeras, tan cerca ahora, según le parecía. Después, en apariencia, el viento pareció arreciar, y el suave rumor de aguas se convirtió en un silbar de olas. Imaginó un mar de palmeras rectas y flexibles, detrás de las paredes, alborotándose en medio de la tempestad. Nada se parecía a lo que ella había esperado, pero aquellas olas invisibles refrescaban sus ojos fatigados. Permaneció de pie, apesadumbrada, con los brazos caídos, un poco encorvada, mientras el frío subía por sus piernas aplomadas. Soñaba con las palmeras rectas y flexibles y con aquella muchachita que ella había sido.

Después de asearse bajaron al comedor. Sobre las paredes desnudas habían pintado camellos y palmeras, ahogados en una mermelada rosa y violeta. Las ventanas de arco dejaban entrar una luz parsimoniosa. Marcel se informó con el patrón del hotel sobre los comerciantes árabes. Más tarde, un viejo árabe que llevaba una condecoración militar en su guerrera les sirvió. Marcel estaba preocupado y desgarraba su pan. No dejó que su mujer bebiera agua. «No está hervida. Toma vino.» Eso a ella no le gustaba, el vino la atontaba. Después hubo cerdo en el menú. «El Corán lo prohíbe. Pero el Corán no sabía que el cerdo bien cocido no transmite enfermedades. Nosotros sabemos cocinar. ¿En qué piensas?» Janine no pensaba en nada, o quizá pensaba en aquella victoria de los cocineros sobre los profetas. Pero tenía que darse prisa. Salían al día siguiente por la mañana, más al sur todavía: tenían que visitar por la tarde a todos los comerciantes importantes. Marcel apremió al viejo árabe para que trajera el café. Éste asintió con la cabeza, sin sonreír, y salió con pasitos cortos. «Tranquilamente por la mañana, y no demasiado deprisa por la tarde», dijo Marcel riendo. Sin embargo el café terminó por llegar. Apenas se tomaron el tiempo de tragarlo y salieron a la calle polvorienta y fría. Marcel llamó a un joven árabe para que le ayudara a llevar el baúl, pero discutió la retribución por principio. Su opinión, que una vez más hizo saber a Janine, descansaba en efecto sobre el oscuro axioma de que siempre empezaban pidiendo el doble para que les dieran la cuarta parte. Janine seguía a los dos porteadores a disgusto. Se había puesto un vestido de lana debajo de su abrigo grueso, y hubiera preferido sentirse menos voluminosa. El cerdo, aunque bien cocido, y el poco de vino que había bebido también la embarazaban.

Caminaban a lo largo de un pequeño jardín público plantado de árboles polvorientos. Los árabes que se cruzaban con ellos se apartaban aparentemente sin verlos, recogiéndose por delante los faldones de las chilabas. Incluso cuando vestían andrajos ella les veía un aire orgulloso que no tenían los árabes de su ciudad. Janine iba siguiendo al baúl que abría camino a través de la muchedumbre. Pasaron bajo la puerta de una muralla de tierra ocre, alcanzaron una pequeña plaza plantada con los mismos árboles minerales y rodeada al fondo, en su parte más ancha, de soportales y comercios. Pero se detuvieron en la misma plaza, delante de una pequeña construcción en forma de obús, encalada de azul. En su interior, de habitación única, iluminada solamente por la luz que entraba por la puerta, se hallaba un viejo árabe de blancos mostachos, detrás de un reluciente mostrador de madera. Estaba sirviendo té, alzando y bajando la tetera sobre tres pequeños vasos multicolores. El fresco aroma del té a la menta acogió a Marcel y a Janine desde el mismo umbral, antes de que pudieran distinguir otra cosa en la penumbra del almacén. Apenas franqueada la entrada con sus embarazosas guirnaldas de teteras de estaño y bandejas mezcladas con torniquetes de tarjetas postales, Marcel se halló contra el mostrador. Janine permaneció en la entrada. Se apartó un poco para no interceptar la luz. En aquel momento se percató de la presencia de dos árabes que les miraban sonrientes, detrás del viejo tendero, en la penumbra, sentados sobre sacos repletos que ocupaban totalmente el fondo del local. A lo largo de las paredes colgaban alfombras rojas y negras y pañuelos bordados, y el suelo estaba atiborrado de sacos y pequeñas cajas llenas de semillas aromáticas. Sobre el mostrador, en torno a una báscula de relucientes platillos de cobre y de un viejo metro con las marcas borradas, se alineaban los panes de azúcar, uno de los cuales, despojado de sus pañales de grueso papel azul, aparecía empezado por la punta. Cuando el viejo comerciante dejó la tetera sobre el mostrador y dio los buenos días, el olor a lana y a especias que flotaba en el local se manifestó por encima del aroma del té.

Marcel hablaba con precipitación, con aquella voz baja que utilizaba para hablar de negocios. Después abrió el baúl, enseñó las telas y los pañuelos, apartó la báscula y el metro para desplegar su mercancía ante el viejo comerciante. Se ponía nervioso, alzaba el tono, reía de manera desordenada, tenía todo el aspecto de una mujer que quiere agradar y que no está segura de sí. Ahora, con las manos ampliamente abiertas, imitaba la compraventa. El viejo sacudió la cabeza, pasó la bandeja de té a los dos árabes que se hallaban detrás de él y únicamente pronunció un par de palabras que al parecer desanimaron a Marcel. Este recogió las telas, las amontonó en el baúl, y a continuación enjugó el improbable sudor de su frente. Llamó al porteador y se pusieron en marcha hacia los soportales. En el primer comercio tuvieron algo más de suerte, aunque el dueño afectara al principio el mismo aire olímpico. «Se toman por Dios Padre —dijo Marcel—, pero ellos también son vendedores. La vida es dura para todos.»

Janine le seguía sin responder. El viento se había calmado casi totalmente. El cielo se despejaba a retazos. Una luz fría y brillante bajaba de los pozos azules que se iban abriendo en el espesor de las nubes. Ahora habían salido de la plaza. Caminaban por callejuelas a lo largo de muros de adobe, por encima de los cuales colgaban las rosas podridas de diciembre y de trecho en trecho una granada seca, agusanada. En aquel barrio flotaba un aroma de polvo y de café, el humo de una fogata de cortezas, olor a piedra y a carnero. Los comercios, alejados unos de otros, se hallaban excavados en los lienzos de las murallas; Janine sentía las piernas pesadas. Pero poco a poco su marido se iba tranquilizando, había comenzado a vender y al mismo tiempo se volvía más conciliador; llamaba a Janine «mi pequeña», el viaje no sería en vano. «Eso seguro —decía Janine—, vale más entenderse directamente con ellos.»

Regresaron al centro por otra calle. La tarde había avanzado y el cielo ahora se había ido despejando. Se pararon en la plaza. Marcel se frotaba las manos contemplando con ternura el baúl que tenían delante. «Mira», dijo Janine. Del otro lado de la plaza venía un árabe alto, delgado, vigoroso, con rostro aguileño y bronceado, vestido con una chilaba azul celeste, calzado con finas botas amarillas, enguantadas las manos. Únicamente el chal que llevaba a modo de turbante permitía adivinar uno de aquellos oficiales franceses de Asuntos Indígenas que Janine había admirado a veces. Avanzaba en su dirección con pasos regulares, pero parecía mirar más allá del grupo que formaban, al tiempo que se desenguantaba con lentitud una de las manos. «Vaya —dijo Marcel encogiéndose de hombros—, ahí va uno que se cree un general.» Sí, todos tenían el mismo aire orgulloso, pero lo cierto es que aquél exageraba. Rodeados por el ámbito vacío de la plaza, avanzaba recto en dirección al baúl, sin verla, sin verlos. Al rato la distancia que les separaba disminuyó rápidamente y el árabe se acercaba ya hasta donde estaban ellos cuando Marcel agarró de repente el asa del baúl y tiró de ella hacia atrás. El otro pasó sin que aparentemente hubiera visto nada y se dirigió con el mismo paso hacia las murallas. Janine miró a su marido, parecía decaído.

«Ahora se creen que se lo pueden permitir todo», dijo. Janine no respondió. Detestaba la estúpida arrogancia de aquel árabe y de repente se sintió desgraciada. Quería irse, pensaba en su pequeño apartamento. La idea de regresar al hotel, a aquella habitación helada, la desanimaba. Súbitamente pensó que el dueño le había aconsejado que subiera a la terraza del fortín, desde donde se podía contemplar el desierto. Se lo dijo a Marcel, y también que podían dejar el baúl en el hotel. Pero él estaba cansado y quería dormir un poco antes de cenar. «Por favor», dijo Janine. Él la miró, súbitamente afectuoso. «Por supuesto, mi amor», dijo.

Ella le esperó delante del hotel, en la calle. El gentío, vestido de blanco, se iba haciendo cada vez más numeroso. No se veía ni una sola mujer y a Janine le parecía que nunca había visto tantos hombres. Sin embargo ninguno la miraba.

Algunos, sin verla al parecer, volvían lentamente hacia ella su rostro enjuto y curtido que, a ojos de ella, hacía que todos se parecieran, el rostro del soldado francés del autobús, el del árabe de los guantes, un rostro a la vez astuto y altivo. Volvían aquel rostro hacia la forastera, no la veían y después, ligeros y silenciosos, pasaban junto a ella, que ya empezaba a tener hinchados los tobillos. Y su malestar y su necesidad de irse iban aumentando. «¿Para qué habré venido?» Pero en aquel momento Marcel bajó.

Cuando emprendieron la subida de las escaleras del fortín eran las cinco de la tarde. El viento se había calmado completamente. El cielo, totalmente despejado, era entonces de un azul malva. El frío, más seco, picaba en las mejillas. A mitad de las escaleras, un viejo árabe recostado contra la pared les preguntó si necesitaban un guía, pero sin moverse, como si hubiera estado seguro por anticipado de su respuesta negativa. La escalera era larga y empinada, a pesar de varios rellanos de tierra apisonada. A medida que subían el espacio se iba ampliando, y ascendían en medio de una luz cada vez más vasta, fría y seca, en la cual cada sonido del oasis les llegaba con una pureza nítida. El aire iluminado parecía vibrar a su alrededor, con una vibración cada vez más larga a medida que avanzaban, como si su paso hiciera nacer en el cristal de luz una onda sonora que se fuera ampliando. Y en el instante en que llegados a la terraza su mirada se perdió de repente en el horizonte inmenso, más allá del palmeral, a Janine le pareció que todo el cielo resonaba con una nota única, brillante y breve, cuyos ecos llenaban poco a poco el espacio por encima de ella, para luego cesar súbitamente y abandonarla a ella, silenciosa, delante de la extensión sin límites.

En efecto, de este a oeste su mirada podía desplazarse lentamente sin encontrar un solo obstáculo, todo a lo largo de una curva perfecta. Debajo de ella se encabalgaban las terrazas azules y blancas de la medina, ensangrentadas por las manchas de rojo sombrío de los pimientos que secaban al sol. No se veía a nadie, pero de los patíos interiores subían voces que reían y correteos incomprensibles, junto con el tufo aromático del café tostado. Un poco más lejos, los penachos del palmeral dividido con muros de arcilla en rectángulos desiguales, gemían bajo el efecto de un viento que allí en la terraza no se sentía. Más lejos aún comenzaba, ocre y gris, el reino de las piedras, hasta el horizonte, sin que apareciera ningún signo de vida. Únicamente a cierta distancia del oasis, cerca de la torrentera que corría por el oeste a lo largo del palmeral, se divisaban amplias tiendas negras. A su alrededor, un rebaño de dromedarios inmóviles, minúsculos en la distancia, formaban en el suelo gris los signos sombríos de una extraña escritura cuyo sentido era necesario descifrar. Por encima del desierto el silencio era tan vasto como el espacio.

Apoyando todo el cuerpo contra el parapeto Janine se quedó sin voz, incapaz de desprenderse del vacío que se abría ante ella. Marcel se agitaba a su lado. Tenía frío, quería bajar. ¿Qué había que ver allí? Pero ella no podía apartar la mirada del horizonte. Le pareció de repente que algo la esperaba allí, más al sur todavía, en aquel lugar en que el cielo y la tierra se encontraban en una línea pura, algo que ella había ignorado hasta entonces y que sin embargo siempre había echado en falta. La luz declinaba lentamente en la tarde avanzada; antes cristalina, ahora se volvía líquida. Al mismo tiempo, en el corazón de una mujer a quien sólo el azar había llevado allí, se iban desatando todos los nudos de los años, de la costumbre y del hastío, que hasta entonces la habían mantenido apresada. Contempló el campamento de los nómadas. Ni siquiera había visto a los hombres que vivían allí, nada se movía entre las tiendas negras, y sin embargo, y a pesar de que hasta aquel día apenas había sabido de su existencia, solamente podía pensar en ellos. Sin casa, separados del mundo, eran un puñado de gente errante en aquel vasto territorio que ella descubría con la mirada, y que sin embargo sólo era una parte irrisoria de un espacio todavía mayor, cuya vertiginosa fuga sólo se detenía miles de kilómetros más al sur, allí donde el primer río fecunda al fin la selva. Algunos hombres caminaban sin tregua, desde siempre, por aquella tierra seca, roída hasta el hueso, por aquel país desmesurado, sin poseer nada pero sin servir a nadie, señores miserables y libres de un extraño reino. Janine no sabía por qué aquella idea la llenaba de una tristeza tan dulce y tan vasta que le cerraba los ojos. Únicamente sabía que desde el origen de los tiempos aquel reino le había sido prometido y que sin embargo nunca sería suyo, jamás, salvo quizás en aquel instante fugitivo, cuando volvió a abrir los ojos al cielo repentinamente inmóvil, y hacia las oleadas de luz coagulada, mientras las voces que subían de la medina callaban bruscamente. Le pareció que el curso del mundo acababa de detenerse y que a partir de aquel instante nadie envejecería y nadie moriría. En adelante, y en todo lugar, la vida quedaba en suspenso, salvo en su corazón, donde en aquel mismo momento alguien lloraba de tristeza y de admiración.

Pero la luz se puso en movimiento y el sol, nítido y sin calor, declinó hacia el oeste, enrojeciéndolo un poco, al tiempo que una ola gris se iba formando por el este y se disponía a inundar lentamente la inmensa llanura. Aulló el primer perro y su grito lejano subió en el aire, cada vez más frío. Entonces Janine se dio cuenta de que estaba tiritando.

«La vamos a cascar —dijo Marcel—, eres tonta. Volvamos.» Pero la tomó torpemente de la mano. Dócil, ella se apartó del parapeto y le siguió. El viejo árabe de la escalera, inmóvil, les vio bajar hacia la ciudad. Ella caminaba sin ver a nadie, abrumada bajo el peso de una inmensa y brusca fatiga, arrastrando su cuerpo cuya carga le parecía ahora insoportable. Su exaltación la había abandonado. Ahora se sentía demasiado grande, demasiado espesa, demasiado blanca también para aquel mundo en el que acababa de entrar. Un niño, una muchacha, un hombre seco, un furtivo chacal, eran las únicas criaturas que podían hollar silenciosamente aquella tierra. ¿Qué haría ella allí en adelante, salvo arrastrarse hasta el sueño, hasta la muerte?

Se arrastró en efecto hasta el restaurante, delante de un marido repentinamente taciturno, o que predicaba su cansancio, mientras ella misma luchaba débilmente contra la fiebre de un catarro que sentía subir. Y también se arrastró hasta la cama, donde Marcel fue a juntarse con ella, y apagó al momento la luz sin pedirle nada. La habitación estaba helada. Janine sentía que el frío avanzaba al mismo tiempo que se aceleraba la fiebre. Respiraba mal y su sangre latía sin calentarla; algo parecido al miedo iba creciendo en ella. Se dio la vuelta, la vieja cama de hierro crujía bajo su peso. No, no quería estar enferma. Su marido ya dormía y ella tenía que dormir también, lo necesitaba. Por la claraboya llegaban hasta ella los sonidos apagados de la ciudad. Los viejos fonógrafos de los cafetines moros emitían con voces nasales melodías que reconocía vagamente, y que le llegaban a lomos de un rumor de muchedumbres lentas. Tenía que dormir. Pero contaba las tiendas negras; detrás de sus párpados pacían los camellos inmóviles; inmensas soledades giraban en su interior. Sí, ¿por qué había venido? Con esa pregunta se durmió.

Se despertó algo más tarde. A su alrededor el silencio era total. Pero en los confines de la ciudad los perros roncos aullaban en la noche muda. Janine se estremeció. Se dio la vuelta y sintió contra su hombro el hombro duro de su marido y de repente, medio dormida, se apretó contra él. Fue a la deriva del sueño sin sumergirse, agarrada a aquel hombro con una avidez inconsciente, como si fuera su puerto más seguro. Hablaba, pero su boca no emitía ningún sonido. Hablaba, pero apenas se oía a sí misma. Únicamente sentía el calor de Marcel. Como desde hacía más de veinte años, cada noche, así, en su calor, siempre los dos, incluso enfermos, incluso de viaje, como en aquel momento… Además, ¿qué hubiera hecho sola en casa? ¡Sin hijos! ¿Era eso lo que le faltaba? No lo sabía. Seguía a Marcel, eso era todo, contenta de saber que alguien la necesitaba. La única alegría que él le daba era la de saberse necesaria. Sin duda alguna él no la quería. Ni siquiera el amor rencoroso tiene ese rostro ceñudo. ¿Pero cuál es su rostro? Se amaban en la noche, sin verse, a tientas. ¿Existe otro amor que no sea el de las tinieblas, existe un amor que grite a plena luz del día? No lo sabía, pero sabía que Marcel la necesitaba y que ella necesitaba aquella necesidad, que de ello vivía noche y día, sobre todo por la noche, cada noche, cuando él no quería estar solo, ni envejecer, ni morir, con aquel aire obtuso que adoptaba y que ella reconocía a veces en los rostros de otros hombres, el único rasgo común a todos aquellos locos que se camuflan bajo talantes razonables, hasta que les atrapa el delirio y les arroja desesperadamente hacia un cuerpo de mujer para enterrar en él, sin deseo, todo lo que tienen de espantoso la soledad y la noche.

Marcel se agitó un poco como para alejarse de ella. No, él no la quería, sencillamente tenía miedo de todo lo que no fuera ella, y hacía tiempo que ambos hubieran debido separarse para dormir solos hasta el final. ¿Pero quién es capaz de dormir siempre solo? Algunos hombres lo hacen, aquellos a quienes la vocación o la desgracia han separado de los demás y que se acuestan todas las noches en el mismo lecho que la muerte. Marcel nunca podría hacerlo, él menos que nadie, criatura débil y desarmada, siempre espantado por el dolor, hijo suyo, precisamente, aquel que la necesitaba y que en aquel mismo instante dejó escapar una suerte de gemido. Ella se juntó un poco más contra él, y le puso la mano en el pecho. Y en su fuero interno pronunció el nombre enamorado con que le llamaba en otros tiempos y que todavía, de tarde en tarde, utilizaban entre sí pero sin pensar en lo que decían.

Le llamó de todo corazón. Además, ella también le necesitaba, necesitaba su fuerza, sus pequeñas manías, también ella tenía miedo a morir. «Si superara ese miedo sería feliz…» Al instante la invadió una angustia sin nombre. Se separó de Marcel. No, no estaba superando nada, no era feliz, en verdad iba a morir sin haberse librado de ello. Le dolía el corazón, descubría de repente que se ahogaba bajo un peso inmenso que arrastraba desde hacía veinte años, un peso bajo el cual se debatía ahora con todas sus fuerzas. ¡Quería librarse de él, incluso si Marcel, incluso si los demás no se libraban nunca! Se incorporó en la cama, despierta, y aguzó el oído hacia una llamada que le pareció muy cercana. Pero sólo le llegaron las voces extenuadas e infatigables de los perros desde los confines de la noche. Se había levantado una brisa débil cuyas ligeras aguas oía correr por el palmeral. Venía del sur, de allí donde el desierto y la noche se mezclaban ahora bajo el cielo, inmóvil otra vez, donde la vida se detenía, donde nadie envejecía ni moría. Después, las aguas del viento dejaron de manar y ni siquiera estaba segura de haber oído algo, salvo una llamada muda que además podía escuchar o hacer callar a voluntad, y cuyo sentido jamás conocería si no respondía al instante. Al instante, sí, de eso al menos estaba segura.

Se levantó sin brusquedad y permaneció inmóvil cerca de la cama, atenta a la respiración de su marido. Marcel dormía. Un instante después, perdió el calor del lecho y el frío se apoderó de ella. Se vistió lentamente, buscando a tientas su ropa en la débil claridad que llegaba de las farolas de la calle a través de las persianas de la fachada. Alcanzó la puerta con los zapatos en la mano. Esperó todavía un instante en la oscuridad, y después abrió con lentitud. El picaporte rechinó y ella se quedó inmovilizada. Su corazón latía alocadamente. Aguzó el oído y tranquilizada por el silencio hizo girar un poco más la mano. La rotación del picaporte le pareció interminable. Al fin abrió, se deslizó fuera y volvió a cerrar la puerta con las mismas precauciones. Después, con la mejilla pegada a la madera, esperó. Al cabo de un momento percibió lejanamente la respiración de Marcel. Se dio la vuelta, recibió en pleno rostro el aire helado de la noche y echó a correr a lo largo de la galería. La puerta del hotel estaba cerrada. Mientras manipulaba el cerrojo, el vigilante nocturno apareció en lo alto de la escalera con el semblante confuso y le habló en árabe. «Ahora vuelvo», dijo Janine, y se lanzó a la noche.

Del cielo negro bajaban guirnaldas de estrellas sobre las palmeras y las casas. Corrió a lo largo de la corta avenida que llevaba al fortín, ahora desierta. El frío, que ya no tenía que luchar contra el sol, había invadido la noche; el aire helado le quemaba los pulmones. Pero siguió corriendo, medio a ciegas, en la oscuridad. Sin embargo, en lo alto de la avenida aparecieron algunas luces que se acercaron a ella zigzagueando. Se detuvo, oyó un rumor de élitros y al final, detrás de las luces que iban aumentando de tamaño vio unas enormes chilabas bajo las cuales centelleaban las ruedas frágiles de las bicicletas. Las chilabas la rozaron; tres luces rojas surgieron en la oscuridad detrás de ella, y al momento desaparecieron. Volvió a emprender su carrera hacia el fortín. A mitad de la escalera la quemadura del aire en los pulmones llegó a ser tan cortante que quiso detenerse. Sin embargo, un último impulso la arrojó a su pesar a la terraza, al parapeto, contra el cual apretó entonces su vientre. Jadeaba, y todo se confundía delante de sus ojos. La carrera no le había hecho entrar en calor y todos sus miembros temblaban todavía. Pero pronto fue aspirando con regularidad el aire frío que había estado tragando a bocanadas y un calor tímido empezó a nacer en medio de los escalofríos. Sus ojos se abrieron al fin sobre los espacios de la noche.

Ningún aliento, ningún ruido, nada turbaba el silencio y la soledad que rodeaban a Janine, salvo a veces el resquebrajamiento sofocado de las piedras que el frío iba reduciendo a arena. Sin embargo, al cabo de un instante, le pareció que una especie de pesada rotación arrastraba el cielo por encima de ella. Miles de estrellas se formaban sin tregua en el espesor de la noche fría y seca, y sus brillantes carámbanos, desprendiéndose al instante, empezaban a deslizarse imperceptiblemente hacia el horizonte. Janine no podía apartarse de la contemplación de aquellas luminarias a la deriva. Giraba con ellas y poco a poco se reunía con su ser más profundo por el mismo camino inmóvil, donde ahora combatían el deseo y el frío. Las estrellas caían delante de ella, una a una, y se apagaban después entre las piedras del desierto, y cada vez Janine se iba abriendo un poco más a la noche. Respiraba, olvidaba el frío, el peso de la existencia, la vida demente o inmóvil, la prolongada angustia de vivir y de morir. Después de haber escapado alocadamente durante tantos años huyendo delante del miedo, por fin podía detenerse. Al mismo tiempo le parecía volver a encontrar sus raíces, como si la savia volviera a subir por su cuerpo, que ahora ya no tiritaba. Apretando todo su vientre contra el parapeto, proyectando su tensión hacia el cielo en movimiento, solamente esperaba que su corazón, todavía alterado, se apaciguara a su vez, y que al fin se hiciera el silencio en ella. Las últimas estrellas de las constelaciones dejaron caer sus racimos algo más abajo, sobre el horizonte del desierto y se inmovilizaron. Entonces, con una insoportable suavidad, Janine empezó a llenarse con el agua de la noche, venciendo al frío, subiendo poco a poco del centro oscuro de su ser y desbordándose en oleadas ininterrumpidas hasta llenar de gemidos su boca. Un instante después el cielo entero se desplegaba sobre ella, tendida sobre la tierra fría.

Cuando Janine regresó con las mismas precauciones Marcel no se había despertado. Pero lanzó un gruñido cuando ella se acostó y unos segundos después se incorporó bruscamente. Habló, y ella no comprendió lo que decía. Se levantó y encendió la luz, que la golpeó en pleno rostro. Se dirigió tambaleándose hacia el lavabo y bebió largamente de la botella de agua mineral que había allí. Ya iba a meterse entre las sábanas cuando con una rodilla encima de la cama la miró a ella, sin comprender. Estaba llorando a lágrima viva, sin poder contenerse. «No es nada, mi amor —decía ella—, no es nada.»

© Albert Camus: La femme adultère (La mujer adúltera). En L’Exil et le Royaume (El exilio y el reino), 1957. Traducción de Manuel de Lope.

26 de agosto de 2020

Italianos en Àmbar.




La colonia italiana asentada en Ámbar inaugurò una placa, recordatoria, a la memoria de los ciudadanos italianos, esposos ellos, Edilberto Patroni Cruz y Fortunata Boas Lino de Patroni, en Huancoy-Ámbar. En el lugar hubo una pequeña, pero significativa ceremonia, donde hicieron el uso de la palabra, el alcalde de Ámbar, los familiares de los primeros colonos italianos en llegar a ese lugar y los representantes de la Sociedad de Poetas y Narradores de la Regiòn Lima: Julio Solòrzano Murga, descendiente directo de los primeros italianos que llegaron al lugar, y Jorge Aliaga Cacho, invitado por Solòrzano Murga. Ambos hicieron uso de la palabra con cargada emociòn por el evento recordatorio y familiar. Julio Solòrzano Murga, recordò a su bisabuelo, Don Luis Clavarino, natural de Genova, que llegò al Callao el año de 1881 y luego, se trasladarìa a Huacho donde, sostendrìa una reuniòn en el Cìrculo Italiano de esa ciudad, fundado por los primeros inmigrantes, de la tierra del gran Garibaldi, que llegaron al puerto de Huacho. Algunos de ellos se dedicarìan a la ganaderìa y, para sus actividades ganaderas, escogieron a Àmbar. Entre los apellidos italianos, que se recuerdan en Àmbar, nos dice Solòrzano Murga, se encuentran los siguientes: Daorta, Magni, Ratto, Patroni, Zurzo, Picardo, Falconí, Marquisio, Cánepa, Gaviglia, Caviglia, Bocalamdro, Lostanau, Ornetta, Clavarino, Del Pino, Garbín, Beteta, Gaiazo, Caldas, Hijar.

Julio Solòrzano Murga escribe en su blog, lo siguiente:
'' Transcurría el año 1798, cuando llega un gran número de emigrantes italianos procedentes de Génova, Niza, Lombardía y Napoles a Huacho, muchos de ellos Navegantes, comerciantes y estudiosos exploradores. Según cuentan los relatos de la época, eran unos tipos de contextura alta y gruesa, de ojos verdes y con bigotes, las mujeres lucían sus faldas floreadas con pañoletas de colores y los varones pantalones de lanillas con tirantes, sombreros, chalecos y botas altas. En Huacho se reunían en el Circulo Italiano en la calle Comercio.
A principios del año 1800, un grupo de ellos deciden emigrar a las zonas altas de Huacho, y es así como llegan a Ámbar en busca de tierra para cultivarlas y establecer un centro ganadero en la zona. Los italianos afincados en el lugar también se organizaron en el Circulo Italiano en Ámbar y mensualmente venían a Huacho para confraternizar con sus paisanos de donde enviaban y recibían correspondencia de sus familiares de Italia''.

Rica informaciòn sobre Àmbar podràn encontrar en el siguiente enlace del blog de Julio Solòrzano Murga. https://juliosolorzano.blogspot.com/2008/11/circulo-italiano-en-el-desarrollo-de.html

Piruetas.

Jorge Aliaga Cacho


Por Jorge Aliaga Cacho

Ayer mi pena fue alegre
porque se cansó de triste
y tú la animaste,... ¿Sabes?
Cuando tus manos tomaron las mías
mientras el viento de nosotros hacía
piruetas de alegría.
Tú estabas de azul plomo
como tus ojos,
como mis días,
como los besos que enjuagaste en mi boca,
y que la noche se llevó en su vacío.
Ayer mi pena fue alegre
porque se cansó de triste.

(Del libro ''Mujeres malas Mujeres buenas'').

25 de agosto de 2020

Armik

Armik - Home | Facebook


Por Jorge Aliaga Cacho.

Cuando lleguè a Rusia, en el 2001, me llamaron la atención unos acordes de guitarra provenientes de uno de los quioscos, en la estaciòn del metro de la Plaza Roja. Para mi, esa mùsica era nueva. Despuès supe que era la música de un tal Armik. Sus discos compactos estaban llamando la atención del público. Me acerquè y compré uno que usarìa, más tarde, para musicalizar uno de mis poemas. Luego de ese fortuito encuentro, pasò el tiempo y despuès encontrè, en la red, más información sobre este gran músico iranì. Armik, un prolífico mùsico y compositor, interpreta la guitarra con bravura y goza de gran popularidad, en todo el mundo, y yo no lo sabìa. Armik, al lanzar su carrera en solitario en 1994, se basó en sus raíces de jazz y pasiones flamencas para crear un giro revolucionario en el emergente y nuevo sonido flamenco. Sus invaluables composiciones y actuaciones cubren una gama completa de melodías provocativas, perfeccionadas a lo largo de años de formación. Armik tiene un delicado equilibrio entre el flamenco y la guitarra clásica y goza de las influencias latinas, y de jazz, que sus fans admiran. Como guitarrista, es uno de los virtuosos más adulados del género Nuevo Flamenco, habiendo alcanzado esta estatura en virtud de su imponente presencia entre los diez mejores artistas de la nueva era segùn la revista Billboard de los años: 2004, 2005, 2006, 2008, 2009, 2010, 2012. y 2013. Armik nació en Irán y tiene ascendencia armenia. Cuando tenía solo siete años, empeñó su reloj por una guitarra clásica, la misma que escondió para practicar con ella en un sótano. Siguieron luego, lecciones formales de música y Armik completó un rígido régimen de instrucción en solo dos años. A los 12 años ya era un artista de grabación profesional. Si bien su carrera inicial se centró principalmente en el jazz, Armik descubrió la belleza y pasión del flamenco en España durante la década del 70 cuando vio actuar al legendario Paco de Lucía. Impulsado por el fuego de la tradición que ha definido su vida musical desde entonces, Armik, cambió de inmediato su guitarra de Jazz para realizar un viaje profundo al corazón de la música española. En 1981, Armik se mudó a Los Ángeles para seguir esta nueva dirección, tocando con otros artistas en vivo y en estudios. En 1994, lanzó su álbum debut en solitario RAIN DANCER, un éxito comercial y de crítica que siguió con GYPSY FLAME, (GOLD en Australia) de 1995. En este punto, la reputación de Armik como artista de grabación de Nuevo flamenco, era tal que, el experto luthier español, Pedro Maldonado creó un instrumento para él, la Rubia; El álbum que Armik grabò en 1996, recibió ese nombre. Al año siguiente vio el lanzamiento de MALAGA, y su quinto álbum, ISLA DEL SOL, apareció en 1999, seguido de ROSAS DEL AMOR en la primavera de 2001. Armik, el guitarrista / compositor / productor de flamenco sigue deleitando con su virtuosidad a los pùblicos del mundo.