Sociólogo - Escritor

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"La Casa de la Magdalena" (1977), "Essays of Resistance" (1991), "El destino de Norte América", de José Carlos Mariátegui. En narrativa ha escrito la novela "Secreto de desamor", Rentería Editores, Lima 2007, "Mufida, La angolesa", Altazor Editores, Lima, 2011; "Mujeres malas Mujeres buenas", (2013) vicio perfecto vicio perpetuo, poesía. Algunos ensayos, notas periodísticas y cuentos del autor aparecen en diversos medios virtuales.
Jorge Aliaga es peruano-escocés y vive entre el Perú y Escocia.
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http://www.jorgealiagacacho.com/

21 de enero de 2017

EL ÚLTIMO JUEGO DE INVIERNO







Jorge Aliaga y Rene de la Barra

Por Rene de la Barra

Durante el invierno, los ríos se salían de sus cauces, llevándose los puentes, y los caminos se llenaban de lodo y se tornaban intransitables, de modo que antes de que empezara la temporada de lluvias, nuestros padres nos enviaban a la casa de la abuela, en el pueblo. El viaje lo hacíamos en una berlina desvencijada, tirada por dos lustrosos caballos azabaches. Un cochero de librea, cuya tela luctuosa y desgastada se deshilachaba en las mangas, dormitaba sobre el pescante, y cada tanto, se espantaba las moscas del sombrero y hacía restallar el látigo en el aire, para que no se pensara que el coche se gobernaba solo y que él viajaba de balde. Tras nosotros, iba una procesión de carretas, que a cada vuelta de rueda, rechinaban como quejándose. Lentos bueyes overos, guiados por indios taciturnos, las iban tirando lento, muy lento. Las carretas rengueaban, crujiendo, fatigadas por el peso de los sacos de papas (arpillera terrosa) y de harina (arpillera blanca). Completaban la carga toneles de manteca, jamón serrano en sal, carne seca, fiambres y enormes canastos de fruta: cerezas rojas y negras, manzanas verdes, amarillas y rojas, ciruelas negras y verdes, membrillos verdes y amarillos, peras amarillas y verdes; cestas de ají cacho de cabra, pimientos rojos y verdes, huevos multicolores, habas, arvejas y porotos de diversos tamaños y tonalidades. 
Ocurrió durante el último viaje. Las carretas rengueaban, crujiendo, las ruedas inclinadas, como si fueran las piernas de un hombre, que se separan y arquean para soportar el peso. La carga trepaba, en equilibrio precario, por encima de los barandales. Al promediar la tarde, una de las primeras carretas de la caravana perdió una rueda: se oyó crujir el eje de madera, que se astilló y rompió en uno de sus extremos; la rueda se tambaleó como si estuviera ebria y la carreta se escoró, lenta, pero inexorablemente. Su carga, veinte sacos de harina, se deslizó hacia un costado y fue cayendo poco a poco al camino, dejando tras de sí un reguero blanco. El indio que la guiaba, detuvo a los bueyes con hábiles movimientos de pértiga, y apenas vio la carga desparramada, agachó la cabeza y escupió, blasfemando en voz baja; luego desenganchó la carreta, y guiando la yunta, emprendió, resignado, el regreso a la hacienda. La caravana siguió su camino hacia el pueblo, sin que nadie dijera nada.


Mi padre hizo azotar al yuntero por haber sobrecargado la carreta, y al otro día, al comprobar que habían quedado varios sacos intactos abandonados en el camino, lo hizo azotar una vez más, porque se había humedecido la harina y tres o cuatro quintales desparecieron en manos de ladrones. «Debió dejar los sacos a cubierto», le dijo a mi madre, durante la cena, y que ella asintió en silencio. «Te aseguro que la harina la robaron sus parientes», sentencio después, «debieron estar de acuerdo; los indios son taimados y no les importan unos cuantos azotes». Mi madre detuvo la cucharilla en el aire, como si fuera a decir algo; luego sonrió y le preguntó si se iba servir más postre. Mi padre pareció no oír: «debería hacer revisar sus ranchas», rezongó; «pero tendría que acompañar al capataz. Si no voy yo, son capaces de decir que no encontraron nada». Mi madre entonces frunció la nariz, «te vas a llenar de pulgas», le dijo, «¿cómo te vas a meter en esas casuchas?» Mi padre respondió que no le importaban tanto los sacos de harina, que en realidad lo que lo molestaba era que pretendieran haberlo burlado, que ya verían quién manda.
Todo eso me lo contó Rocío, y a ella alguien debió contárselo, pero no me dijo quién. Rocío era la sirvienta de mi abuela y vivía con ella en el pueblo, en una casona enorme y descuidada, a pocas cuadras de la iglesia. Quien pasara por la vereda podría pensar que la casona estaba deshabitada, pues de las pocas habitaciones que ocupaba la abuela, sólo el comedor daba a la calle y su ventana era la única que el viandante podría ver iluminada; las demás estaban clausuradas por gruesas chapas de madera. La biblioteca, un salón enorme, y los cuatro dormitorios que se usaban en invierno, cuando nosotros, mi hermano y yo, nos veíamos obligados a vivir con la abuela, daban a un patio enorme que se continuaba con los cerros. El resto de la casa eran puertas condenadas, telarañas, corredores polvorientos y habitaciones repletas de muebles cubiertos con sábanas, en donde de seguro pernoctaban fantasmas.
El desayuno se servía a puntual a las ocho de la mañana; había que presentarse aseada, perfectamente vestida y bien peinada; para eso, en cada habitación, sobre un pequeño lavabo con cubierta de mármol, había una palangana con agua, jabón de olor, un trapo de aseo, una esponja, una piedra pómez, un peine, un cepillo dental, dentífrico y colonia inglesa, y colgada a un lado del espejo, empotrado en la pared, sobre el lavabo, una toalla áspera y desflecada. El agua fría en las manos era como una puñalada; había que enjabonarse y pasarse la esponja, aunque escarchara; la cara bien limpia, la frente despejada, olorosa a colonia. Mi hermano, en cambio, se presentaba a la mesa con legañas en los ojos y el cabello desgreñado. La abuela montaba en cólera y Rocío lo tomaba del brazo y lo llevaba a su habitación, simulando que lo reprendía, y lo esperaba junto a la puerta, poniendo oído, para escuchar el chapoteo de sus manos en el agua. Luego de unos minutos, volvía a la mesa, mirando a la abuela con miedo, y la abuela, haciendo como que no se percataba. La abuela era ciega, pero no necesitaba ver para adivinar cada gesto, cada descuido, cada falta, cada acto impensado.
El desayuno era frugal: una taza de leche tibia y un trozo de pan, con miel o mermelada.
La mañana la pasábamos en la biblioteca. Una maestra, vieja y enteca, de rostro pálido y de gesto funerario, se empecinaba en llenarnos la cabeza de efemérides inútiles y beaterías. Su única cogitación era el infierno y su pedagogía el miedo. Uno podía condenarse por robar un pan o por haberlo soñado.
Durante el almuerzo, nos sentábamos a una mesa larga, de caoba, junto a unas ventanas enormes, que intentaban convertir en claridad la penumbra del invierno; la abuela a la cabeza, mi hermano a su diestra y yo a la izquierda. El resto de los puestos quedaba vacío: diez sillas silentes, sin contar la otra cabecera. La maestra comía en la cocina, sola; Rocío comía más tarde, cuando el resto hacía la siesta, y ya había lavado los cubiertos y los platos.
Había que sentarse con la espalda recta, en un extremo de la silla, utilizar los cubiertos con sabiduría, no hablar con la boca llena, y no decir una palabra si la abuela no nos hablaba primero.
La casa era un laberinto de corredores y de cuartos: habitaciones desiertas, muebles cubiertos por sábanas, olor a humedad y encierro, las ventanas pobladas de lágrimas. Era nuestro mundo. El resto era una calle de adoquines y una iglesia de madera, frente a los tilos de la plaza, a la que íbamos a oír misa todos los domingos, primeros viernes y fiestas de guardar.
A mi abuela le gustaba que, en esas ocasiones, me pusiera un vestido rosa o uno blanco. Muy temprano por la mañana, Rocío sacaba el vestido del armario, lo deshumedecía junto al fogón y me lo llevaba a la cama… Pero bastaba un pequeño berrinche para que terminara yendo a buscar el vestido que yo quería, y con la misma paciencia con que se había esmerado con el rosa, lo deshumedecía y lo planchaba, esta vez a toda prisa, para que mi abuela no se fuera a enterar. A pesar de su ceguera, la abuela percibía cada cambio en las rutinas y el inexorable palpitar del reloj: parecía llevar la cuenta de cada tic-tac, del balanceo del péndulo, de cada salto del minutero, de cada crujir del piso y de cada gota de lluvia que se estrellaba en la ventana. Nos acostumbramos a caminar en puntillas, a cuchichear con las puertas cerradas y hasta a respirar con cuidado, para que ella no se enterara. Pero, de algún modo, ella siempre sabía lo que ocurría; era como si adivinara nuestros pensamientos incluso antes de haberlos barruntado, como si tuviera oídos en todas partes y su ceguera no fuera sino una estratagema, una farsa.
Un día en que corríamos por un pasillo del ala más alejada de la casa, mi hermano tropezó con una lámpara de pedestal, finísima, que terminó destrozada en el piso. Rocío recogió los restos lo más rápido que pudo, los puso en una bolsa y se deshizo de ellos, arrojándolo a la letrina que había en el patio. Luego, aprovechando que la abuela dormía la siesta, se puso un abrigo viejo y un pañuelo sobre la cabeza, y se aventuró bajo la lluvia; recuerdo que el viento humillaba la melena de los árboles, los despeinaba, los sacudía y los hacía inclinarse, como si quisiera ponerlos de rodillas. Temí por Rocío, y luego, al darme cuenta que tardaba, también temí por mí: ¿qué le diría a la abuela si despertaba de pronto y preguntaba por ella?
Apenas escuché que Rocío entraba por la puerta de la cocina, eché a correr y fui a abrazarla, sin pensar que la abuela podía estar oyendo. Ella me rechazó con ambas manos: no quería que me mojara con sus ropas húmedas. El solo imaginar que uno de nosotros, mi hermano o yo, nos enfermáramos, tenía en ella un efecto devastador: si estornudábamos, aunque fuera una vez, se esmeraba en tizanas de hiervas, limonada y miel, y nos sometía una vigilancia tan estricta y concienzuda, que finalmente era ella quien enfermaba: la fulminaba una jaqueca tan intensa, que la obligaba a encerrarse a oscuras en su habitación, aunque antes pasaba por la cocina y rebanaba papas crudas que se ponía sobre la frente. Mi abuela jamás le habría perdonado que, por un descuido suyo, tuviese que gastar en remedios y en los honorarios de un médico, en quienes, por cierto, desconfiaba.
Una vez que Rocío se encerró en su habitación, para cambiarse de ropa, nos percatamos de que había un paquete alargado junto a la puerta; estaba envuelto en arpillera y amarrado con cáñamo. Nos abalanzamos sobre los nudos, intentado desatarlos, pero Rocío estuvo de vuelta en la cocina antes que lográramos aflojarlos; con un gesto, nos pidió que nos calláramos. Fue ella quien desenvolvió la lámpara, que si bien no era idéntica a la que se había roto, se le parecía bastante, y era improbable que una ciega, en el caso aún más improbable de que se aventurara en un ala tan distante de la casa, pudiera notar la diferencia. La había comprado con sus ahorros, la pobre.
Pero la abuela lo supo, y el castigo fue el peor que recuerdo: el doble de chicotazos, el doble de gritos y chillidos, el doble de rosarios de rodillas, el doble de labores y el doble de cenas sin postre. Al día siguiente, nuestra maestra, ya enterada del suceso, nos increpó severamente, y sin subir la voz, pero abriendo los ojos desmesuradamente, nos enumeró las penas que nos esperaban en el infierno.
El domingo, la abuela le ordenó a Rocío despertarnos más temprano que de costumbre. Llegamos a la iglesia antes que amaneciera: apenas dos o tres beatas, de rodillas, cabizbajas y mustias, musitaban sus plegarias con un rumor como de moscas. Los cirios, sobre el altar, permanecían dormidos y tan solo la luz mortecina de las velas a los pies de la Virgen, y algunos velones en la nave central, le hurtaban espacio a las tinieblas; en la penumbra, el confesionario, parecía una especie de catafalco. La abuela nos condujo hacia él, apoyando sus manos sarmentosas sobre nuestros hombros, de modo que nos empujaba con firmeza, pero discretamente.
Cuando mi hermano salió del confesionario, venía llorando. El silencio era frío y tenía algo de horrible; solo el bisbiseo de las beatas, demasiado lejano para oírlo, podía profanarlo. Quizá por eso mi hermano lloraba sin aspavientos.
Mientras me confesaba, no solté una sola lágrima; pero en cambio no escatimé palabra: sabía que el cura estaba informado de lo ocurrido y que la abuela se enteraría si alguno de nosotros intentaba engañarlo.
De rodillas, frente al altar, recitamos padres nuestros y avemarías, una y otra vez, hasta que la pálida luz del amanecer se coló por los vitrales y la feligresía comenzó a llenar el templo; supe entonces que la mayor penitencia no había sido la interminable e insensata repetición de plegarias, ni el dolor en las rodillas, ni los calambres en las piernas; la mayor penitencia fue la mirada de los campesinos y los talabarteros, de los funcionarios, de las señoras y de los pillastres que acudían a misa, más interesados en correr por los pasillos, despertando la ira de sus madres, que en orar a Dios. La verdadera penitencia había sido humillarnos: era imposible no ver dos niños rezando de rodillas tan cerca del altar y no suponer que habían hecho algo horrendo.
Por la tarde, aún nos dolían las rodillas y tratábamos de olvidar la vergüenza jugando sobre la alfombra, mientras la abuela se mecía en su mecedora y Rocío, en la cocina, amasaba el pan para la merienda. La abuela dormitaba, el tejido sobre su regazo, indiferente a la furia de la lluvia que se estrellaba contra la ventana y al viento iracundo que con sus embestidas hacía estremecerse la casa. Sobre la chimenea, estaban las armas de caza del abuelo, muerto hacía tiempo, y la cabeza de un jabalí que había cazado en la cordillera y hecho embalsamar para presumir ante sus amigos, pero que ahora no era más que un ruinoso reino de polillas. En la vitrina de un mueble de maderas nobles, había una colección de muñecas de porcelana. Tras la mecedora (la abuela comenzaba a roncar), una estantería de caoba labrada, soportaba el peso de varios jarrones chinos de gran tamaño.
Una ráfaga de viento remeció la casa e hizo crujir las gruesas pilastras de las paredes. La abuela despertó, me miró unos momentos, y como si hiciera un comentario banal, me informó:
–Ayer hablé con el obispo. Se mostró encantado de quieras ingresar al convento de las Clarisas.
No sé si fue la sorpresa o la ira, la que me hizo retroceder hasta la ventana.
El viento bramó y la casa se sacudió nuevamente.
Sin pensarlo, retiré el cerrojo y la ventana se abrió de golpe: las muñecas de porcelana se destrozaron en la vitrina, la cabeza de jabalí rodó sobre la alfombra y los jarrones se tambalearon un momento, antes de caer sobre la abuela. Rocío entró a toda prisa, cerró la ventana y se arrodilló sobre ella, intentando despertarla, mientras la sangre, que salía de su cabeza, iba formando un charco sobre la alfombra.

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